domingo. 28.04.2024

Uno de los más repugnantes episodios de barbarie de una época tan fecunda como el siglo XX es poco conocido del gran público. Nos referimos al despiadado saqueo que el rey de Bélgica Leopoldo II infligió al inmenso territorio del Congo en las décadas del cambio de siglo. 

En 1905, Mark Twain escribió: «Es un país de tumbas. El País de las Tumbas, el Cementerio Libre del Congo». Irónicamente, comenta que «resulta extraño ver a un rey destruir una nación, arrasar un país solo por el vil dinero, única y exclusivamente por eso […] la sed de dinero, sed de chelines, sed de centavos, sed de sucias monedas» (Soliloquio del rey Leopoldo). El padre de Tom Sawyer veía infinitamente más claro que nuestros sesudos analistas actuales. Pues no estamos hablando de la maldad de un hombre de mente retorcida e instintos criminales, menos aún de una posesión diabólica, sino del afán desmedido de lucro. ¿Cómo se llama ese anhelo insaciable de riqueza, esa necesidad incontrolable de acumulación ilimitada de capital? Al igual que existe un amor que no se atreve a decir su nombre, hay aquí un responsable que no quiere confesar el suyo.

Uno de los más repugnantes episodios de barbarie de una época es el despiadado saqueo que el rey de Bélgica Leopoldo II infligió al inmenso territorio del Congo

Lo que agrava el caso Leopoldo es que, durante años, su labor en las tierras de África Central pasó por ser humanísima, cristiana y filantrópica. Nadie se tomó el trabajo de comprobar la realidad sobre el terreno. Lo importante era que la verdad no estropeara los titulares lisonjeros y las alabanzas hiperbólicas. Esto da que pensar. El pasado se parece al presente como un electrón a otro. Vivimos en un futuro pasado continuo. Ayer y hoy, los mercachifles de conciencias rivalizan en servilismo e hipocresía al grito de «¡Viva el Duque, nuestro dueño!». 

El número de congoleños muertos entre el comienzo de las andanzas leopoldinas y 1924 ronda los diez millones (informe oficial belga citado por Hochschild en El fantasma del rey Leopoldo). ¡Diez millones! «Morían lentamente… eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, solo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa» (Conrad El corazón de las tinieblas). 

Quienes consiguieron poner coto a semejante salvajismo no fueron los Estados, las Iglesias o las organizaciones internacionales. Esa labor fue asumida por un puñado de hombres justos como el oficinista belga Morel, el periodista afroamericano Williams, o los escritores Mark Twain y Conan Doyle. La tarea más eficaz en la movilización de la opinión pública mundial contra esta peste se debió al cónsul británico Casement. Su meticuloso testimonio «nunca se deja llevar abiertamente por la ira o el desprecio que la circunstancia merece. Precisamente, eso transmite mejor la sensación de impotencia, el dolor, la incredulidad que sintió ante todo lo presenciado» (Nota del editor en La tragedia del Congo, recopilación de documentos sobre el caso). 

En 1902 Joseph Conrad publicó en Londres El corazón de las tinieblas, texto que Borges definió como «acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado». En una de las páginas más impactantes del libro, leemos: «Aquellos bultos redondos no eran motivos ornamentales, sino simbólicos […]. Hubieran sido aún más impresionantes, aquellas cabezas clavadas en las estacas, si sus rostros no hubiesen estado vueltos hacia la casa». Se narra en El fantasma del rey Leopoldo que Léon Rom, siniestro esbirro del amo del Congo, tenía su huerto privado rodeado por una hilera de cabezas cortadas de africanos.

Las catástrofes que conmueven hondamente a los televidentes se desvanecen de su conciencia en un suspiro

Todo llegó a saberse en su momento. Pasado un breve periodo de santa indignación, tal cúmulo de atrocidades fue relegado al olvido. También esto lo conocemos de primera mano. Las catástrofes que conmueven hondamente a los televidentes se desvanecen de su conciencia en un suspiro. Si, muy de tarde en tarde, se alude a estos antiguos hechos, es para condenar protocolariamente la megalomanía de un gobernante. 

Sin embargo, en toda empresa imperialista, cinismo e hipocresía maridan con codicia y crueldad. La perversidad es el corazón del sistema. Los lamentos plañideros y las lágrimas de cocodrilo vertidas por los intelectuales orgánicos y los autodenominados liberales no pasan de ser puro trámite. Quien quiere el fin quiere los medios. El funcionamiento de ese mecanismo de relojería que tanto alaban ha requerido el expolio mundial, el tráfico de esclavos, la miseria de un sinfín de poblaciones o desastres ecológicos de inabarcable magnitud. Responsabilizar a individuos aislados para absolver al Capitalismo es tapar la zorra con el rabo. Aunque el lobo se disfrace con una piel de lobo, no es una oveja; sigue siendo un lobo. 

El trabajo de los encargados de esconder la basura no terminó tras la descolonización. Aún hoy, la memoria oficial de los países occidentales y sus historias para escolares constituyen un monumento al cinismo en lo referente a aquella etapa colonial. Apenas dejan entrever un atisbo de sombra mientras resaltan unas luces que se revelan espejismos. 

 

Los disfraces del lobo