domingo. 28.04.2024
woman_llorar
Imagen: Pixabay

El ilustrador Fran Ferriz -cuyo trabajo es original, estimulante, divertido, desafiante- dibujó una vez un gato con el lema “A llorar, a la llorería”. Siempre me ha parecido genial, en muchos sentidos, pero lo cierto es que tener una llorería, metafóricamente hablando, no solo no es fácil, es caro. No se puede llorar en cualquier lugar, o por decirlo de otra forma, tenemos muchos condicionantes sociales que nos impiden llorar en cualquier sitio. Una evita, si es que puede, a veces no se puede, llorar en el trabajo, delante de los hijos, en las reuniones sociales, incluso en el cine. Conozco a muchas personas que sienten un pudor desmesurado hacia el llanto; yo misma he pasado tanto tiempo reprimiéndolo, que cuando sale inevitablemente porque el cuerpo y la mente ya no pueden sino ahogarse, el miedo a la rotura de lo que soy es abrumador y extenuante.

Con suerte -yo la tengo- una tiene amigos de siempre, de esos con los que tienes al mismo tiempo tu edad y aquella en que los conociste y aprendiste a querer. Eso te hace sentir segura, porque son personas que te han amado a lo largo de tu historia, en tus aciertos y meteduras de pata; que conocen el cambio progresivo de tu cuerpo sin juzgarlo y sin que los cambios automáticamente sean considerados algo negativo; que te acompañan en el logro y en la pérdida. Los amigos son refugio, como la familia casi siempre, pero son sólo la mitad de la llorería, porque después de llorar una necesita enfocarse en las soluciones y ese proceso frecuentemente no es claro ni sencillo. La otra mitad de la llorería es el acompañamiento y guía de un profesional de la psicología (y de la psiquiatría, si hay una necesidad fisiológica de ello). Este acompañamiento, tan necesario a veces, es un desembolso que, en la situación de precariedad y pérdida de poder adquisitivo en que vivimos por la inflación, el precio de la vivienda, del combustible, etc., es muy difícil de asumir. No debería ser necesario hacerlo; el desmantelamiento de la sanidad pública a través de las malas condiciones laborales, la insuficiente contratación y el mal estado de muchas instalaciones nos desampara.

Por otro lado, damos forma al mundo desde una creciente esquizofrenia -dicho en un sentido coloquial, no patológico, pero que define muy bien, creo, la tendencia social general-, pues parece más evidente que nunca el contraste entre las acciones diarias -la vida familiar, el trabajo, la actividad deportiva y cultural- y la proyección de esas acciones u otras en redes sociales y los espacios públicos (pienso aquí en los discursos de partidos políticos, por ejemplo, y a veces en el discurso de asociaciones vinculadas a ellos en su espectro más a la derecha y la ultraderecha), que paulatinamente pero sin descanso nos desconectan de la realidad más cruda: los muertos a millares en guerras y/o genocidios, el punto de no retorno del equilibrio ecológico que permite la vida en el planeta, las condiciones laborales inhumanas que sostienen nuestro consumo desaforado.

Me llama especialmente la atención una noticia sobre un nuevo teléfono móvil, de Google, que incluye un editor de fotografía asombrosamente creativo y eficaz en la alteración de la realidad. No lo voy a demonizar, los seres humanos hemos elegido qué mostrar de la realidad y qué no desde que tenemos memoria y documentos que la avalan. Lo que sí me parece preocupante es que la herramienta estandariza los cambios sobre el original, eligiendo las categorías que supone imprescindibles para los usuarios y acotando así esas necesidades, de forma que la percepción sobre la utilidad del producto es que es no sólo necesaria, sino suficiente. La aceptación de la novedad como algo valioso per se, sin espíritu crítico, tampoco ayuda. A lo largo de la historia del arte ha habido modelos que se han impuesto sobre otros en la manera de representar la sociedad y a determinados individuos, y han competido también con la realidad (frecuentemente desde el poder), han dialogado con ella, han hecho aflorar lo que las convenciones sociales mantenían soterrado. Pero en esta herramienta no veo reflexión sobre los mecanismos del arte, solo veo consumo, una exagerada tendencia a la dramatización de la imagen a través del color y la luz, como si los únicos cielos posibles o que merece la pena observar fueran los más desgarrados de Turner, y esa necesidad de ajustarse a un prototipo que desdeña la singularidad como si fuera un fallo del sistema. Las mismas narices finas, los mismos ojos almendrados y rasgados, las pestañas infinitas, los rostros andróginos y carentes de edad, la piel inverosímil.

Parece una huida hacia adelante. Nunca nos ha dado buen resultado esta estrategia, pero ahí seguimos, fabricándonos una disociación entre la realidad y la ficción que conlleva trastornos individuales (dismorfia, alteraciones lesivas de la conducta alimentaria, aislamiento y tendencias autolíticas) y colectivos (esto de que España se rompe, o lo de que el cambio climático es una entelequia, sin olvidar los niños y niñas que son tratados como enemigos en la franja de Gaza y otros espacios de la inmaterial Palestina). Más nos valdría, además de muchas otras cosas necesarias, sin duda, evitar los engaños y los espejismos, y aprender a llorar.

La llorería