jueves. 02.05.2024

El ruido (4)

Hace unos meses, un amigo vino a visitarme. Y no diré de dónde, evitando que se despierten en nosotros alguno de los habituales prejuicios que tenemos en relación...

Hace unos meses, un amigo vino a visitarme. Y no diré de dónde, evitando que se despierten en nosotros alguno de los habituales prejuicios que tenemos en relación con quienes nos visitan de países lejanos. Ignoraré voluntariamente el dato de su nacionalidad.

Al fin y al cabo, ¿qué más da nacer en Madrid, Bilbao, París o Londres? Nacer en un lugar es un accidente y hacer de este dato azaroso algo esencial forma parte del variopinto muestrario de la inconsciencia individual y colectiva en que vivimos. Lo que es producto del albur no conviene convertirlo en esencial, no vaya a ser que nos precipitemos por la torrentera de los fundamentalismos,

Después de pasar dos meses entre nosotros, conocer las ilustres costumbres del lugar, visitar sus monumentos civiles más importantes, deleitarse con todas las verduras y carnes habidas y por haber, catar con sobrada valentía algunos de sus caldos y enamorarse de una muchacha sin posibilidad de continuidad, le pregunté, finalmente, qué opinión le merecía la ciudad.

A tenor del trato inmejorable que había recibido, esperaba una respuesta resuelta en un mar de elogios. Pero me había olvidado que mi amigo era filósofo de la escuela de Schopenhauer y como tal me respondió:

- La gente tiene mucho miedo.

Al oírlo, me invadió cierta perplejidad. Ignoraba a qué podría referirse.

¿Miedo? No era posible.

Sabiendo que cuando no se entiende una cosa lo mejor es callarse y escuchar –por cierto, una cívica virtud que aquí se cultiva desde la más tierna infancia y que los padres sin exclusión enseñan por imitación a sus retoños-, le pregunté a qué se debía tan insólito juicio.

La respuesta me dejó más perplejo:

- No es posible que las personas griten tanto si no tienen miedo. Aquí la gente grita para todo. Te diré más: cuanto menos dicen, más gritan. El detalle lo puedes observar en cualquier conversación.

Como no veía clara la oscura relación entre miedo y grito, guardé silencio.

Los días siguientes los dediqué a pensar en ella.

Lo que obtuve de mi reflexión no lo transcribiré, pero me dio mucho qué pensar. Todavía sigo pensando en ello. Dejo de hacerlo cuando oigo los gritos desaforados de unos niños que no levantan un palmo del suelo, ante la displicente indiferencia de sus padres.

Entonces, como digo, no pienso. Sólo me acuerdo de la navaja de Buñuel.

El ruido (4)