martes. 30.04.2024
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La sentencia contra el violador Daniel Alves da Silva degrada a su víctima a consumición de discoteca, por muy ofensivo para una democracia que esto pueda sonar. Asimismo, honra al citado violador como mero consumidor, más allá de reconocerle andar algo pasado de vueltas. Lo digo con todo respeto, cariño, admiración a la doble víctima, con todo desprecio al violador, con indiferencia a un sistema del que nada se puede esperar, en tanto en cuanto, por irme al no siempre demagógico populismo, con una mano encarcela a marionetistas o cantantes, mientras que, con la otra, prevé aforamientos para gente que prostituye el congreso o se erige en garante recalcitrante de impunidad de familias disfuncionales encabezadas por monarcas de indigna existencia. 

El consentimiento no sólo es perfectamente viciable, también es neutralizable. Eso no significa que no sea importante: por descontado, sin consentimiento hay violación

Por esto mismo me reconozco cariacontecido con la actitud triunfalista con que mujeres líderes de la izquierda han reconocido su satisfacción frente a la sentencia. Irene Montero, exultante, hizo acopio de ascuas hasta lograr enterrar la sardina que le queda, sentenciando en Antes Twitter, sin dejar de lado su tono habitual de clase magistral en aula magna, que se trata del “resultado de la lucha feminista por el derecho a la libertad sexual y por poner el consentimiento en el centro. Se acabó la impunidad”. Por su parte Yolanda Díaz, informa 20 Minutos, afirmó, con la cadencia de catequista que acostumbra, que “en este país se acabó, basta ya de machismo, de agresiones sexuales”. Por último, Ilone Belarra, informa el mismo medio, terminó por envolver todo en caviar inflamable del que luego hizo generosamente entrega a la extrema derecha, asegurando en primera instancia que “hace sólo unos años este caso hubiera caído en la total impunidad”, celebrando en segunda el “triunfo del feminismo y de las políticas feministas como la ley del sólo sí es sí”. Lo cierto es que lo único que merece ser puesto en valor (no sé si lo hicieron), es la valentía y tenacidad de la víctima, una mujer que, con todo en su contra, dado que la violación no se produjo precisamente en un callejón y el violador es un multimillonario famoso con una masa ingente de gente fanática detrás dispuesta a lo que sea (¿no se aduló a Maradona, incluso por parte de algún periodista español de izquierdas, más allá de su muerte? ¡hasta le han puesto su nombre a un estadio!) y medios de comunicación que no dudaron en darle voz, interpuso con determinación la denuncia y afrontó los riesgos y las incertezas del proceso (el repudio social con toda una vida por delante, por ejemplo). 



Por el contrario, las citadas declaraciones parecen deslizar aserciones obscenamente falaces, como que antes de la ley del sólo sí es sí la violación era cuasi legal, o que las “políticas feministas” empezaron con ellas en el gobierno, cuando en realidad pusieron mucho de su parte para que el feminismo no tuviera a quién votar; aserciones que, por otro lado, presentan un recorrido que puede llegar a ser tenebroso, llegando a desembocar en ambigüedades indecentes frente a problemáticas troncales que afectan a las mujeres, como la de la prostitución. Lo cierto es que a ellas parecieron sumarse sobre todo periodistas y juristas feministas que, prácticamente, sólo han visto pedagogía y ejemplaridad en la sentencia. 

La sentencia parece confundir justicia con condescendencia: como cuando una madre regaña ostensivamente a su hija mayor en presencia de su hermano pequeño por alguna nimiedad que ha ofendido a este último, al tiempo que le guiña rítmicamente un ojo

Decir que tu feminismo es el bueno es más peligroso de lo que parece, porque evidencia una voluntad de oficializarlo, de trazar una equivalencia entre el feminismo como movimiento político-social y una visión particular del mismo, de institucionalizarlo en una iglesia feminista con un brazo ejecutivo y otro haciendo las veces de agencia de acreditación. Cuando en realidad toda institución lo que persigue es el fin de perpetuarse, lo que acarrea como consecuencia irremediable acabar tendiendo al conservadurismo. De igual modo que un partido liberal como el PP combatió primero a ETA para acabar infamemente suspirando por su existencia, una iglesia feminista se tornaría eficaz para combatir su idea particular de machismo (la ley trans es un buen ejemplo), pero perpetuaría dilemas cuya resolución requiere de consensos y desatendería la tremenda capacidad del patriarcado para reinventarse en formas imperceptibles para esa perspectiva acabando por aferrarse a unos fines originales que ya no tendrían razón de ser por haber sido superados, o porque la sociedad hubiera cambiado. En este sentido, es de prever un corto recorrido a la ley trans. Porque en esta aldea global que las redes de información y las telecomunicaciones han hecho posible, el feminismo es más transformador que revolucionario: precisamente por ello, necesita nutrirse de pluralidad.

