viernes. 26.04.2024
POR LA RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA

En memoria de Don Elías Hernández

LAUREANO LÁZARO ARAUJO
De verdad, de verdad os digo que me siento muy orgulloso por haber tenido en mi infancia como maestro en mi pueblo, Villoria (Salamanca), a D. Elías Hernández. Y me siento igualmente muy orgulloso porque mi padre, de derechas y persona de orden de toda la vida, no firmó nunca ninguno de los escritos infamantes contra D. Elías, a pesar de las incitaciones y presiones de sus amigos.
NUEVATRIBUNA.ES - 17.7.2009

No puedo precisar el día ni la hora. Pero estoy por asegurar que aquella mañana de 1939 hacía fresco, porque en Villoria, mi pueblo, todas las mañanas, excepto en verano, se deja sentir un fresquito matutino que no es para ir en mangas de camisa.

Dos personas se cruzaron en la entonces y ahora conocida entre los vecinos del pueblo como la Calleja, aunque con el tiempo se le ha puesto por buen nombre calle Sastres. Uno de los dos tenía aspecto de hombre de ciudad. Lucía traje de paño y tocaba su cabeza con un sombrero que a duras penas ayudaba a disimular unas abundantes y prematuras canas. Probablemente paseaba sin rumbo fijo, tratando tal vez de averiguar por las apariencias algo sobre las interioridades del pueblo en que ejercería de maestro durante veinte años, desde 1939 hasta 1959.

La otra persona vestía de pana ajada por el uso y cubría su cabeza con la gorra de los diarios, que algún día fue negra, pero se había vuelto parda de tanto soportar lluvia en primavera y otoño, calor en verano y hielos en invierno. Cargaba a la espalda un cuévano lleno de garrobaza, para preparar la lumbre de casa. Hacía un oficio que repetía dos o tres veces por semana. En el pajar de la casa de labor tenía preferencia la paja de trigo para el pienso de los bueyes, y no daba para guardar la garrobaza necesaria para todo el año, que se completaba con la almacenada en otro pajar.

El labrador, como se llamaba entonces a los que ahora se dicen agricultores, dio los días al que sería nuevo vecino de Villoria, con las acostumbradas palabras de persona bien avenida: “Buenos días tenga usted”. “Buenos días”, contestó el otro, y añadió: “Espera”. Se colocó frente al labrador y le espetó: “¿Es que tú tampoco me conoces ya?” “Perdone usted, pero no tengo el gusto, no señor”, respondió el interpelado. El paseante se quitó el sombrero e insistió: “¿Me reconoces ahora?” Entonces sí, el labrador cayó en la cuenta.

Ambos habían coincidido en una pensión en Salamanca, el primero como estudiante y el segundo como soldado de cuota. El que fuera soldado de cuota volvió a su pueblo, Villoruela, y se casó con una buena y guapa moza de Villoria, distante del anterior un kilómetro y medio. En 1936, en Salamanca se impuso la sublevación de Franco y los suyos contra la legalidad republicana. El que fuera estudiante, ya maestro, sufrió los rigores de la depuración política y las cárceles de la dictadura en Béjar y Salamanca. Parecida suerte correría su esposa, Dª. Teresa Hernández.

El estudiante de Salamanca de quien hablo, luego maestro, era D. Elías Hernández Martín, fallecido el 25 de marzo de 2009. El soldado de cuota compañero de pensión, el labrador de esta anécdota, era mi padre. Por cierto, no me explico de dónde pudieron sacar mis abuelos paternos, modestos labradores de un puñado de tierras de secano, el dinero necesario para pagar la cuota con que aliviar la mili de su hijo menor. Lo que son las ironías de la vida. Mi padre pudo beneficiarse de las ventajas de la cuota. Yo, en cambio, tuve que hacer el servicio militar por partida doble. Primero, pasé lo que se llamaban las milicias universitarias, sacando la estrella de alférez; después, previa degradación del grado de oficial, y ya casado, hice otra mili como soldado raso. Se lo tengo que agradecer al estado de excepción de 1969, cuyo inspirador pasa por ser D. Manuel, sí, sí, D. Manuel Fraga Iribarne.

