martes. 30.04.2024
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La obra maestra del simulacro en el mundo actual es la sociedad de consumo, ese castillo de naipes que ofrece la satisfacción total de nuestras necesidades, conocidas o desconocidas. Nunca llega a hacerlo, pero alimenta la esperanza de que, con más esfuerzo, avistaremos la Tierra Prometida. La base de su éxito es la proposición de colmarnos, mientras nos mantiene perpetuamente frustrados. Posee el secreto de la seducción más completa. Una economía construida sobre el dispendio solo puede seguir en pie mediante una estrategia de las apariencias que consiga que el deseo no quede saciado, que no se alcance la plenitud. Productos promocionados como la panacea universal, el bálsamo de Fierabrás capaz de librarnos de todo mal, pasan en meses, si no en semanas, a ser vituperados, devaluados o, lo que es aún peor en la sociedad del espectáculo, ignorados.

El consumismo es […] una economía de engaño, exceso y desperdicio. Pero el engaño, el exceso y el desperdicio no son síntomas de su mal funcionamiento, sino garantía de su salud y el único régimen bajo el que se puede asegurar la supervivencia de una sociedad de consumidores (Bauman: Vida líquida).

Se trata de que el intervalo entre la llegada del artefacto al escaparate y su aterrizaje en el vertedero sea lo más corto posible. Cuando hablamos de obsolescencia programada, no deberíamos referirnos solamente al aspecto técnico. Desde los zapatos a los coches o los electrodomésticos, son elaborados para una duración determinada, y a partir de ahí es preciso sustituirlos por otros similares. Pero aún más temible es la obsolescencia emocional programada, que transforma lo que nos parece la cumbre de toda buena fortuna, en apenas un suspiro, en objeto de desencanto. Esta es la razón por la cual los mismos que hicieron cola durante días para conseguir los primeros modelos iPhone se afanan pocos meses después en comprar los nuevos iPhone n+1.

Uno de los ases en la manga del consumismo es lograr que quienes, en la sociedad industrial, eran productores y en cierto modo actores sociales secundarios, aparezcan de repente revestidos de un estatus de personas muy relevantes, bajo la máscara y el disfraz de clientes. Todos a gastar, quien en Louis Vuitton, quien en el Corte Inglés, quien en el bazar chino de la esquina. Se define a veces a las grandes superficies y los macrocentros comerciales como catedrales o templos del consumo, y algo tienen de espacio ceremonial, lugar de procesiones y peregrinaciones a lo largo de un calendario cíclico o estacional, donde periódicamente se repiten ritos que van de la guerra santa de las rebajas al gigantesco potlatch de las Navidades.

El mecanismo opera como una religión, desempeñando funciones explicativas e interpretativas. Si no llega a la pretensión de dilucidar de dónde venimos o adónde vamos –o quizás sí–, se propone dar respuesta a la pregunta sobre el sentido de la vida. Para este credo, la meta sería la persecución incesante de la felicidad –en este mundo– a través del gasto más conspicuo y ostensible posible, e incluso más allá. Lo realmente importante de la adquisición compulsiva no es procurarse cosas, bienes o servicios, ni siquiera atesorarlos. Lo decisivo es la capacidad de decir «puedo permitírmelo». Es la verdadera prueba de vida, el precio de la existencia del creyente en la sociedad de consumo.

Naturalmente, esto no es gratis. Ahí entra en acción una segunda función de cualquier religión: la exhortativa. Para merecer la redención, la salvación, el Nirvana o lo que quiera que sea, se ha de cumplir una serie de reglas, amoldarse al orden vigente, encontrar su sitio en la vida y por supuesto ganársela. Las veleidades de vivir de otra manera deben ser sepultadas bajo la losa del principio de realidad. El que se mueva no sale en la foto. El Cielo –del Consumo– hay que ganárselo –con conformismo–. En la versión original del mito, los inquilinos del Edén son expulsados por querer ser más de aquello a lo que estaban destinados. En el Paraíso tardocapitalista, los excluidos son los muchos que no pueden y los pocos que no quieren pasar su vida corriendo tras el deseo de ser más, de tener más y mejor, pero sobre todo de comprar más y mejor.

La verdadera adicción que crea esta sociedad no es la de acumular cosas. El placer está en pagarlas, no en tenerlas

Nunca se insistirá bastante en que la verdadera adicción que crea esta sociedad no es la de acumular cosas. El placer está en pagarlas, no en tenerlas. Este afán es insaciable e incurable. Condenado por su propia naturaleza a la emulación continuada, anhela sobrepasar las metas ya alcanzadas. Aparecen la admiración y la envidia hacia los que consiguen aquello que al común de los mortales le está vedado. Es el efecto jardín del vecino, siempre más verde, soleado, fértil y agradable que el nuestro pese a que, sin duda alguna, él no se lo merece. En el horizonte del comprador compulsivo brilla el espejismo del lujo y la ostentación, aun cuando tenga que ajustarse a lo que puede gastar. Buena parte de la población valora el acceso a la opulencia y el despilfarro, independientemente de su origen, como lo mejor que podría sucederles. Esto pone de manifiesto graves carencias de profundidad intelectual y de solidez moral. «La inclinación al lujo va al fondo de un hombre: revela que lo superfluo y desmedido es el agua en el que su alma prefiere nadar» (Nietzsche: Aurora). El hedonismo barato transforma a las personas en seres superficiales y, a la postre, pasivos y sumisos.

