sábado. 20.04.2024

"Podrás engañar a todos durante algún tiempo; podrás engañar a alguien siempre; pero no podrás engañar siempre a todos" (Abraham Lincoln)


Las antiguas tiendas de ultramarinos tenían muy poco escaparate y una gran trastienda. Lo mismo sucedía con las librerías más acreditadas o los establecimientos especializados en electrónica. 

Los grandes almacenes pusieron de moda el culto al escaparate y la gente comenzó a ir de compras, no porque necesitaran adquirir algo en concreto, sino para pasar la tarde. Luego se puso de moda viajar lejos para comprar marcas a precios baratos. Por supuesto los comercios más útiles eran las modestas tiendas del barrio. Sus responsables procuraban elegir con esmero lo que ofrecían a los clientes porque les iba en ello la subsistencia y el mantener un lazo personal con la clientela. Esa confianza hacía prescindible cuidar del escaparate, si es que lo había. Por otro lado, el cliente dejaba muchas veces a deber algo y nadie dudaba de que la deuda sería satisfecha en cuanto fuera posible. La credibilidad era mutua

La publicidad radiofónica cedió el terreno a los anuncios televisivos. Estos eran escaparates que se introducían por un momento en las casas. Los fabricantes empezaron a dedicar generosas partidas presupuestarias al capítulo de la publicidad, tal como los grandes almacenes lo hacían con sus reputados escaparatistas. Había que ir a la moda. 

No ibas a llevar diseños pretéritos, aunque luego volvieran al tiempo clasificados como vintage. Cambiar a menudo de coche manifestaba que no se había fracasado socialmente. Se impusieron las marcas. Las prestaciones de una prenda o de cualquier otro producto importaban menos que su nombre. Su funcionalidad y duración eran factores muy secundarios comparados con sus etiquetas.

El envoltorio desplazó por completo a los contenidos. La trastienda comenzó a estar peor surtida, porque se trataba de captar a la clientela sin atender a los compromisos adquiridos

Este proceso quizá se pueda trasladar a la política. Hace tiempo que no importa cuidar de la trastienda, seleccionando las ideas que pueden sustentar proyectos programáticos y que deberían imponerse por sí mismas, al mostrar su incontestable utilidad pública, sin revestirse de ornamentos que podrían desfigurarlas. El trato dispensado a los destinatarios de sus productos también fue modificándose. 

Antes bastaba con una oratoria que presentara convincentemente las ideas defendidas. Esta metodología fue cediendo terreno al mensaje y el envoltorio desplazó por completo a los contenidos. La trastienda comenzó a estar peor surtida, porque se trataba de captar a la clientela sin atender a los compromisos adquiridos. 

En un momento dado se constató que la trastienda podía estar vacía, si el escaparate relleno de oropeles brillaba y atraía cuál imán a los más incautos. Finalmente se comprobó que lo más exitoso era corear consignas muy simples y repetirlas cual mantras hasta la saciedad. Ya no se trataba de presentar un producto por sus bondades, pues bastaba con desacreditar los de la competencia. Tampoco importaba que salieran a relucir estafas clamorosas. Lo principal era no sonrojarse, negarlo todo con el mayor desparpajo y seguir descalificando al adversario, hasta identificarlo con el mal absoluto y convertirlo en chivo expiatorio de todos los problemas habidos o por haber.

Es fascinante que algo tan burdo tenga tamaña eficacia, pero hay que rendirse a las evidencias. Los políticos que intentar cuidar su trastienda intentan explicar sus ideas, desgranando cómo podían aplicarse y se proponen convencer a quienes tienen otro parecer para lograr consensos. Pero sin embargo arrasan los partidarios de consagrase al escaparate. Lo tienen mucho más fácil. Nadie cuenta con que cumplan sus promesas, al conformarse con escuchar lo que quieren oír y por eso mismo les reconforta momentáneamente. Además estos admiradores desdeñarán cuanto se diga en contra de sus guías espirituales y en cambio darán un crédito irreflexivo a las calumnias vertidas contra el otro bando. Porque todo esto no funciona sin recurrir a polarizaciones extremas. 

Nuestra despensa doméstica no se llena viendo escaparates y necesita que haya buenos productos en las trastiendas políticas

Resulta desolador contemplar el cuadro resultante. Las posturas más dialogantes y menos radicales no encuentran acomodo en este ambiente belicistas donde sólo cabe ocupar una de las dos trincheras. El fuego cruzado impide salir airoso en un terreno más o menos neutral. Sin embargo, la clientela tiene mucho que decir. Los vendedores de huno desparecerían si nadie les hiciera caso. Nuestra despensa doméstica no se llena viendo escaparates y necesita que haya buenos productos en las trastiendas políticas. Algo ayudaría que los medios de comunicación cayeran en la cuenta y no se dejaran distraer por los fuegos fatuos.

Resulta grosero coger el rábano por las hojas continuamente y que, sin ir más lejos, nos hayamos centrado en cuándo conviene apagar los escaparates al tratar del ahorro energético. Si extrapolamos este dato, cabe presumir que Ayuso arrasará de nuevo en las urnas y que Feijóo podría no ser el candidato a La Moncloa por su partido. Los trampantojos de un experto escaparatista tienen su clientela y son muy fáciles de recambiar. Gestionar lo público requiere seriedad y planes a largo plazo. La política del escaparate sirve como una eficaz maquinaria electoral, pero la malversación y privatización de los recursos públicos tiene pocos beneficiarios. Lo paradójico es que los más perjudicados por ese proceso decidan ampararlo con sus votos. Tiene su explicación, pero no deja de ser algo harto enojoso el constatar esa paradoja. Cada cual debería preguntarse si se conforma con ver escaparates o prefiere abastecerse con el género almacenado en la trastienda. ¿Qué opinan?

Los escaparates y las trastiendas de la política