viernes. 29.03.2024

No me remitiré en esta ocasión a pensadores mucho más próximos a mi forma de ver el mundo. Según la teoría clásica liberal, hay una mano invisible que mueve el mercado adecuadamente siempre que el Estado no intervenga más que lo justo, y lo justo sería mantener el orden púbico. Si cada individuo y cada país produjera lo que mejor que sabe hacer, tendría lugar un intercambio justo que traería la riqueza, el beneficio particular y después el de la sociedad. Sin embargo, en La Riqueza de las Naciones, Adam Smith, uno de los padres del liberalismo, corrige su propia teoría al emitir este juicio: “El interés de los empresarios en cualquier rama concreta del comercio o la industria es en algunos casos diferente del interés común y a veces su opuesto. El interés del empresario siempre es ensanchar los mercados, pero estrechar la competencia...”. Hace dos siglos y medio, el filósofo y economista inglés del que parten las teorías neoliberales que nos han venido aplicando como un dogma desde mediados de la década de los ochenta del pasado siglo, avisó con claridad meridiana de que la tendencia del capital y de los capitalistas en general es el oligopolio, es decir concentrar en pocas manos la producción de aquellos bienes más demandados por la población, de tal manera que los precios no dependan de la oferta y la demanda, de su calidad, de su bondad, sino de la decisión de los oligopolistas, que sabedores de que no hay más opciones de compra que comprarles a ellos deciden qué vale cada cosa según su único interés.

Actualmente estamos pasando por un periodo de incertidumbre que está marcando la vida y la muerte de millones de personas. Iniciado en 2008 cuando explotó la burbuja capitalista, continuado por la pandemia y culminado por la guerra de Ucrania, el mundo globalizado ha escapado al control de los Estados y se mueve a la deriva de la mano de los grandes productores y distribuidores de materias primas, manufacturas, desinformación y dinero, un dinero que corre a borbotones y sin fiscalización por los medios que le ha deparado la revolución tecnológica digital. Empresas en régimen de monopolio u oligopolio manejan sin intervención de nadie el mundo de las telecomunicaciones, la digitalización, la producción industrial, la agrícola, la militar, la espacial y la de todas aquellos servicios y productos demandados por la sociedad, mientras el Estado, los estados, contemplan como se están constituyendo corporaciones mundiales que tienen mucho más poder que él, que no contribuyen fiscalmente al sostenimiento de los países y que se están erigiendo en los jefes del mundo sin que nadie los haya elegido ni nadie les ose decirles hasta aquí habéis llegado. Alphabet (Google y Youtube), Monsanto, Facebook, Tesla, Amazon, Netflix, Visa, Apple, Microsoft y otras cuantas, de origen chino, se han constituido en estructuras globales con capacidad para marcar no sólo el rumbo de la producción, sino el de los precios, el del pensamiento y el de la política mundial. Y ello ha ocurrido por dos razones fundamentales, una los descubrimientos tecnológicos, otra la pasividad de los Estados que tenían la obligación de haberlas troceado hace muchos años, evitando de ese modo el poder omnímodo del que gozan hoy, un poder que ni tiene en cuenta a los ciudadanos ni a los consumidores, que saquea los recursos naturales y destruye el medio ambiente de forma suicida y pasa completamente de las poderes democráticos cuando estos son los únicos que tienen legitimidad y la obligación de que todos, incluidas esas corporaciones, estén sometidas al imperio de la ley.

