viernes. 19.04.2024

Con un desconsolado titubeo, pero al mismo tiempo con un modesto y recurrente convencimiento, tengo que ponderar el soplo que en la Naturaleza se gestó para llegar a algo tan inmaterial como es el pensamiento.

Me encuentro por un lado obligado a creer que en él tuvo que haber un algo de divino (un algo que instintivamente deseo que sea cierto), mientras por otro, siento como que tengo que ser honesto con mi propia capacidad de raciocinio, y basándome en ella, hacerle frente al reconocimiento de que la existencia y la idealización de ese deseo no son más que el efecto de lo que aquél era su causa; que la naturaleza de todo lo existente no necesita ningún aditamento para ser y seguir siendo lo que es, o más bien, lo que tenga que ser. Y que ella es en sí misma ese soplo.

Cuando en nuestra sociedad reclamamos como natural el derecho a poseer (es decir, nuestro derecho a la propiedad privada), estamos demandando algo más que el derecho a su uso

Pero es que a fuer de ser conscientes de nuestras propias potencialidades...; de que la diferencia básica que separa al hombre del resto de los animales se halla en nuestra competencia para reflexionar...; de que con ella hemos logrado establecer una diferenciación entre lo que constituye nuestro propio ser y lo que nos rodea...; de que es sólo por medio de esa separación como podemos vernos a nosotros mismos, ver lo demás y establecer las diferencias sobre las que forjar una estructura de valoraciones...; de que si es a través de la misma como nos es posible llegar a evaluar la bondad o la maldad que hay en las cosas (y por extensión, la bondad o la maldad que solemos imprimir a nuestros actos), ¿cómo es que con la reflexión no hemos llegado a elaborar un modelo de comportamiento que esté más de acuerdo con esas facultades y potencialidades que supuestamente tendrían que estar avalándonos?

Si los animales no pueden valorar es porque forman parte de las cosas; porque son incapaces de valorar su representatividad de una forma consciente; porque al no advertir la existencia de los vínculos que los están condicionando, difícilmente pueden sentir la necesidad de asumirlos o impugnarlos.

Pero es que si nosotros -independientemente de la potencialidad instintiva que podemos sentir hacia lo que nos puede proporcionar placer o la satisfacción de una necesidad biológica-, con nuestra capacidad de reflexión podemos ver las cosas como algo diferente de nosotros mismos, al tomarles medida y valorarlas, estamos intentando incorporar a nuestro propio ser algo que no es incorporable. Es decir, cuando los hombres evaluamos una cosa, en nuestra reflexión, “extrañamos” [1] lo externo y (en función de nuestras dependencias instintivas), pretendemos resolverlo considerándola como algo fusionable.

Entiendo que la actividad racional del individuo se mueve por la identificación que en él suscita lo que puede ser aprehendido. Sin embargo, esta racionalización, al pretender trascender en el tiempo, incorpora al proceso un componente que perturbando la interinidad que debiéramos asociar a dicha identificación, va más allá de lo que ésta debería estar representando. Se está ejerciendo sobre ella una injerencia de naturaleza posesiva.

A mi entender, de la misma manera que somos capaces de considerar un bien y, reflexivamente pretender resolver su bondad “anexionándonoslo”, es dable conseguir que esa concienciación que nos identifica con el mismo, podemos despejarla, si su representatividad en el espacio y en el tiempo la sabemos encauzar de forma que en sus efectos desempeñe una influencia exclusivamente temporal.

Cuando en nuestra sociedad reclamamos como natural el derecho a poseer (es decir, nuestro derecho a la propiedad privada), estamos demandando algo más que el derecho a su uso. Estamos intentando conseguir una substantividad que en función de lo que para nosotros cognitivamente representa el tiempo trasciende a dicho uso. Con lo cual personifica una consecución que al no poder ser incorporada a nuestro ser, va más allá de nuestro natural derecho a considerarla como algo posesible.

Nosotros debemos entender que de una forma biológica y hasta psicológica, dependemos de nuestro mundo exterior y que por tanto, necesitamos satisfacer nuestras carencias en las singularidades que para repararlas podemos encontrar en lo que nos rodea. Sin embargo, tenemos que advertir que lo que nosotros tendríamos que demandar de ese mundo exterior, debería ser la cumplimentación de un gozo o la satisfacción de una necesidad; que cuando pretendemos materializar el disfrute de la mayor parte de nuestras demandas, estamos asumiendo lo idealizado con la materialización de aquello que lo satisficiera; cuando una idealización nunca puede ser las cosas en sí mismas.

Lo que nosotros generalmente demandamos no es la complacencia inmediata que en ellas podamos encontrar; lo que invariablemente pretendemos, es que esas cosas sigan estando ahí, para que podamos seguir potencialmente disfrutándolas; que a diferencia de la desvinculación que concurre entre el animal y aquello que como resultado de su acaparación lo difiere en el tiempo, el hombre, a través de proyectar ese posesionamiento como el producto de una idealización, no se desvincula de aquello que se lo proporciona; con lo cual está proyectando en el tiempo tanto ésta como la cosa idealizada; es decir, hace uso de su capacidad de idealizar para que con su producto utilizar a los demás.

Aunque aparentemente el ejercicio de esta proyección constituye una razón con la que supuestamente asegura lo que hubiera de ser su futuro, debido a que tiene que consumarla a través de un acaparamiento que origina una inseguridad, al estar enfrentándose con el resto de la sociedad, racionalmente no llega a entender que ésta no es la manera más idónea de conseguir los fines que con su identificación con la cosa poseída hubiera pretendido lograr.

En nuestra sociedad reclamamos como natural el derecho a poseer