Uno de esos dilemas en los que no existe consenso es precisamente el consentimiento, el cual no puede plantearse sólo en condiciones ideales (se suele plantear casi como si se tratase de una instancia administrativa del hombre a la mujer). De hecho, todo lo que envuelve a la sexualidad es difícilmente integrable en una razón práctica. El consentimiento no sólo es perfectamente viciable, también es neutralizable. Eso no significa que no sea importante: por descontado, sin consentimiento hay violación; el problema es que, con él, también se puede dar violencia sexual. Por eso la ley del No es no era mucho más adecuada.

En las relaciones sexuales entre mujeres y hombres, sobre todo en las esporádicas, en las de consolidación de la pareja, o en las primeras relaciones de juventud, convergen ritualizaciones que en ocasiones chocan o que, sobre la marcha, se tornan incompatibles, pudiendo hacer del consentimiento algo difícil de determinar. Los rituales de iniciación a la masculinidad hegemónica, los cuales comienzan a temprana edad y se refuerzan el resto de la vida, se apoyan en la insistencia, en la constancia, en el embaucamiento o en la manipulación para la “obtención”, como premio, de la mujer. Llevados al extremo constituyen delitos, pero son suavizados con frases hechas del inventario patriarcal del tipo “el que la sigue la consigue”, “hay que trabajársela” o “el «no» ya lo tengo”. En la mujer, estos rituales se encuentran orientados a aprender a hacerse la remolona, a no parecer fácil, a saber dar celos, a encontrar un equilibrio para seducir, a manejar llegado el caso el “no pero sí”. Así, es considerado normal tanto que un hombre pida salir a una mujer varias veces hasta que lo consiga o desista, como que en el marco de una relación íntima el chaval en cuestión vaya tratándose de acercar paulatinamente a las zonas más íntimas del cuerpo de la chavala, quién en principio habrá aprendido a ponerle límites y retirar sus manos de forma que entienda que todavía no está preparada, que no le apetece, o que nunca lo hará porque no le gusta. Uno de los problemas es que muchos de estos aprendizajes provienen de experiencias previas poco positivas, pero por lo general muy marcantes. 

Otra cosa es el sexo institucionalizado o bajo el paraguas de una institución, como puede ser el matrimonio o la prostitución. Ahí la cuestión del consentimiento aparece de manera más difusa, porque suele aparecer implícito al contrato tácito que regula el funcionamiento de la institución. Por eso es más complicado el análisis de la violencia sexual en el matrimonio o en el ámbito prostitucional, a pesar de que en torno a la mitad de los episodios de violencia sexual contra mujeres parten de parejas sexuales habituales, mientras que ocho de cada diez lo hacen de hombres conocidos (fuente: National Sexual Violence Resource Center de los EEUU). Aquí, por tanto, no es que situar el consentimiento en el centro sea poco eficaz, es que se convierte en un subterfugio para los delincuentes sexuales, pues pueden institucionalizar la relación bajo el paraguas de otra institución que aporta un espacio falsamente seguro que tanto éstos como sus víctimas ocupan con un fin legítimo, que acaba por blanquear las verdaderas intenciones del delincuente sexual: un ejemplo sería un profesor que instrumentaliza el poder formal que le confiere una institución educativa para beneficiarse de sexo consentido con alumnas, a lo que accede desde diversas estratagemas, entre las que se puede encontrar la institucionalización de los abusos en un grupo coercitivo en torno a su liderazgo cuya institución madre, el centro, aporta un pretexto legítimo que es clave en el blanqueamiento de los verdaderos objetivos espurios que subyacen a su existencia. De este modo, oficialmente, el grupo funciona con tal fin, lo que aleja el foco del delincuente sexual al tiempo que consolida su posición y le blinda frente a posibles juicios sobre comportamientos sexuales fuera de lugar: en efecto, dentro de esta institución creada ad hoc, esos comportamientos empiezan a verse dentro de lugar, como característica de una configuración interna especial que la distingue de otros grupos de la misma institución madre, reforzando la endogamia y la sensación de privilegio asociado a la membrecía. En ese marco, el consentimiento queda por completo neutralizado, ciego al derecho, encontrando el delincuente sexual una autopista para la consumación, con escolta, de sus fechorías.