Un tercer cometido de la religión es la función consoladora. También en eso, el consumo bebe de esta fuente. Estar permanentemente ocupado en futilidades no aleja, pero sí disimula la angustia. No queda tiempo para dedicar a pesares como la vejez, la enfermedad o la muerte. Se pretende que viviendo al máximo, o sea comprando al máximo, esas vicisitudes se conviertan en meros accidentes del camino. Otra cuestión es que esa promesa de verdadera vida resulte diluida en una sucesión de momentos de supervivencia. Este mundo se muestra idealmente como una estructura laica de redención y salvación. En realidad, sería la perfecta imagen de las tres marcas negativas que el budismo asocia a la existencia –anitya 'transitoriedad', anatma 'ausencia de un yo sólido' y dukkha 'insatisfacción'–. El consumo es el ámbito de lo cuantitativo, y por consiguiente de lo repetido, lo numerable, lo idéntico a sí mismo. Lo cualitativo, lo singular, lo irrepetible cae fuera de su órbita, por muchas experiencias inigualables y toques de distinción que ofrezca. La búsqueda a cualquier precio de la diferencia, de la originalidad, es la manera más eficiente que tiene el consumismo de lograr que los ciudadanos se aproximen asintóticamente a la homogeneidad.

Ahí juega un gran papel la publicidad o, lo que la califica mejor, la propaganda, lenguaje de ese imperio, que funciona como máquina de condicionamiento, tecnología de domesticación. Esto no es un descubrimiento reciente. Se sabe desde hace tiempo. «La producción no produce […] únicamente el objeto del consumo, sino también el modo de consumo, o sea que produce objetiva y subjetivamente; la producción crea pues los consumidores» (Marx: Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política). En la sociedad del capitalismo tardío, en lugar de producir nuevos bienes para nuevas necesidades, se suscitan nuevas necesidades adaptadas a los consumibles producidos. Se venden estereotipos que sirven de modelo y meta durante un corto periodo y acaban pasados de moda, destinados al basurero.

La vorágine consumista ha llegado a tal grado de demencia que la actitud de los raros a los que la acumulación no les llama la atención es vista como desvarío mental

La identificación con la marca es central, el logo otorga identidad. Los propios mensajes lo hacen notar constantemente. Se es de Coca o de Pepsi, de Orange o de Movistar, igual que se es del Madrid o del Barça y, lamentablemente, de este o aquel partido. El arquetipo de fidelización del cliente, el sueño de los publicitarios y de quienes les pagan es el hooligan. La vorágine consumista ha llegado a tal grado de demencia que la actitud de los raros a los que la acumulación no les llama la atención es vista como desvarío mental. En La obsolescencia del hombre, Günther Anders cuenta que, ya en los años 40, conoció a una estudiante que fue obligada a seguir un tratamiento psicoanalítico por negarse a que su madre le comprara vestidos. «Se la clasificó no solo como stubborn, sino como poorly adapted (1)». Esta anécdota es reveladora del perverso funcionamiento de la sociedad tardocapitalista y su superestructura ideológica.

El mundo del consumo promociona idealmente a cada uno como centro absoluto. Todo está preparado para asegurar el confort, el disfrute y la felicidad de, por ejemplo, tú. El cebo ideológico cumple a las mil maravillas el cometido que le encomienda la economía neoliberal. Se trata de establecer el colectivo de sujetos aislados como modelo deseable, el único posible, de agrupación humana. Para los creyentes de ese dogma la sociedad no existe, solo los individuos, según en su día declaró Thatcher. Esto se traduce en una comunidad constituida por piezas intercambiables, de la cual se excluye rigurosamente cualquier disonancia.

A ese conjunto de elementos movidos por idénticos intereses, emociones y metas, se le denomina sociedad de masas. Pero se adapta mejor a la expresión de masa, ya que se comporta como una pasta blanda y maleable, modelable a voluntad por el chef. El objetivo es impedir el resquebrajamiento del cuerpo social en grupos con móviles contrapuestos. La tarea básica de abolición de las clases fue culminada con éxito hace tiempo. No es que hayan desaparecido en cuanto realidad socioeconómica; se han evaporado como concepto. La universalización de las capas medias jamás ha podido materializarse en la práctica, aunque sí en lo ideológico. Hoy incluso tenemos cada dos por tres en danza a esas clases medias trabajadoras tan celebradas por los cerebros de Ciudadanos. Ya que estamos metidos en harina, sigamos con el teatro, pero con el de verdad, el bueno.

Nunca habéis de fiaros
de los que os den golpecitos amistosos en la espalda
y dicen que en el fondo ya no hay diferencias
y que ya no merece la pena hablar de ello
o pelearse por tan poco
porque entonces es que han llegado al colmo de su poder

(Weiss: Marat-Sade).


(1) 'Cabezota', 'inadaptada'.

Redención