sábado. 27.04.2024

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En plena cuaresma del año de gracia de 1475, el franciscano Bernardino de Feltre ejercitaba sus dotes naturales para la retórica incendiaria en la apacible urbe de Trento. Retroalimentando su bilis, se desgañitaba responsabilizando a los judíos de todas las tropelías habidas y por haber. Ante aterrorizados ciudadanos, exponía sus teorías sobre la existencia de horrendos crímenes rituales. El martes santo, un niño llamado Simón apareció ahogado. Inmediatamente, el largo brazo de la ley detiene a los judíos de la ciudad. Tras las sesiones de tortura llevadas a cabo por los hábiles interrogadores habituales, nueve de ellos confiesan el terrible crimen. Sin más preámbulo, son ajusticiados. Los demás, que desde tiempo atrás vivían allí en armonía, son expulsados de la villa. El mismo Papa Sixto IV reacciona con presteza, publicando una encíclica en la que especifica que la imputación carecía de la más mínima prueba, y prohíbe dar por mártir al difunto. Pero será en vano. Una vez puesta en marcha la maquinaria de las falsas denuncias y la calumnia, es imparable. Reconocido y honrado como santo por el vulgo, Simón terminará por ser beatificado por la Iglesia oficial en 1582. 

En todos los rincones de Europa encontramos sucesos similares, y aquí, evidentemente, también. El más famoso de los casos vernáculos acaeció cerca de Toledo en 1490. Media docena de judíos y cinco conversos fueron acusados de crucificar a un niño cristiano y practicar con él actos de magia negra. Torturados, todos menos uno acabaron declarándose culpables. Solo había un pequeño problema: «el niño no tiene ni nombre ni casa, ningún testigo señaló su desaparición y no se encuentra su cuerpo. Parodia de proceso. Pero desde entonces España va a venerar al "santo niño de La Guardia"» (Delumeau El miedo en Occidente). Esta acumulación de falsedades, la aversión latente de muchos, los intereses políticos y económicos de reyes, nobles y naciente burguesía, junto con la violencia avivada por inicuos predicadores, tuvieron consecuencias nefastas. Y desembocaron finalmente en la horrorosa tragedia que está –o debería estar– en la mente de todos.

Es notorio que en España se ha ido desencadenando una oleada de irracional violencia verbal contra personalidades de la izquierda

Hoy día, los lansquenetes mediáticos y las hordas bárbaras de las redes sociales han heredado las funciones de aquellos paranoicos de verbo estremecedor. Han ido dando forma a un populacho neofascista incapaz de ver más allá de la diana clavada en el pecho de los perseguidos. Los especímenes lugareños de esta patología intelectual y moral son numerosos y altamente sintomáticos. Así, la demonización de la manifestación feminista del 8M en Madrid, convertida por estos agitadores y sus acólitos en causa universal de la epidemia de Covid-19 desde Wuhan a Cercedilla, pasando por Lombardía. La verdad, si eso, ya tal. Otrosí, el continuado empeño en recriminar a millones de inmigrantes que vivan opíparamente de subvenciones fantasmas y ayudas estatales ectoplásmicas, mientras los pobres nativos se desloman trabajando. Y esta teoría la abonan políticos y tertulianos que no han dado palo al agua en su vida. O ese don de metamorfosear en ETA, Puigdemont o en un Satán con la camiseta del Barça, a quien no comulgue a ojos cerrados con una fantaseada perfección absoluta de las instituciones del Estado. 

Es notorio que en España se ha ido desencadenando una oleada de irracional violencia verbal contra personalidades de la izquierda. Si la temperatura sigue subiendo –y no vemos razones para ser optimista–, no es descartable que haya que lamentar alguna tragedia. Porque el odio, íntimamente ligado al miedo, es la emoción más contagiosa que existe. Y al igual que las minas antipersona, fabricarlo es muy barato, pero resulta harto complejo y sumamente caro desactivarlo. 

Fijémonos en ese perverso aprendiz de Goebbels con sombrero tejano que es Trump. Él y su coro mediático y enredado se han dedicado con uñas y dientes a expandir su miseria moral por las cuatro esquinas de la Unión, con más éxito en unas que en otras. Fuimos testigos de cómo pacíficas protestas que denunciaban los asesinatos policiales racistas eran atacadas violentamente por civiles. Los coches lanzados a toda velocidad y los tiroteos se pusieron a la orden del día. Un mequetrefe de 17 años disparó en una manifestación en Wisconsin, provocando dos muertos y varios heridos. Semanas después, salió en libertad bajo una cuantiosa fianza. ¿Quién la pagó tan generosamente? ¡Mysterium tremendum et fascinans

La demolición (des)controlada y sistemática de cuanto suene a inteligencia, no podía tener otro efecto que la expansión desenfrenada de la ignorancia y la vulgaridad

He aquí los luctuosos corolarios de dar carta blanca a la obsesión neurótica hacia el otro, cualquier otro. Sin embargo, el responsable en buena medida de estos desafueros cuenta con serias posibilidades de ser reelegido. La única realización visible de su mandato fue un muro fragmentario, chapucero, carísimo e ineficaz contra el peligro hispano, obra construida, para mayor inri, sobre tierras robadas a México a punta de pistola, con premeditación y alevosía.

Entre los entusiastas seguidores de este individuo, hay no pocos damnificados por sus decisiones, dirigidas al beneficio exclusivo del Gran Capital. Pero estas gentes menudas, explotadas, casi miserables, solo tienen manos para aplaudir devotamente la oportunidad de oro que les ofrece de expresar el odio visceral que las corroe. La creencia en la pureza y la inocencia de esa entelequia llamada el pueblo revela una preocupante falta de perspectiva. Una parte en absoluto desdeñable de la población, y no necesariamente la más acomodada, es extremadamente tóxica.

El papel que otrora correspondía a los pastores de almas es desempeñado hoy por youtubers, tuiteros, tertulianos, estrellas mediáticas, presentadores de magacines televisivos o radiofónicos. El culto que estos nuevos mistagogos patrocinan es el de una divinidad muy especial y que no admite competidores: Mammón. Los comunicadores de guardia desertaron del duro trabajo de la reflexión crítica para emplearse en la venta ambulante de opiniones sobre cualquier tema, preferentemente aquellos de los que no saben de la misa la media. La carencia de ideas, de discurso mínimamente coherente y en general de altura cultural, se camufla bajo una presunta ironía que se reduce a una sarta de injurias, insultos y mentiras. La demolición (des)controlada y sistemática de cuanto suene a inteligencia, ética o buen gusto no podía tener otro efecto que la expansión desenfrenada de la ignorancia, la mendacidad y la vulgaridad. 

El verbo estremecedor