sábado. 20.04.2024
hoguera

Hasta que el hombre descubrió el fuego después de una tormenta cargada de rayos, hasta que se pudo apropiar de él guardándolo en la puerta de la cueva o el abrigo rocoso, la vida fue triste, oscura, temible. El fuego fue un paso de gigante en la historia de la evolución humana, permitió cocinar los alimentos, hecho que según Arsuaga fue decisivo para el aumento de nuestra capacidad craneal, y posibilitó la aparición de los primeros núcleos de población al contar por primera vez con un arma temida por el resto de los animales. Tormentas, relámpagos, truenos, vendavales, inundaciones, el hombre estaba a merced de los elementos, huyendo siempre del lugar azotado por las inclemencias, buscando lugares ricos en raíces y frutos, asustado, sin saber qué fenómeno provocaría la nueva huida hacia otro territorio ignoto. El fuego controlado fue la vida y permitió que la vida creciese y se multiplicase. Fue el primer paso para desmontar a Dios, un ser imaginario creado para dominar y para consolarse del miedo cotidiano a lo desconocido.

Durante miles de años los sapiens temimos al fuego, incluso cuando comenzamos a controlarlo, a apropiarnos de él en nuestro propio beneficio. Por eso, cuando los primeros hombres de religión inventaron el cielo y el infierno y los requisitos necesarios para pasar la vida eterna en uno de los dos recintos, recurrieron al fuego -que era lo peor que conocían- para describir al infierno y dejaron la descripción del cielo para más adelante, como algo etéreo y difuso, porque no habían conocido nada que reuniese cualidades tan maravillosas como para anhelarlo. La vida era dura, llena de peligros y acechanzas, de muerte y dolor, el infierno era el fuego eterno para la vida que sobrevendría a la muerte, la única razón para querer ir al cielo, que nadie sabía ni sabe en qué consiste, era huir de las otras dos opciones.

Hoy dominamos el fuego, está presente en todas las cadenas de producción, sin él no habría fábricas, ni restaurantes, ni siquiera Fallas en Valencia. El fuego nos da la vida y está presente en muchas de nuestras liturgias festivas. Seguimos adorándolo, y muchos temiéndolo. En el proceso de dominio del fuego, logramos crear el motor de combustión, primero con madera y carbón, más tarde con derivados del petróleo. Hasta la llegada a la era digital que estamos comenzando, el descubrimiento y uso masivo del motor de combustión ha sido la mayor revolución conocida por el hombre. Ferrocarriles, barcos, automóviles y maquinaria pesada pusieron en manos de los hombres los instrumentos necesarios para transformar la naturaleza y ponerla a su servicio, la producción masiva de bienes de producción y consumo y la multiplicación del comercio hasta cantidades inimaginables por quienes vivieron antes de la primera máquina de vapor.

La naturaleza lleva muchos años advirtiéndonos y ha dicho hasta aquí hemos llegado

Los motores y la pulsión primitiva de los seres humanos de dominar el mundo, hicieron que los países que contaban con esa tecnología pudiesen someter y explotar a los que carecían de ella, y a los hombres desaprensivos vivir a costa de los que tenían principios y creían que era mejor compartir que acumular, cooperar que dominar. Sin embargo, desde el principio se olvidó a la naturaleza. En su codicia indomable, irresponsable y cortoplacista, el hombre creyó que podía destruirlo todo, que podía destrozar selvas, bosques, montañas, ríos y mares, que podía envenenar el aire con millones de toneladas de gases irrespirables, que podía ensuciar los ríos y los mares, que podía, en fin, faltar el respeto de forma insolente y suicida al medio que le permitía vivir, crecer, progresar y buscar la felicidad, eso sí sólo a unos pocos, a los del Norte. Pero la Naturaleza, que no es ni mala ni buena pero tiene unos mecanismos de funcionamiento inexorables, que lleva muchos años advirtiéndonos, ha dicho hasta aquí hemos llegado, ni admite más motores de combustión, ni más gases tóxicos, ni más sobrexplotación, ni más acumulación de riquezas en pocas manos, ni más seres humanos. Hemos llegado al punto de no retorno si no somos capaces de poner todos los medios, toda la inteligencia y toda la imaginación en regresar al punto en el cual la Naturaleza vuelva a funcionar sin la influencia nociva de la acción humana.

Por lo que dicen los científicos que estudian el cambio climático que negaba el primo de Mariano Rajoy hace sólo unos meses, en diez años podemos haber llegado a un punto en el que la vida humana esté seriamente amenazada. Ante tal peligro existencial, todo el mundo sabe que no sirven las soluciones en un solo país, que la circulación atmosférica no es estanca y comunica todas las tierras y mares del planeta, de modo que se podría dejar de contaminar en Europa pero el planeta continuaría calentándose si en China y Estados Unidos siguen aumentando la producción de gases efecto invernadero. Urge por tanto un acuerdo a escala planetaria que ponga como primer objetivo la eliminación de esos gases en un plazo muy breve de tiempo porque después de décadas mirando para otro lado, tiempo es de lo que carecemos.

El cambio climático está aquí y sus consecuencias las vemos todos los días

Dicho esto, en España estamos sufriendo las consecuencias que decían tendrían lugar dentro de veinte años. El cambio climático está aquí y sus consecuencias las vemos todos los días. No existen las estaciones, hay nueve meses de verano, uno y medio de algo parecido al invierno y el resto de algo que no se sabe muy bien como llamarlo. Nuestros ríos llevan cada vez menos agua y las temperaturas cada año baten las disparatadas marcas que superaron el año anterior. Nuestros bosques arden con mirarlos y el proceso de desertificación que antes se circunscribía sólo al Sureste, ahora llega hasta la cornisa Cantábrica. Estamos en una situación de verdadero peligro para nuestra masa forestal, para el suministro de agua potable y agrícola, para el turismo, para la vida, y creo que ha llegado la hora ya de dejar de hacer demagogia y de esconder la cabeza: Si no llueve, hay que sacar el agua del mar y llevarla al interior, cueste lo que cueste, olvidando mientras no haya un cambio en otro sentido, los trasvases del interior a la periferia. Es menester y urgentísimo elaborar un plan estatal de forestación urbana que llene nuestras ciudades de árboles bien plantados y cuidados para que puedan seguir siendo habitables y hay que llenar los bosques de trabajadores que cuiden de ellos durante todo el año. El bosque tiene que estar vigilado las veinticuatro horas del día todos los días del año y si hace falta contratar a doscientas mil personas para ello y emplear al ejército, eso hay que hacer porque estamos en el camino de convertirnos en uno inmenso desierto desde los Pirineos hasta el cabo de Trafalgar. No hay tiempo de espera, no hay tiempo de comités ni de debates bizantinos, o cuidamos nuestra naturaleza con entusiasmo, diligencia y todos los medios humanos y técnicos posibles, o vamos a presenciar como uno de los países más bellos del mundo se transforma en pocos años en un gigantesco cenicero. No podemos dejar, hoy que sabemos tanto, que el fuego y los elementos vuelvan a dominarnos descontroladamente, que la Naturaleza nos saque tarjeta roja para siempre.

El fuego y la vida