Volviendo al barro del caso que nos ocupa, el medio machista, sensacionalista, infantil, cateto y, por último, nada fiable, Marca, el más visto y quizá leído de un país en el que parece sobrar la mayoría de las escasas bibliotecas que hay, anunció, tras conocerse la sentencia, que el violador Daniel Alves da Silva “podría quedar en libertad en Mayo de 2025”, esto es con tiempo de sobra para disputar el Mundial 2026 si el seleccionador de su país así lo decidiera (estuvo jugando el infame mundial de Qatar hasta días antes de cometer la violación). No piensen que esto es algo descabellado, habida cuenta el recibimiento que le esperaría: a su regreso no sólo no encontraría a gente de VOX acusándole de producir menas, sino que, a buen seguro, sería jaleado por “la afición” tanto dentro como fuera de los estadios, recibiendo, por descontado, toda la solidaridad y muestras de afecto de sus compañeros de profesión, ya saben que el mundo del fútbol es una inmensa fratría siempre y cuando no seas ni parezcas homosexual, ni te posiciones a favor, ni muestres interés por el tema, ni te vean con uno. Al margen de un negocio del todo corrupto con un simulacro deportivo como trasfondo (independientemente de si les gusta o no el deporte, merece la pena que visualicen, si lo encuentran, el atraco del Real Madrid al Almería, último de la tabla, el mes pasado), el mundo del fútbol es definible, sin más, como la afirmación periódica y, sobre todo, progresiva, de una masculinidad hegemónica socialmente radiactiva. Masculinidad hegemónica que puede sacarte de pobre con creces, encontrándose, en esa posibilidad, parte sustancial del truco. 

En todos los ámbitos el derecho es importante. En el mío plantea desafíos constantes a los marcos normativos no jurídicos por los que nos interesamos, siendo una referencia ineludible al escribir, observar, denunciar (o pretenderlo) o proponer. A estas alturas creo que he entendido que la justicia no es ni venganza, ni moral, ni linchamiento, y que no se puede juzgar a nadie por lo que pudo haber hecho, ni por lo que hubiera podido seguir haciendo, ni por lo que podría hacer tras salir de la cárcel. Sí creo que el derecho es también pedagogía, como es pedagogía (nociva) toparte con mujeres en alquiler apostadas en la vía pública o en una página web (escuela de desigualdad humana, lo llama Ana de Miguel). Y en una sentencia de este calado, fuera de la jerga jurídica, el mensaje es tan claro como perverso, sobre todo si se le inyecta un tono prescriptivo para la víctima: “también en violencia sexual, el dinero no sólo debe aliviar, además ha de reparar”. Por descontado, sus posibles declinaciones no lo mejoran: “si además de hombre eres muy rico, entonces puedes ir más allá de insistir hasta el extremo o violar con consentimiento (prostitución), también puedes violar sin él”; “si la gente suele tener ahorros para imprevistos (se asocia a Alves da Silva un patrimonio de 50 millones de euros), dentro de esos imprevistos se pueden contemplar violaciones si eres un hombre rico”.

Porque, si detrás de todo ese argumentario en favor de la víctima, el tribunal acaba reconociendo que “el hecho de que [Alves] haya indicado que solicita que esta cantidad [150.000 euros] le sea entregada a la víctima con independencia del resultado del juicio, expresa una voluntad reparadora que tiene que ser contemplada como una atenuante”, lo que en realidad se dice es que, en efecto, el dinero en última instancia, es decir, tras todo un calvario judicial para la víctima, debe acabar reparando. Calvario judicial en el interior del cual su violador no parecía todavía presentar una verdadera voluntad reparadora que ahora sí es tenida en cuenta, habida cuenta que hizo padecer a su víctima múltiples versiones, debidamente filtradas a los medios y difundidas por éstos, que la dejaban como una “buscona”; también llegó a “perdonarla” públicamente (se sobreentiende que por haber intentado sacar tajada del encuentro); por no hablar de la filtración de imágenes y datos personales por parte de su madre, o de que “alguien” (según 20 Minutos) llegara a presentarse a su casa para conocer su identidad. Mención aparte merece la solidaridad fraternal de su compañero Neymar (apoyo de Bolsonaro, el de "no la violé porque no se lo merecía"), quién, según publicó el medio mexicano El Universal un mes antes del juicio, le mandó 150.000 euros que le servirían “para pagar una multa […] que es denominada como indemnización atenuante del daño causado”. Yo, la verdad sea dicha, a eso no le llamaría exactamente “voluntad reparadora”, sino “premeditación de aparentar voluntad reparadora como último recurso”. 

Dicho de otro modo, la sentencia parece confundir justicia con condescendencia: como cuando una madre regaña ostensivamente a su hija mayor en presencia de su hermano pequeño por alguna nimiedad que ha ofendido a este último, al tiempo que le guiña rítmicamente un ojo. Tampoco hay que darle más vueltas.

Atenuar la violencia sexual institucionalizándola