El resultado de las elecciones europeas aporta toneladas de datos que seguro que los investigadores sociales irán desgranando. Pero los que estamos obligados a dar una respuesta útil para hoy, acertando además en la orientación a medio plazo, tenemos la responsabilidad de no quedarnos en explicaciones de epidermis o respuestas de coyuntura.
El 25M expresa en toda Europa una crisis generalizada de la política que se manifiesta en la dificultad, incluso incapacidad, para ejercer las funciones que le son propias. La política, tal como la conocemos, ha perdido buena parte de su capacidad para agregar y representar intereses sociales y gobernar las relaciones económicas y sociales.
Esta es una dinámica global, como sus causas, aunque tiene sus peculiaridades europeas y estatales. Se expresa en la incapacidad de la Unión Europea para romper con las respuestas nacionales y dar una respuesta europea a la crisis económica. Y en España se manifiesta y amplifica en el agotamiento, por cansancio de materiales, del sistema político que surgió de la transición.
Creo que aún no somos suficientemente conscientes de lo que significa la globalización y su gran capacidad para destruir las formas de organización social y política de los dos últimos siglos.
La política, como todas las formas de organización social e institucional existentes, es hija de una madre, la sociedad industrialista y un padre, el Estado Nación. Unas realidades y un hábitat que están en proceso de extinción y que con ello arrastran a las formas de organización social que crecieron a su amparo.
El modelo industrialista conllevó un proceso de integración de la producción, para maximizar beneficios, que terminó moldeando la sociedad y las instituciones de su tiempo. Una sociedad en que el conflicto social entre capital y trabajo se expresaba de una manera nítida, compacta y simple. Y en la que la agregación de intereses y su representación social y política era más sencilla. Además, contaba a su favor con la posibilidad de componer los intereses en juego, a partir de acuerdos sociales o pactos políticos, como el Estado Social Europeo. Aunque fuera a costa de externalizar algunos costes, hacia fuera de las fronteras europeas, o hacia el futuro, en forma de fractura generacional o de riesgos ambientales.
Ese paradigma ha quebrado, porque la globalización como modelo económico tiene todo su potencial en la descentralización productiva y su consecuencia más importante, la desagregación social. No se trata, como se pretende desde muchos ámbitos, que no exista conflicto capital- trabajo, sino que este se expresa con mucha mayor complejidad y además dificulta la capacidad de agregar intereses y construir alternativas compartidas.
La descentralización productiva ha desvertebrado las relaciones sociales, enfrentando a los trabajadores entre sí, en función de la posición que ocupan en este modelo productivo. Entre trabajadores con empleo y desempleados, entre estables o precarios, entre diferentes países, de diferentes edades, de diferente nivel formativo, entre trabajadores centrales y periféricos en función de su posición en la organización del trabajo.
Además, la globalización empequeñece la capacidad de la política nacional para regular la economía. La ideología dominante convierte en mercancías lo que antes eran derechos y otorga al mercado la función central en la organización social y todo el poder político en la regulación de las relaciones económicas y sociales.
La globalización económica y el globalismo como ideología que la sustenta han posibilitado a los poderes económicos diseñar una estrategia de reparto muy injusto de la riqueza y perversa al mismo tiempo. Una estrategia que podría resumirse en el mensaje que el 1% más rico lanza al 99% restante: “Repartíos el empleo y el salario entre vosotros, que los beneficios del capital no se tocan, al contrario crecen, y de redistribución fiscal de la riqueza ni hablar”.
La fortaleza de este modelo social estriba en la desigualdad de poder que genera entre un capital financiero global y una sociedad que intenta respuestas sociales y políticas locales. Una desigualdad de fuerzas que conlleva la incapacidad e impotencia de la sociedad para organizarse social y políticamente y responder al capitalismo global.
Es la descentralización productiva la que provoca una fuerte desagregación social que lleva a la ciudadanía a buscar identidades muy compactas y aumenta las dificultades de las organizaciones sociales y políticas para agregar intereses, voluntades y compromisos en proyectos compartidos.
Hoy, la construcción de proyectos políticos estables y amplios viene condicionada por la existencia de diferentes conflictos que recorren la sociedad. El eje del conflicto social, con sus derivadas internas en clave de conflictos intraclase entre segmentos de trabajadores. El eje del conflicto territorial sobre el modelo de Estado. El eje del conflicto europeo expresado en el dilema de avanzar en la construcción política de la UE o retroceder hacia la renacionalización económica y política. El conflicto ambiental sobre respuestas a corto, insostenibles a medio plazo. Y el conflicto democrático en relación al papel de actor o de cliente de la ciudadanía en la construcción de proyectos políticos. Además, el factor generacional que transversaliza todos estos ejes, incorpora más complejidad.
Cinco ejes de conflicto que cuando se entrecruzan dan para la configuración de una decena de espacios políticos teóricos que las formas políticas actuales no saben o no pueden articular. El mapa político español y catalán son una buena prueba de ello.
Pero no sólo es un problema político, lo es también de articulación social. Y ello es lo que explica una gran participación sectorial en las movilizaciones contra los recortes y muchas dificultades de articulación social y política de las respuestas. Y ello también explica que los propios movimientos sociales protagonistas de grandes movilizaciones, como la PAH, sean conscientes de la potencialidad de sus luchas y al mismo tiempo de sus limitaciones si no se articulan políticamente.
De estas dificultades solo se han salvado electoralmente, de momento, los proyectos que han primado como exclusiva una sola identidad, un solo conflicto, al que han hecho hegemónico, anulando del debate todos los demás conflictos existentes en la sociedad.
Es en este sentido en el que el 25M aporta en España la mayor novedad. La irrupción en la política institucional – porque en la política ya estaban - de una generación, que se identifica asimismo como la del proceso del 15M, que ha decidido dar este paso. No está de más constatar que esta generación ha dado este paso en mucho menos tiempo que otras generaciones nacidas al calor conflictos sociales, como la de Mayo del 68 o la de la guerra de Irak. Aunque en España ya tenemos el precedente de la generación de las grandes luchas sociales de final del franquismo y la transición, que se implicó en la construcción de proyectos políticos con mucha juventud.
Siendo importante este dato y aportando nuevas potencialidades no parece que vaya a aportar más capacidad de la política para agregar voluntades y capacidad de representación. El problema continua siendo el mismo pero con más actores políticos.
Para construir una alternativa en la que se puedan encontrar cómodos proyectos e intereses que responden a identidades muy compactas y en ocasiones excluyentes habrá que utilizar técnicas de alquimista. La clave puede estar en reconocer que el elemento común, el que vertebra, es la recuperación de la soberanía política de la ciudadanía. Este es un factor que nos permite encarar el conflicto de las desigualdades sociales, el de las reivindicaciones nacionales, el del futuro de Europa, el conflicto por la sostenibilidad y el de las formas de acción política que confronta al ciudadano como cliente o al ciudadano como sujeto activo.
Y para articular realidades tan complejas puede que la fórmula mejor sea la de la cultura de los frentes amplios, en los que nadie pierde identidad, pero todos comparten un proyecto común.