viernes. 26.04.2024
pandemia

“A los lectores de hoy, la borgiana Biblioteca de Babel nos fascina como alegoría profética del mundo virtual, de la desmesura de internet, de esa gigantesca red de informaciones y textos, filtrada por los algoritmos de los buscadores, donde nos extraviamos como fantasmas en un laberinto” (Irene Vallejo, El universo en un junco)


El impacto social de COVID-19 persiste pese a que pretendamos darle la espalda. Hay aspectos positivos en la manera cómo hemos afrontado esa crisis global, pero el balance de conjunto deja mucho que desear. De poco sirve vacunar con tres dosis en algunos países, cuando el virus muta en otros donde no llega la vacuna. Ciertos intereses imponen sus reglas de juego, aunque literalmente nos vaya la vida en ello. Tampoco es para sorprenderse demasiado. Pues los ecos de la pandemia sanitaria se limitan a reverberar otras pandemias desatendidas.

Mientras el consumismo esquilma los recursos planetarios, una miseria generalizada brinda un escalofriante contrapunto. La extrema desigualdad se asume como si fuese algo inevitable. Olvidamos que nuestro progreso evolutivo en cuanto especie se debe a las ventajas reportadas por el altruismo y las actitudes colaborativas. Parece primar una malsana insolidaridad para con los calificados despectivamente como “perdedores”. Desde cierta mentalidad sólo cuenta el salirse con la suya sin miramientos.

Los populismos fomentan una polarización que convierte a la política en mera propaganda. El diálogo queda suplantado por las ingeniosidades de un mensaje tan banal como contradictorio e incoherente. Se vehiculan naderías que convierten a los bulos en algo verosímil, al imponerse por simple machaconería sobre lo cabalmente constatado. Las anécdotas acaparan los focos y nos hacen obviar lo crucial. Estas maniobras de distracción tienen asegurado su éxito, al interpelar sin escrúpulos a nuestras pasiones y dar pábulo a los prejuicios más ancestrales. Nada nuevo bajo el sol, salvo la pasmosa facilidad con que se transmite tamaña desinformación.

En el Siglo XVIII los filósofos ilustrados creían vital acceder al conocimiento, pero aún les parecía más primordial saber cribar la información. Este adiestramiento lo perdemos con el falso culto tributado a las humanidades en general y a la filosofía moral en particular. Se invoca continuamente a la ética, cual mantra cuya mera invocación sirviera para solucionarlo todo. De ahí que proliferen códigos éticos y manuales de buenas prácticas, cuando en realidad no compite con la coerción jurídica, porque su papel es permear nuestras costumbres y forjar un talante moral.

Aunque las bibliotecas continúan existiendo, se frecuentan menos que cuanto está colgado en línea. Si se diera el temido Gran Apagón, el incendio que arrasó la Biblioteca de Alejandría se vería superado con creces. Paralelamente, quienes inventan los dispositivos de última generación deciden dejarlos fuera del ámbito familiar, recurriendo a las pizarras para potenciar  la memoria e imaginación de sus vástagos.

La inabarcable fronda de datos a nuestro alcance nos deja perplejos, tentándonos a buscar tutores que nos ahorren descifrar complejas claves interpretativas. Por la ley del mínimo esfuerzo gustamos de recurrir a Google o Wikipedia para realizar cualquier consulta. Y quienes ejercen mayor influencia social cosechan millones de seguidores mediante Twitter o Youtube. Lo malo es que sus adeptos reciben las consignas como si se tratara de dogmas indiscutibles a observar ciegamente.

Estos oráculos digitales formatean el imaginario colectivo y expanden una infodemia que hace virales pareceres nada contrastados, eclipsando cuanto requiere más tiempo para ser difundido y asimilado. La desinformación bombardea nuestras neuronas con estratagemas que logran escorar los resultados de las urnas democráticas y hacen proliferar los negacionismos en función de intereses poco propensos a la deliberación, al apostarse por beneficios cortoplacistas que desatienden cualquier otra consideración.

Ciencia, ética y filosofía, sin renunciar a seguir nutriendo las bibliotecas, no pueden ignorar el giro icónico que las nuevas tecnologías han impreso a nuestros canales culturales. Conviene que sus hallazgos y reflexiones circulen por internet para dilatar su audiencia. Con el fin de contribuir a esa transferencia del conocimiento, el Instituto de Filosofía del CSIC ha impulsado un Diccionario Filosófico Audiovisual. Esta iniciativa se gestó al socaire del primer confinamiento de la pandemia y el reto de afrontar los desafíos que planteaba.

Su voces abordan cuestiones como el paternalismo y la pobreza, junto a otras como los cambios urbanísticos o la vejez. Algunas, como soledad o ética, han tenido su pendant en la plataforma digital The Conversation, cuyos artículos pueden replicarse y permiten varios niveles de lectura gracias a sus hipervínculos. Este Diccionario es un proyecto abierto que admite colaboraciones desde los más diversos campos. Basta con formular una propuesta que será estudiada por sus coordinadores. Hay otros laboratorios en el CSIC, donde no se usan batas blancas ni se manejan sofisticados instrumentales, cuyos equipos tienen otros ritmos y otra metodología. Este sería el caso del Instituto de Filosofía, que se interesa por toda suerte de  problemáticas dado su carácter transversal.

La reflexión ético-filosófica nos recuerda cosas tan elementales como no confundir medios y fines ni cosificar a las personas. Nuestra vida cotidiana se rige por estructuras que han cobrado carta de naturaleza, pero que no se hubieran gestado sin mediar los grandes debates filosóficos y las discusiones de índole moral. Hay que tener en cuenta ese inestimable legado cultural y no canjearlo por sucedáneos harto efímeros. Urge recuperar una confianza que respalde nuestra responsabilidad colectiva e individual sin exigir certidumbres imposibles de satisfacer.

Los laberintos de las pandemias