sábado. 27.04.2024

“Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, se corea en La verbena de la Paloma desde finales del Siglo XIX.Hoy en día los adelantos científicos han alcanzado una velocidad meteórica como testimonia cuanto engloba la denominada genéricamente Inteligencia Artificial. En una sociedad paulatinamente más digitalizada los códigos que sesgan sus algoritmos resultan indescifrables para legos y el analfabetismo digital, en vez de menguar, va proliferando entre las generaciones más veteranas que no saben ponerse al día y se ven marginados de múltiples maneras junto a quienes cuentan con menos recursos económicos. Estamos ante una nueva desigualdad, la brecha digital, que se añade a las cada vez más extremas desigualdades tradicionales.

Cosas tan elementales como disponer del dinero de tu cuenta bancaria devienen una proeza que requiere mucho tiempo y esfuerzo para personas poco duchas en el manejo de ciertos dispositivos digitales. Pedir una cita médica tampoco es nada sencillo y hacer una reclamación de cualquier tipo se revela una tarea titánica, cuando no sencillamente imposible, al no haber nadie de carne y hueso al otro lado del auricular o la pantalla. Cada vez resulta más arduo realizar cualquier trámite por sencillo que parezca, dado que las correspondientes aplicaciones no responden o se colapsan. Una tecnología que debía simplificar la burocracia contribuye a darle tintes muy kafkianos y a convertir en una verdadera pesadilla la resolución de cuestiones harto triviales.

Estamos ante una nueva desigualdad, la brecha digital, que se añade a las cada vez más extremas desigualdades tradicionales

El impacto de la Inteligencia Artificial no puede calibrarse cabalmente a medio ni corto plazo, porque su evolución se acelera vertiginosamente y altera cualquier pronóstico en un tiempo record. Hasta hace nada no contábamos con ese ChatGPT cuyas prestaciones nos asombran e inquietan al mismo tiempo. Por supuesto no hay que demonizarlo a priori, pero sería sensato hacer lo contrario y convertirlo en un ídolo al que rendirle pleitesía. Como cualquier otra herramienta puede resultar tremendamente útil, siempre que la utilicemos prudencia. Un uso certero puede rentabilizarla como incentivo de nuestra creatividad, pero su abuso podría cercenar nuestra inventiva.

Recabar sugerencias para escribir un relato, entresacar ideas para componer una partitura o refinar datos para un dictamen médico pueden espolear nuestro discernimiento. Pero siempre cabe dejarse tentar por la cómoda ley del mínimo esfuerzo y pretender encontrarnos con el trabajo ya hecho. Esto propiciaría plagios y remedos indiscernibles que darían al traste con los originales, al remodelar artificiosamente nuestro acervo cultural. ¿Podrían competir artistas, cineastas o ensayistas con las ingeniosas combinaciones aportadas por ese sofisticado e infatigable cachivache? ¿Cómo competir con un artefacto capaz de componer partituras donde convivan Bach, Beethoven y Mozart en una equilibrada proporción o textos que podrían firmar simultáneamente Freud, Kant y Marx? Habrá que ir comprobándolo.

El impacto de la Inteligencia Artificial no puede calibrarse cabalmente a medio ni corto plazo, porque su evolución se acelera vertiginosamente

Sin embargo, el auténtico problema no es que la Inteligencia Artificial pueda suplantarnos en unas u otras tareas. La cuestión primordial es a quién se asemejará. ¿Tendrá un aire de familia con ese paradigma neoliberal representado por el homo oeconomicus o se parecerá más bien a su contrafigura, ese animal simbólico dotado de una empatía que nos caracteriza en cuanto especie humana? Se diría que tomar uno u otro derrotero dependerá del contexto sociopolítico cuyos datos procese y maneje.

Si la Inteligencia Artificial alimenta sus algoritmos inspirada por nuestras navegaciones en internet, percibirá una imagen muy sesgada por el descarnado sensacionalismo que nos vemos obligados a imprimir en las redes para conseguir mayores audiencias (tal como por otra parte hacen también los medios de comunicación escritos, audiovisuales o digitales). Tendemos a hacer públicos eslóganes impactantes y no dejamos espacio a lo que requiera la más mínima reflexividad. Por añadidura propendemos a olvidar con suma rapidez lo que suponía un escandalo mayúsculo la víspera y no retenemos nada que nos haga detenernos a meditar. Delegamos nuestra memoria e imaginación en ciertas aplicaciones y nos dejamos tutelar por quienes las manejan, pues resulta muy cómodo no tener que pensar o decidir, según señaló Kant.

Los renglones de la Inteligencia Artificial quedan pautados por su diseño primigenio, cuyo sesgo marcará una u otra hoja de ruta. Corremos el riesgo de que sean profundamente desiguales, cuando respondan a intereses muy determinados que sólo busquen optimizar la productividad y el beneficio a cualquier precio, segregando a la ciudadanía en dos castas bien diferenciadas, la del exitoso ganador y el despreciable perdedor, un papel imprescindible para que haya ganadores. Así lo marca la eugenesia economicista de un despiadado mercantilismo que beneficia únicamente a unos pocos privilegiados para quienes no existe precariedad alguna y viven alejados del mundanal ruido sin padecer sus convulsiones.

Estamos a tiempo de diseñar una Inteligencia Artificial que no escriba con inescrutables renglones torcidos y sea un instrumento al servicio del ser humano

Nos gusta creer que con la Inteligencia Artificial podremos resolver nuestros grandes problemas estructurales: hacer una sociedad más justa, revertir los estragos del cambio climático y alcanzar el sueño del pos-humanismo. Entendemos que una máquina dotada con un potencial extraordinario dará en ser más objetiva e infalible que nosotros. Pero en realidad lo que nos hace más humanos y agentes ético-políticos es precisamente nuestra fragilidad e imperfección. De ahí se deriva nuestra fecunda interdependencia y la reconfortante solidaridad. Equivocarnos y aprender de nuestros erroresnos permite no suscribir los intolerantes dogmatismos que castigan sin piedad al discrepante. Deberíamos procurar que la Inteligencia Artificial tuviera esas cualidades tan humanas regladas por una mirada ética y no verla como una nueva deidad que bien pudiera despreciar a su torpe creador al encontrarlo tan incompetente como falible.

Nuestra convivencia se fundamenta en el criterio ético de que, al buscar nuestro interés, dañemos en la menor medida posible a los demás. Nuestra libertad tiene como límite las libertades ajenas, mal que le pese a la doctrina ultra-neoliberal, cuya pretensión es ampliar unas libertades individuales en detrimento de otras. Cuando no se armoniza esa coexistencia de intereses diversos el creciente malestar social propicia indeseables revoluciones políticas, cuando la situación se hace insostenible para una inmensa mayoría. Estamos a tiempo de diseñar una Inteligencia Artificial que no escriba con inescrutables renglones torcidos y sea un instrumento al servicio del ser humano en lugar de lo contrario. 

Recientemente la XXI Semana de Ética y Filosofía Política ha congregado a expertos europeos e iberoamericanos con el tema Ética, Democracia e Inteligencia Artificial. Sus debates y coloquios han testimoniado que los filósofos morales tienen mucho que decir sobre los impactos cotidianos de la Inteligencia Artificial.

Los renglones torcidos de la Inteligencia Artificial