viernes. 29.03.2024
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“El peligro radica en que nuestro poder para dañar o destruir el medio ambiente o a nuestros pares, aumenta a mucha mayor velocidad que nuestra sabiduría en el uso de ese poder”.

Stephen Hawking


Es evidente que todos los cambios sociales, económicos, culturales o tecnológicos dejan huella en las sociedades que viven su nacimiento y desarrollo. Imaginemos a aquellos que emigraron del campo a la ciudad buscando una vida mejor y cuando creían que trabajar catorce horas al día por un sueldo miserable era mejor que lo que tenían antes, aparece la hiladora Jenny y deja a miles de ellos en el paro. O cuando el ferrocarril desplazó a quienes hacían portes en diminutos vehículos de tracción animal, o cuando el maldito y venenoso plástico condenó a muerte a miles de talleres y fábricas siderúrgicas para llenar el mundo de mierda.

No creo que nadie dude de que estamos asistiendo a una de las mayores transformaciones tecnológicas de la vida del hombre. No sé si mayor o menor que las habidas hasta hoy, pero desde luego radical e imparable. Otra cosa es si beneficia o no al bienestar humano. ¿Mejoran nuestras vidas facebook, twiter, Instagram o tiktok? ¿Es mejor que te atienda un bot que una persona a la que puedas mirar a la cara? Pienso que estamos empezando, que queda todavía mucho por ver, casi todo, pero que lo visto hasta ahora más que beneficios genera perjuicios tanto en el servicio prestado como en las relaciones interpersonales, cada vez más frías y conflictivas.

Acabo de terminar una sesión maratoniana para cambiar de operador telefónico. Comencé a las nueve de la mañana y concluí la descabellada empresa tres horas más tarde, aunque todavía siguen enviándome mensajes. He hablado con dos o tres personas que podían ser de una de las compañías o de la NASA porque yo no tengo modo de verificar con quien hablo, pero sobre todo he hablado con robot que repiten lo mismo y cuando no saben que decir me ponen una musiquita interminable. Me transfieren, me mantienen a la escucha, me amenazan con sanciones si me cabreo, graban la conversación por mi seguridad, en fin, algo que a mi en nada me aprovecha y que supongo que tampoco al telefonista que tiene que aguantar un sueldo mínimo y, muchas veces, los improperios e imprecaciones del cliente, al que se trata como a un despojo. Al terminar la operación he sentido ganas de matar, de salir a la calle y, de tener rifle, disparar, pero no soy un asesino, ni siquiera un proyecto de tal, y tampoco sabría hacia quien dirigir las balas porque ni conozco a mi interlocutora telefónica -que no tiene culpa de nada- ni a los dueños de las empresas que tal aflicción me causan. Opto por sentarme, tomar aire, respirar despacio y decirle a quienes conviven conmigo que no me hablen durante un buen rato, hasta que los niveles de veneno bajen a un nivel soportable. Al final no sé que pasará, ni si estoy en la empresa previa o en la posterior, es un periodo de incertidumbre que me trasciende. Soy casi un analfabeto digital, pero me manejo con las herramientas básicas. Imagino el calvario por el que estarán pasando millones de personas que jamás en su vida han tocado un ordenador ni maldita la gana que tienen: Les están convirtiendo la vida en un infierno, en una terrible pesadilla cada vez que tienen que verificar si han recibido la pensión de setecientos euros o el sueldo del contrato por cuatro horas que en verdad son doce trabajadas. Una locura, un desatino, una vuelta de tuerca más para hacernos la vida un poquito más difícil, más desagradable, más inhumana.

La digitalización me permite hacer una transferencia bancaria mientras que al banco le posibilita, con mi colaboración, despedir al que antes la hacía a cambio de un sueldo

Como dicen los tertulianos de aquí y acullá, la revolución digital ha venido para quedarse y no hay vuelta atrás. Casi todos los descubrimientos e invenciones del hombre terminan por implantarse y extenderse a todo el planeta, aunque hay ejemplos en los que se ha dado marcha atrás como la energía nuclear que de pasar a ser la panacea, ha sido relegada por los grandísimos riesgos que su explotación depara. La economía digital es un hecho, pero de momento un hecho dramático que nos vende como beneficiosas cosas que sólo sirven para crear malestar, destruir empleo y traspasarlo al usuario o consumidor de forma gratuita. Hoy muchos de nosotros invertimos tiempo no remunerado en trabajar para el banco haciendo operaciones que antes hacían quienes allí trabajaban y cobraban; para las compañías energéticas que han desafiado al Estado y que tan bien nos tratan con su insultante derecho de pernada, para las aseguradoras, constructoras, las que administran fincas o las que manejan aparatos que vuelan y nos prometen unas vacaciones estupendas. Somos mano de obra esclava, gratuita, esquirola que está propiciando que miles y miles de familias se queden sin los ingresos que necesitan para vivir y desarrollarse. La digitalización me permite hacer una transferencia bancaria mientras que al banco le posibilita, con mi colaboración, despedir al que antes la hacía a cambio de un sueldo. ¿Qué gano yo? No gano nada, que lo puedo hacer desde casa, dicen. Pero es que estoy hasta los cojones de estar en mi casa cuando ellos quieren, de ver series que fabrican como churros para que siga en casa contemplando como moldean mi cerebro, mi corazón, mi alma, mis sentimientos como si fuese un trozo de arcilla informe cuya única razón de ser es pagar y trabajar gratis para destrozar la vida a otros ciudadanos que ya no tienen trabajo pero siguen colaborando con la economía digital porque es lo que hay.

Supongo, quiero imaginar, que todo este desbarajuste global del que sólo sacan rédito los más afortunados y ricos, tendrá que ser encauzado alguna vez, que se establecerán normas que al menos no nos hagan sentir como gilipollas, que se legislará y se meterá en cintura a los grandes monopolios digitales para que esa nueva forma de vida nos depare alguna satisfacción como la disminución de la jornada laboral, que los fondos que vendrán de la Unión Europea no sólo servirán para digitalizarlo todo, sino que también se utilizarán para poner la digitalización al servicio de la sociedad y del individuo. En  otro caso, nos dirigimos al mundo feliz de Huxley o al Gran Hermano de Orwell, todos vigilados desde arriba, todos felices por pillar un ataque de nervios por trabajar gratuitamente para un banco o una telefónica y dejar sin trabajo a quien antes lo tenía, que perfectamente podría ser nuestro hijo o nuestro padre.

Síndrome de alienación digital