Las grandes sociedades de la información están empeñadas en que ese miedo vaya en aumento hasta conseguir que nadie se mueva

La sociedad globalizada tiene miedo, mucho miedo, y las grandes sociedades de la información están empeñadas en que ese miedo vaya en aumento hasta conseguir que nadie se mueva, que todo el mundo acepte que estamos en vísperas del apocalipsis y que sólo cabe pedir algo a Amazon mientras se tenga dinero, poner netflix y esperar a ver como viene el juicio final. Poco después de la decisión del Gobierno de España de cambiar la tarifa eléctrica, se inició una subida del precio de la electricidad tan intolerable como insoportable para las economías domésticas y las industrias. No había entonces guerra en Ucrania ni el precio del petróleo estaba desbocado, todo se debía a una maniobra especulativa de las grandes corporaciones eléctricas aprovechando la normativa de la Unión Europea que permitía que toda la electricidad se pagase al precio del recurso más caro que interviene en su producción. Todos saben que es un robo, que nos están robando a todos, que se están cargando la economía, pero la Unión Europea no hace nada, las empresas afectadas tampoco dicen esta boca es mía y los gobiernos no se atreven a actuar con decisión porque hay que dejar que el mercado busque los ajustes necesarios. Entre tanto, cerrarán miles de empresas, irán al paro muchos trabajadores y se bajarán impuestos que se transformarán en más beneficios para las corporaciones mientras disminuye la capacidad del Estado para financiar servicios públicos esenciales. Por otra parte, tampoco nadie presiona a los países feudales árabes, alguno de los cuales bombardeamos inmisericordemente durante años, para que aumenten la producción y de ese modo se estabilicen precios. Se hará, estoy seguro, pero de momento las petroleras y gasistas están vendiendo la gasolina y el gas comprado hace meses a más del doble que en el momento de la compra, convirtiendo sus cuentas en una orgía de beneficios a costa del empobrecimiento de los ciudadanos.

El mercado tampoco funciona en asuntos como el aceite de girasol, el nuevo papel higiénico de este tiempo. El girasol se corta en agosto y un mes después ya está convertido en aceite. Es decir que el aceite que hoy consumimos se compró el año pasado a un precio similar al de otros años anteriores. La misma cantidad más o menos que todos los años, pero no el mismo precio al que lo paga el consumidor particular, el restaurante o la fábrica de galletas. No a esos se les cobra un 200% más porque así lo ha decidido la mano invisible que tiene nombre, apellidos: Los distribuidores del aceite. Tampoco se interviene porque fijar precios mínimos y máximos es cosas de comunistas, y ya se sabe lo que se dice por ahí.

Lo mismo que está sucediendo con el petróleo, el gas, el girasol, los semiconductores, el niquel, la luz, ocurre en escala inversa con los pequeños productores, que asediados por los precios de la recursos que intervienen en su actividad, están quedando fuera del mercado por incompetentes, es decir, porque no pueden competir: La ganadería extensiva de vacuno, jamás podrá ofrecer los precios de una intensiva en la que cientos de vacas inmovilizadas comen las veinticuatro horas hasta reventar en el matadero; el agricultor que cultiva patatas en una pequeña finca no podrá igualar nunca el precio de los grandes productores que esquilman acuíferos e infectan su productos con componentes químicos que aceleran su crecimiento. Y así podríamos seguir hasta el infinito.

Está claro que el mercado tiene que existir, que la diversidad de la oferta la hace más eficaz, pero mientras el tamaño de la empresa no haya pasado ciertos límites que debe establecer por ley el Estado. En el momento que un determinado número de empresas dedicadas a la producción o la distribución de alimentos, manufacturas y servicios con demanda estable o creciente adquieren un tamaño desmesurado y diversificado, el mercado se convierte en un instrumento de destrucción masiva que hace imposible la vida y el bienestar de las personas. En esas estamos en este tiempo que las grandes corporaciones digitales y mediáticas quieren que veamos como el Armagedón, el tiempo bíblico en el que tendrá lugar la batalla definitiva entre el bien y el mal, cuando lo cierto es que sólo estamos asistiendo, una vez más, pero con muchos más medios, a la dinámica esencial del capitalismo cuando no hay nadie encargado de regular su comportamiento ni de someter a quienes actúan fuera de la Ley.

El libre mercado nos está destruyendo