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Leo con alborozo el título del último número de TintaLibre, donde colaboran entre otros el Gran Wyoming y mi compañera en el Instituto de Filosofía del CSIC Remedios Zafra. Se titula Elogio de la heterodoxia Hace ahora cuarenta y cinco años el entonces joven profesor Eusebio Fernández, ayudante a la sazón de Aranguren, recomendaba picotear en la Historia de los heterodoxos españoles. No lo hacía ni mucho menos por coincidir con las ideas de su paisano Marcelino Menéndez Pelayo, sino para tener una guía de gente que había tenido ideas interesantes. Lo he recordado muchas veces, porque de casta le viene al galgo. Luego tuve ocasión de tratar con un filósofo volcado en la Ética del decir que no y cuya lectura de Kant le hizo acuñar un imperativo de la disidencia. Me refiero a mi muy querido y apreciado maestro Javier Muguerza. Hace poco reflexionaba Manuel Cruz sobre la mala costumbre de no reconocer a los maestros que nos han precedido, como si no hacerlo acrecentara nuestra inventiva. Estoy totalmente de acuerdo con él y de ahí estas líneas.
Más vale no estar absolutamente seguros de nada, salvo de que somos más humanos cuando no evadimos nuestra responsabilidad moral
Reconozco que siempre he buscado la compañía de quienes discrepaban y no lo hacían solo en el mundo de las ideas, puesto que aplicaban el cuento a su propia biografía. Tal era el caso también de mi primero mentor y luego amigo Antonio Pérez Quintana. En lugar de preocuparse por su propia promoción personal, se consagraba por entero a sus alumnos, haciéndoles creer que sus empeños merecían la pena y adobando continuamente tu autoestima. Como se refleja en el volumen Otros mundos posibles, el alumnado que lo trató en las madrileñas aulas de la Complutense o en las de La Laguna, reverencian y agradecen su heterodoxia. Su honesto talante personal dejaba tanta huella como su contagioso entusiasmo por las grandes figuras del filosofar y una claridad expositiva que te maravillaba. Jamás hubiera hecho mi tesis doctoral, ni me hubiese dedicado al estudio de Kant sin su acicate.
Las ideas y actitudes heterodoxas necesitan permutar constantemente, dado paso a nuevas heterodoxias que consideren ortodoxas las antiguas
Gracias a ello tuve la fortuna de colaborar estrechamente con Javier Muguerza, que ya me había conquistado con La razón sin esperanza y todavía me cautivo más con su Alternativa del disenso. Desde siempre a mi me había dado por discutir las reglas que me parecían manifiestamente mejorables e incluso tenía la peregrina idea de que bastaba con explicitarlo para cambiar las cosas. Pese a que la experiencia me hizo desengañarme, nunca fui partidario de la obediencia debida sin más. Y en ese viaje me sentí muy bien acompañado por el autor de Desde la perplejidad, a quien dedicamos un volumen de homenaje titulado Disenso e incertidumbre. Más vale no estar absolutamente seguros de nada, salvo de que somos más humanos cuando no evadimos nuestra responsabilidad moral e intentamos no causar daño eludiendo suscribir aquello que nos parezca injusto.
Bien pensado el futuro es obra de la heterodoxia. Obviamente hablo del porvenir con el que merece la pena soñar. La ortodoxia nos promete más bien una pesadilla, cual es la de que nada cambie o incluso nos retrotraigamos a un pasado siniestro simplemente por miedo a cuanto pueda ser diferente. Como es lógico, las ideas y actitudes heterodoxas necesitan permutar constantemente, dado paso a nuevas heterodoxias que consideren ortodoxas las antiguas. Esta dialéctica es la que nos hace navegar arrojando los pesados lastres de las inercias. La heterodoxia es el artífice del futuro.