viernes. 26.04.2024

La inmensa mayoría de los seres humanos que habitamos el planeta hemos sido educados en la creencia de que existe un ser superior, bondadoso, perfecto y todopoderoso, ante el que tendremos que rendir cuentas después del último viaje. No tengo elementos suficientes para hablar de otras religiones, pero sí unos pocos para hablar de la que se usa por estos pagos, que es la verdadera. Dios tuvo la eternidad para crear el mundo, sin embargo, en un acto de soberbia impropio decidió hacerlo en siete días, dejando el último para descansar. No sabemos en qué estaría pensando para esas prisas, pero la realidad es que el asunto le salió regular, desde luego mucho peor que si hubiese empleado todo el tiempo necesario, la destreza, la inteligencia y la bondad que las escrituras sagradas le atribuyen. Visto lo visto, debiera ser acusado, por lo menos, de negligencia y prevaricación, pues a sabiendas hizo las cosas como le vino en gana sin tener en cuenta los riesgos de una obra tan imperfecta como dañina para las especies con que decidió poblar el planeta.

Por si fuera poco, según los testimonios que han quedado de él, durante milenios se dedicó a organizar diluvios universales -primera globalización conocida-, plagas constantes sobre las tierras de Oriente Medio, guerras y todo tipo de acciones sanguinarias que culminaron cuando decidió enviar a su hijo, que no era más que otra versión de sí mismo, para que nos librase de unos pecados que no habíamos cometido y ni siquiera a día de hoy sabemos en qué consistían. Para librarnos de tal cosa Dios decidió que su hijo muriera, demostrándonos que esta vida es sólo un valle de lágrimas.

Dios hizo las cosas como le vino en gana sin tener en cuenta los riesgos de una obra tan imperfecta como dañina para las especies con que decidió poblar el planeta

Sin otros argumentos que los que se desprenden de su gran libro, podemos concluir que Dios no hizo las cosas bien, que le gustaba la sangre, la venganza y la violencia, que el paraíso que nos augura previo juicio sumarísimo no tiene, al menos para el que suscribe, el más mínimo interés porque lejos de prometer una vida eterna después de la muerte en compañía de tus seres queridos, sólo ofrece la contemplación de su ser rodeado de ángeles y nubes. En fin, una perspectiva nada halagüeña. No hay paraíso, no hay bondad infinita, no hay fraternidad universal, no hay nada que reconforte la esperanza en el día postrero. Dios existe para los creyentes y a él piden aprobados, que gane su equipo de fútbol, que les libre de la enfermedad o el éxito en el negocio, permitiéndoles pecar a mansalva con la sola condición del arrepentimiento. Y es ahí, en este último mensaje, donde se concentra él éxito de la empresa: Nada de lo que hagas, sea bueno o malo, importa una figa, lo imprescindible es que te arrepientas y hagas un somero acto de constricción. Sólo con eso tendrás patente de corso para la vida terrenal y la eterna, eso sí, una vida eterna aburridísima y, por definición, interminable.

Pero si Dios no es bueno, ni todopoderoso, ni sus leyes hacen posible una vida mejor en la Tierra sino que han contribuido a hacerla mucho peor de lo que sería sin su doctrina, si el paraíso que promete no apetece lo más mínimo, algo parecido sucede con el Libre Mercado, verdadero dogma de nuestro tiempo al que han de someterse todas las leyes, todas las actitudes, todos los pensamientos.

Nada de lo que hagas, sea bueno o malo, importa una figa, lo imprescindible es que te arrepientas y hagas un somero acto de constricción

A grosso modo, la teoría económica liberal dice que si los hombres buscan su felicidad individual terminarán por encontrar la felicidad de toda la humanidad, porque ese ímpetu llevaría a los hombres a invertir lo mejor de sí mismos en el empeño, repercutiendo al final su esfuerzo en el bienestar de todos, incluidos los que menos cualidades tienen. Partiendo de esa sencilla premisa, aseguran que la concurrencia de muchos productores de una misma cosa asegurará unos precios justos, una proporcional distribución de la riqueza de acuerdo con el esfuerzo y la habilidad de cada cual y el progreso perpetuo. Se olvidaban los padres del liberalismo económico que con demasiada frecuencia hay gentes que buscan más felicidad de la que les corresponde, muchísima más, arrebatándole la porción correspondiente a quienes no buscan más que la que necesitan para llevar una vida mínimamente aceptable. También dejaron de lado, como Dios al hacer el mundo, que la codicia humana es insaciable, mayor a medida que la formación humana del individuo es más baja, y que esa ambición concupiscente -cuando era niño esa palabra siempre estaba en boca de los curas, no sé por qué- necesita de la explotación del hombre por el hombre para culminar.

Se olvidaban los padres del liberalismo económico que con demasiada frecuencia hay gentes que buscan más felicidad de la que les corresponde, muchísima más

Aunque la Iglesia sigue teniendo un papel fundamental como aliada imprescindible de las posiciones ideológicas más retrógradas, hoy es sólo un instrumento necesario del Dios Mercado, al que se debe y ayuda, consagrando la desigualdad como parte indiscutible de la ley natural. Como Sumo Hacedor de nuestro tiempo, el Libre Mercado está sacralizado en nuestra Constitución, en las bases fundacionales de la Unión Europea, en los acuerdos de los grandes foros y organismos internacionales. Y sí, la libre concurrencia está bien, incluso muy bien, cuando acudes a un mercadillo callejero o a una Plaza de Abastos, pero cuando el poder económico de los concurrentes supera comarcas, naciones y continentes se convierte en un monstruo de tal calibre que impide el acceso a la vivienda a la mayoría; que arruina a los pequeños agricultores, ganaderos e industriales que ven como su inmenso esfuerzo apenas tiene remuneración, mientras sus productos se venden en los supermercados a precio de droga; que devalúa constantemente los salarios de los trabajadores en su afán voraz por ampliar beneficios; que destruye la naturaleza sin pararse a pensar que vivimos en un planeta con bienes finitos y que no nos pertenece, que ha de pasar a las siguientes generaciones en perfecto estado de revista; que busca e impone tecnologías que tal vez no sean necesarias para la felicidad de la especie y sí para controlarla y explotarla mejor, que, en fin, convierte a los hombres en feroces enemigos de los hombres, dictando no sólo como ha de ser su modo de vida, sino también cual es la guerra legítima y el enemigo a batir, quienes deben de morir y quienes sobrevivir.

Convierte a los hombres en feroces enemigos de los hombres, dictando no sólo como ha de ser su modo de vida, sino también cual es la guerra legítima y el enemigo a batir

El libre mercado, lejos de lo que auguraron los padres de la economía liberal, se ha convertido en el principal enemigo de la Humanidad. No tiene límites, no tiene fronteras, tiene una moral para cada circunstancia y siente asco por la ética. Las doctrinas neoliberales nos han llevado a un extremo tal que ya hay empresas y corporaciones mucho más poderosas que los Estados democráticos y que viven al margen de la ley y del derecho de todos a vivir en libertad y con dignidad. Sólo el fortalecimiento del Estado como garante de los derechos humanos, como expresión máxima de la Soberanía Popular, puede poner freno a un engendro que no dudará en utilizar todos los medios a su alcance con tal de mantener e incrementar su hegemonía.  

Dios y el Libre Mercado