jueves. 28.03.2024
pobreza
 

En una céntrica calle de un barrio pijo de Madrid había una puerta grande y pegado a ella un hombre sentado con un abrigo sobre los pies y un sombrero boca arriba. Era un pobre, de esos pobres que los ricos desprecian y necesitan a la vez. Los odian porque consideran que son algo sucio, degradado y feo que ofende a la vista, pero también los necesitan porque con ellos, de vez en cuando, pueden practicar la caridad cristiana, un día que les pilla bien o al salir de misa, antes del vermú o de vuelta al hogar con los pastelitos de domingo. Ese día el pobre -fue hace muchos años- se había quitado de encima a un perro enano lleno de lacitos que había levantado la pierna para mearse en él. La señora, muy enojada, llamó a los municipales para que solucionasen el problema. El problema no era que hubiese un hombre pobre que dependía de la limosna para comprar su ración de vino, el problema era que el pobre había faltado el respeto a su chucho y creaba inseguridad en su portal y en el barrio. La policía municipal animó al mendigo a levantarse, se lo llevó del portal y ahí se acabó lo que conozco de la historia.

Vi aquello como una monstruosidad, sobre todo al comprobar como la señora expresaba gran satisfacción al ver cumplida su demanda mientras sostenía al perrito en sus brazos entre caricias y besos. Amo a los animales, especialmente a los perros, pero también a las personas. Esa gente, ni siquiera ama a los animales -sólo a lo que simbolizan-, mucho menos a las personas, se aman a sí mismas y nada más. Pues bien, aquel episodio que se quedó grabado en mi reducido cerebro de veinte años por su significado brutal, era entonces anecdótico o eso me parecía a mí, de hecho no volví a ver nada parecido. Empero, conforme el espíritu pijo, insolidario, indolente y caníbal ha ido ganando terreno a la razón, al humanismo y a la fraternidad, se ha extendido como una mancha de petróleo en el mar.

Hace unos días René Robert, fotógrafo del flamenco, de la danza, de la belleza del que apenas sabía que eran suyas unas magníficas fotografías de Camarón, Paco de Lucía o Antonio Gades, decidió dar un paseo después de cenar en un céntrico restaurante de París. Eran las ocho y media de la tarde. Caminaba lenta, sosegadamente en una noche fría, como hacía muchas noches antes de regresar a casa. Viejo, un poco encorvado, observando todo lo que París le ofrecía, olvidó mirar a la tierra y tropezó. Quedó extendido en el suelo, entre el abrigo, el sombrero y la bufanda, sin sentido, pero vivo. Pasaron las horas, pasó la gente, mucha gente, cada cual de su padre y de su madre, unos alegres, la mayoría pendientes de ese cáncer que llamamos móvil pero que sólo produce inmovilismo, otros pensando que a la noche le quedaban todavía muchos misterios. René continuó sobre la acera, inmóvil, suspendida la vida, como un mendigo más, invisible, ignorado, omitido, como una papelera, una farola o un adoquín. Sobre las seis de la mañana, un pobre se acercó a él, lo tocó y le preguntó. Al comprobar que ni contestaba ni se movía, buscó a un gendarme. René fue trasladado al hospital, todavía vivo pero con los signos de la muerte en su cara. Murió.

En este caso ha sido una persona conocida, pero ese tristísimo suceso se repite muy a menudo en las grandes ciudades de todo el mundo. La prisa, el ensimismamiento, el egoísmo, el desdén hacia la vida de los demás, a los problemas de los otros, la creencia cada vez más extendida de que uno sólo debe prestar atención a lo que a uno le sucede, la incapacidad creciente para cultivar las cualidades solidarias que diferencian a los seres humanos de otras especies, el control que ejercen las redes sociales sobre nuestro comportamiento, la desidia y la indolencia están fabricando una sociedad de bestias incapaces siquiera de hacer lo que los elefantes hacen con los suyos, prestar auxilio al que lo necesita, sentir angustia al ver sufrir a otros, rabia al contemplar cómo hay quien gasta millones de euros en comprar el primer twit de la historia, dolor ante la muerte de un semejante. En este caso, sólo habría bastado con llamar a urgencias desde cualquier celular de los miles que pasarían al lado del hombre que moría de frío en el centro de una de las ciudades más hermosas del mundo, de la cuna de la revolución y la democracia. Unos segundos, indicar el lugar y largarse a comer pizza, a bailar o a tomar por culo, porque pedir algo, intentar reanimar al caído, darle calor, hablarle habría sido una proeza, un sacrificio para el que la mayoría de los viandantes no estaba preparado.

No sólo las redes sociales, también el cine de alto consumo, la televisión basura, los periodistas bandidos, todos, más quienes disfrutan de los beneficios que depara la sociedad caníbal, están contribuyendo a conformar un tipo de persona tan despreciable que ni siquiera se altera por una amenaza de guerra inventada o real, que se descompone por un arbitraje futbolístico, que se desespera si no le va el guasap, que gruñe si oye hablar a quienes saben de qué hablan y goza cuando un ignorante grita soflamas en la esquina o en la barra del bar. Son tipos muy parecidos a los que siguieron a Hitler sin rechistar, a los que alabaron a Franco y se sometieron sin decir una palabra que no fuese de elogio, incompatibles con la empatía, con la dignidad, con la ética mínima exigible para formar parte del género humano.

Somos ya como esas personas que acuden a ver cómo ejecutan a un reo en la silla eléctrica y se quedan tan panchos

Se habla de una guerra futura contra Rusia o China, pero no de las presentes como la de Arabia contra Yemen, como la de Qatar contra las mujeres y los migrantes que mueren por cientos para construir los campos de fútbol del próximo mundial. Hay quien busca guerras más grandes. El amigo americano que ve peligrar su hegemonía la prepara como siempre a base de embustes y medias verdades. Nunca le dolió el dolor de los pobres, ni de los otros. Y es ahí donde está la clave de la sociedad indolente incapaz tanto de rebelarse contra la guerra o la explotación como de asistir a una persona inconsciente en mitad de la calle. Las redes sociales, los medios domésticos han conseguido socializar el modo de vida y de ser del norteamericano medio, despojando a Europa de sus verdaderas señas de identidad. Muchos temen a los migrantes por eso, porque terminarán imponiendo su cultura, dicen, pero no se dan cuenta de que sus costumbres, su cultura, su ser ha sido transformado ya por las redes y medios del capitalismo yanqui, insensible a cualquier forma de  solidaridad que no sea la guerra o la muerte. Somos ya como esas personas que acuden a ver cómo ejecutan a un reo en la silla eléctrica y se quedan tan panchos.

Europa ha causado mucho mal en el mundo, pero también ha sido la cuna del humanismo y la democracia, de la filosofía y del arte más bello jamás creado. Sigue teniendo opciones de regeneración: Regresar a sus raíces más cultas y solidarias, distanciarse del darwinismo social que sigue dominando la política imperial de Estados Unidos y cambiar los modelos educativos para crear seres humanos conscientes en vez de miserables preocupados únicamente por lo que gira alrededor de su ombligo. La muerte de René Robert es una señal de alarma que traspasa todos los límites, del mismo modo que también lo son la permisividad con la extrema derecha y el seguidismo espeluznante del insaciable belicismo yanqui.

René Robert y el suicidio de la sociedad indolente