Cuando sucedió el reencuentro de los dos viejos conocidos que acabo de relatar, yo no había nacido todavía. Lo sé de boca de mi padre, que siempre profesó verdadero y profundo respeto y afecto por D. Elías.

Andando el tiempo, D. Elías fue mi maestro de escuela. Y en Villoria hubo quien, por razones de trasfondo político, promovió una y otra vez recogidas de firmas en escritos dirigidos a la autoridad competente, pidiendo que se le abriera expediente para echarle del pueblo. No lo consiguieron, pero sí lograron que se fuera por propia voluntad cansado, decepcionado y harto.

Esto último no me lo contó nadie. Son recuerdos de mi infancia rural.

De verdad, de verdad os digo que me siento muy orgulloso por haber tenido en mi infancia como maestro en mi pueblo, Villoria (Salamanca), a D. Elías Hernández. Y me siento igualmente muy orgulloso porque mi padre, de derechas y persona de orden de toda la vida, no firmó nunca ninguno de los escritos infamantes contra D. Elías, a pesar de las incitaciones y presiones de sus amigos.

He escrito estas ocho bienaventuranzas laicas en recuerdo, memoria, loor y alabanza de D. Elías Hernández, a quien tuve por maestro en mi infancia en la escuela de mi pueblo, Villoria (Salamanca).

1. Bienaventurados los que padecen persecución por sus ideas, sólo por sus ideas, porque ellos son verdaderamente libres.

2. Bienaventurados los niños de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, mansos o menos mansos de corazón, que tuvimos maestros como D. Elías, porque no fuimos víctimas del método “la letra con sangre entra”.

3. Bienaventurados los maestros rurales que en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo se arriesgaban, como D. Elías, a no hacer cantar en sus escuelas, un día sí y otro también, el “Cara al sol”, “Yo tenía un camarada”, “Prietas las filas” o “Montañas nevadas”, porque contribuyeron a que sus niños crecieran más juguetones y no tuvieran que preguntarse por el significado del enigmático pomporrutas imperiales.

4. Bienaventurados los pobres de pueblo que tuvieron maestros como D. Elías, porque, si la situación económica familiar les permitía ir a la escuela, se hicieron ricos en saber.

5. Bienaventurados los maestros que enseñan a leer con calma, y no en diagonal, porque con ellos se aprende a pensar.

6. Bienaventurados los maestros que, como le sucedió a D. Elías en Villoria, encontraron en su escuela rural en los años de la pena negra, tal vez escapados milagrosamente de expurgos y quemas, unos ejemplares medio perdidos del libro Corazón, de Edmundo de Amicis, socialista, defensor ya en el siglo XIX de la enseñanza pública y laica, porque sus alumnos, cuando fuimos padres, pudimos revivir una especie de segunda infancia, viendo enternecidos con nuestros hijos pequeños la serie de dibujos animados que relataba las aventuras y desventuras de “Marco”, “de los Apeninos a los Andes”.

7. Bienaventurados los maestros que, como hacía D. Elías, pusieron en manos de niños como yo, cuando andaba por los diez u once años, libros en los que aparecía alguna que otra palabra chocante para la sensibilidad de oídos infantiles, como puta, porque gracias a ellos supimos que Don Quijote era mucho más que un flaco manchego que no acertaba a distinguir entre realidad y apariencia, caballero en un no menos flaco Rocinante, y nos empujaron a la lectura de una obra cumbre de la literatura española y universal.

8. Bienaventurados, en fin, D. Elías y todos los que dejan tras de sí una estela de familiares, alumnos y amigos que guardan su recuerdo, porque no morirán mientras haya quien los mantenga vivos en su memoria.

Amén.

Laureano Lázaro Araujo es economista.

En memoria de Don Elías Hernández
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