domingo. 28.04.2024
escultura_tristeza

Me he puesto una sonrisa tenue de atardecida. He guardado las heridas, los labios, las injurias. Le he encendido una vela a la humedad de mi cuerpo. Me he llamado con todo mi peso. Me he escondido en los parajes abrasados de mis silencios. Me he contado las veces que el corazón me ha aporreado el pecho exigiéndose estar fuera y ser un pedrusco arrojadizo. Y he contado las veces que lo he acariciado entre la maternidad y la mentira. Me he acurrucado en los parajes helados de las frases muertas y me he escuchado la corriente de gritos y golpes que me lleva. Le he vuelto a encender otra vela a la humedad de mi cuerpo, me he prometido colonizarme y antes de irme a dormir me he repetido: cuánto me quiero.

Las otras mujeres, felices y seguras, nunca se han arrojado por el abismo santificado de la ensoñación. Al llegar abajo el desamparo se aplasta contra corazones a los que les cuelgan genitales y un miedo homicida que olfatea los nombres femeninos que terminan siendo una cifra. La democracia actual está saturada de estadísticas y desprovista de latidos. La humanidad de hoy día está llena de números y códigos (esclavizantes) y despojada de humanidades (liberadoras).

Hay legislación, hay pancarta, hay puesta en escena, hay indignación y merchandising ideológico; pero sobran portavocías de la causa y faltan voces atronadoras desde las entrañas insondables del sufrimiento que inunden los discursos oficiales y calculados. El morado no es un color simbólico ni un día triste de noviembre, es la tiniebla perpetua del rostro.

El bombardeo mediático se alía con la muerte y el sentimentalismo, y la mercancía informativa y política se entremezclan y soterran el dolor (de raíz) y la ética (sin sesgos) que no sirven como carburantes humanos que hagan rodar al mundo en paz, porque el mundo es un bólido a toda pastilla hacia la injusticia que no carbura con hombres y mujeres.

Me he puesto carmín de anochecida y un relente de estreno alrededor del cuello como repelente de víctimas. Las madrugadas tienen un sabor rancio a hiel y laceración. He buscado mi alegría y mi persona, como la Soledad Montoya lorquiana. Pero hay un alfabeto de la desdicha que te obligan a aprender desde pequeña y no hay ninguna ley ni ningún principio solidario que puedan suprimirlo.

Mujer maltratada