martes. 30.04.2024
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Carol Gilligan.

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El psicólogo Lawrence Kohlberg, durante la segunda mitad del S. XX, propuso una teoría del desarrollo moral, fruto de sus investigaciones, que venía a explicar cómo las personas vamos evolucionando en nuestro razonamiento moral conforme maduramos. La madurez se va manifestando en el hecho de que vamos ampliando el círculo de las personas a las que desearíamos hacer el bien hasta ir incorporando paulatinamente a quienes nunca hemos visto ni conocemos. Aunque lo verdaderamente importante serían los cambios cualitativos que se producen en la reflexión ética sobre las actuaciones que llevaríamos a cabo ante un dilema comportamental.

La escala del desarrollo kohlbergiano está dividida en tres niveles y en cada uno de ellos podemos identificar dos etapas. El nivel preconvencional, que duraría aproximadamente hasta los nueve años, sería el de la orientación a la obediencia y el castigo y la búsqueda del interés propio. El nivel convencional sería el que definiría el pensamiento de los adolescentes y muchos adultos y lo podríamos dividir en una primera etapa basada en el consenso y una segunda basada en la autoridad (el cumplimiento de las normas sin cuestionarlas, simplemente por obediencia a las mismas). Por último, en el nivel postconvencional, al que no llegaría todo el mundo, encontraríamos la referencia a valores colectivos y libertades individuales más allá del propio interés, incluyendo la reflexión sobre si las leyes son o no acertadas para mejorar la sociedad (orientación hacia el contrato social) y la referencia a principios morales universales que llevarían incluso a cambiar las leyes como prioridad si se considerara que son injustas. En la sexta y última etapa de este nivel, representando el estadio más alto de madurez moral, estarían las personas comprometidas con el cambio y la mejora de la humanidad aún a riesgo de perjudicar su propio bienestar o el de los suyos. Para ilustrarla, podríamos poner como ejemplos más relevantes a personajes de la talla de Martin Luther King, Gandhi o Nelson Mandela, aunque no todos los que lleguen a ese nivel han de acabar destacando de la misma forma.

Pero, esta explicación evolutiva de la moralidad humana, lejos de abarcar a todos los grupos, olvidaba las particularidades debidas a etnia, cultura, nivel económico… y, por supuesto, las debidas a cuestiones de género. En este último aspecto se centró precisamente Carol Gilligan, que había sido discípula de Kohlberg y había colaborado con él en alguna ocasión. Según la baremación obtenida en la escala evolutiva de Kohlberg, las mujeres parecían moralmente menos maduras, ya que no se ajustaban a un patrón que era predominantemente masculino. Las mujeres no llegaban al último nivel, que el psicólogo había categorizado como el superior (en realidad no solían pasar del tercero) y ello fue interpretado como una incapacidad femenina para emitir juicios morales superiores debido a su emplazamiento en el ámbito privado y doméstico fundamentalmente.

Gilligan, en su obra In a different voice, (1993), aclaró que la posición que una persona ocupa en el mundo determina su desarrollo moral y que, por lo tanto, no existe un único modo de entender la moralidad sino que a la ética de la justicia universal habría que incorporar una ética del cuidado y la responsabilidad, consecuencia de la forma en la que se enculturiza y socializa a las mujeres, si queremos tener una visión global de la moral y la sociedad. El concepto central de una ética del cuidado (desarrollada por las actividades que tradicionalmente se consideran femeninas), sería la responsabilidad entendida como la comprensión del mundo según una red de relaciones en las que nos sentimos inmersos y en las que desarrollamos responsabilidades no hacia el otro universal, sino hacia el otro concreto (lo que algunos consideran propio tan sólo del ámbito privado). En la escala evolutiva complementaria que Gilligan desarrolló, las mujeres alcanzaban el nivel máximo cuando entendían que en esa responsabilidad y cuidado hacia los otros, debían incluirse  ellas mismas, ya que la sensibilidad a escuchar las necesidades de los demás y la responsabilidad respecto a su cuidado les llevaba a menudo a olvidarse de sus propias necesidades. Así, el autosacrificio, que muchas veces había sido interpretado como típicamente femenino, quedaba superado por un nivel moral superior en el que se negaba la necesidad de destruir el propio yo para atender a otros.

Me gustaría subrayar la conveniencia de considerar complementarias la justicia universal y el cuidado, y establecer un diálogo entre lo público y lo privado, entre el universalismo y el aspecto más doméstico y contextual de la moralidad. Para construir una ciudadanía mejorada y más completa deberíamos contemplar la ética de la justicia y la del cuidado como resultado de dos tipos de experiencia que al final están conectados y que son inseparables. Tanto hombres como mujeres deberíamos desarrollar ambos aspectos (la mirada hacia la responsabilidad y la mirada hacia los derechos), si queremos atender a todos los ámbitos que requieren de nuestra reflexión ética y nuestro compromiso; la universalidad que contempla el respeto a los derechos humanos fundamentales y la cercanía de empatizar, implicándonos emocionalmente, con las necesidades de los demás.

Alicia Muñoz Alabau
Profesora de Secundaria y Bachillerato. Escritora

Justicia y cuidado