jueves. 25.04.2024
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Memorial en Babelplatz de Berlín que conmemora la quema de libros hecha en 1933 por las juventudes hitlerianas

Desde que se inventaron y bajo todos los formatos que Irene Vallejo recopila en “El infinito en un junco”, los libros dan dado que pensar, al trasmitir conocimientos entre generaciones que se hubieran perdido para siempre de otro modo, dados los límites de la transmisión oral. Esta sigue siendo imprescindible, pero la escritura logra inmortalizarla.

Luego la imprenta revolucionó el acceso a la cultura y sin ella no hubiera tenido tanto eco la Biblia traducida por Lutero, con el cambio que suponía interpretar uno mismo y sin ministros de por medio las Escrituras, la palabra de Dios.

No sé si es cierto que los libros nos hacen más libres, pero estoy seguro de lo contrario. Alguna víctima de un atentado terrorista lamentaba que quienes le habían mutilado no hubieran leído ni viajado algo más, porque ambas cosas abren la mente y por ello tienden a neutralizar la radicalización propia de cualquier fanatismo.

Leer es el acceso privilegiado a la cultura, pese a que ahora los medios audiovisuales nos tienten con el atractivo de su comodidad e inmediatez. Visionar algo requiere un menor esfuerzo que leer. Los lectores tienen que recrear con su imaginación e inteligencia lo descrito por las personas cuyas obras lee.

Por supuesto, el espectador también puede hacer algo similar con lo sugerido por uno u otro cineasta e incluso cuenta con el añadido de compartir la experiencia, si está en una gran sala cinematográfica bien poblada, más con todo la lectura es un proceso singular, donde la comunión entre autores y lectores no tiene parangón, como bien sabe cualquiera que haya hecho suyo un texto ajeno traduciéndolo a su propia lengua.

Los libros pueden transportarse con suma facilidad, porque para eso los hay con el formato de bolsillo. Dicho quede que quien suscribe sigue leyendo en papel y olisquea los libros nuevos al comprarlos, además de acariciar sus páginas.

Muchas bibliotecas han sufrido pavorosos incendios, como sucedió con la de Alejandría. Truffaut llevó a la pantalla una novela distópica de Ray Bradbury, cuya trama nos dejaba helados a golpe de lanzallamas. Incapaz de vivir sin su biblioteca, uno de los personajes de Farenheit 451 prefiere sucumbir en el incendio que devora sus libros. Otros optan por memorizar un libro para preservar su contenido.

En la Babelplatz de Berlín hay un curioso memorial. Hay que mirar al suelo y ver a través de un cristal una biblioteca inmaculadamente blanca y con sus anaqueles vacíos. Conmemora la quema de libros hecha en 1933 por las juventudes hitlerianas. Un texto de Heine nos dice que allí donde se queman libros acaba quemándose también a la gente. Heine pensaba en pretéritas inquisiciones, pero la historia se suele repetir agigantando las proporciones del desastre.

Algo tienen los libros que no gustan a ningún régimen totalitario. En todo caso el totalitarismo no soporta su connatural pluralidad y admiten como mucho los pocos libros que predican su ideario excluyente. En la librería internacional de Alexanderplatz, cuando existía la DDR, se dividía la literatura como perteneciente a países no socialistas y los que sí lo eran. Resultaba curioso ver así encasillados a los artífices de la literatura universal y las paradojas a que daba lugar. Por supuesto la lengua franca era el ruso y había muy poco en otros idiomas.

No es la primera vez que me pasa, pero nunca deja de sorprenderme. Al cumplir con la liturgia cuasi religiosa de someterse a un control aeroportuario, tras hacer una cola interminable y ser sospechoso de planear cualquier tropelía, una vez que has hecho las posturas de rigor y sentirse m tratado como alguien digno de ir a la cárcel o engrosar las filas de un ejército, uno ve que su maleta no llega porque ha sido apartada. Una vez abierta, descubren un par de libros, a los que chequean con un artilugio para comprobar la presunta peligrosidad indicada por el escáner.

Parece algo muy simbólico que los libros en cuanto tales puedan pasar por artefactos peligrosos, no ya porque puedan leerse, sino por su mera existencia. ¿Cuánto falta para que prohíban pisar un aeropuerto con libros en papel? Podemos tomarlo a chanza, pero las medidas van acumulándose y la lista de objetos a controlar se ha haciendo interminable. Ojalá volvieran los trayectos ferroviarios nocturnos, mucho más atractivos que frecuentar aeropuertos cada vez más hostiles e inhóspitos.

Decididamente los libros tienen un gran peligro, porque nos abren horizontes, abriéndonos las puertas de la cultura, lo que nos permite vivir con una mayor plenitud y ser mucho menos manipulables por los intereses hegemónicos.

¿Son peligrosos los libros?