viernes. 29.03.2024
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Asegura la propaganda ultra del partido de Ayuso que el dinero ha de estar en el bolsillo de los ciudadanos para que lo gasten como mejor aconsejen sus deseos, querencias y apetitos, de tal manera que no exista proyecto alguno en común sino simplemente individuos consumidores de distinto rango y poder en ausencia de cualquier política redistributiva.

Sin embargo, de todos es sabido que más de un tercio de los españoles tienen -como decía Robert de Niro en Novecento- agujeros en los bolsillos, es decir que no tienen ni para los bienes primarios de subsistencia, mientras que otro porcentaje similar o un poco mayor, ese al que denominaban clase media, obtiene lo justo para cubrir los gastos corrientes. Queda una minoría, que serían aquellos que obtienen rentas superiores a los diez mil euros mensuales, a quienes es indiferente el precio de la gasolina, la luz, las sardinas o el tipo de IVA que tenga el agua. Es esta minoría la que lleva años, décadas, acumulando cantidades cada vez mayores de dinero y patrimonio en detrimento del resto de la población. A ellos nada de lo humano ni de lo divino les afecta. Para ellos es para quienes trabajan el Partido Popular, Vox y el resto de los partidos que constituyen la derecha patria sin el menor complejo, a ellos va destinado el dinero ese que entra en nuestros bolsillos descosidos sin contribuir en nada a construir un edificio común que nos albergue a todos en condiciones dignas.

Quienes tenemos la suerte de no pertenecer a este último, estúpido, ridículo, egoísta y antipatriótico sector de la población, vemos cómo cada mes que pasa el dinero de que disponemos pasa directamente de la cuenta corriente que nos obligaron a abrir para pagar recibos a las cuentas de las entidades financieras, eléctricas, petroleras, digitales y demás oligopolios protegidos por el Estado, que les autoriza a meter la mano en nuestra plata mensualmente tal como les venga en gana, con facturas incomprensibles, con conceptos abstractos, con incrementos especulativos y con métodos propios de un régimen ajeno al derecho, llegando en periodos turbulentos como éste a ver cómo nuestro dinero pasa por nosotros sin verlo, olerlo ni tocarlo, trasladándose sin pudor alguno a las cuentas de quienes ya no deben saber qué hacer con tanto papel.

Ayer tuve la desgracia de entrar en un banco. Me habían requerido para que actualizase mis datos. Lo había intentado antes con resultados adversos pese a mi empeño y firme decisión. Una amable trabajadora de la entidad me dijo que sólo podían atenderme previa cita. Mordiéndome los dientes para no soltar cien mil blasfemias, una detrás de la otra, solicité el encuentro. Me fue concedido unos días después. Tras esperar alrededor de una hora, fui atendido por una persona agobiada en una sucursal donde no había cajeros, ni apenas personas, todo muy aséptico, frío, feo y deslavazado. No es que los bancos hayan sido nunca lugar de visita agradable, más bien lo contrario, sitios decorados con una estética deprimente para que el cliente sepa desde un principio que de allí no va a sacar nada bueno. Más de una hora firmando papeles porque el banco en que tenía mis millones había sido adquirido por la Caixa y no servía nada de lo que antes había respaldado con mi poderosa firma. En fin, después de que el tedio cubriese todos los poros de mi cuerpo y mi mente, salí de la sucursal sin haber solucionado nada de lo que era de mi interés y sí todo lo que el banco quería de mí. Terminé aturdido, desconcertado, con una sensación de imbecilidad encima que todavía hoy, veinticuatro horas después no he podido quitarme de encima. Dicen que eso es la nueva economía digital, una economía que, a juzgar por mi experiencia, consiste en que lo que antes podías hacer en unos minutos ahora hay que hacerlo en varias horas, aportando el cliente su trabajo gratuito a la entidad desde su soporte móvil o de sobremesa. Cuando abandoné la entidad bancaria a la que acude la gente que como yo ha tenido problemas con la banca digital, creí que había salido de la consulta de un mal dentista que tras haberme causado grandes dolores terminó empastándome la muela que no era y cobrándome la cantidad estipulada por el honorable colegio de odontólogos.

Hay varios lugares en los que el ciudadano carece de derechos y es tratado como el peor de los malvados

Hay varios lugares, cada vez se suman más, en los que el ciudadano carece de derechos y es tratado como el peor de los malvados. Los aeropuertos son uno de esos espacios en los que los únicos derechos garantizados son los de las compañías aéreas. El viajero es poco menos que un bulto, una maleta o una res, siempre sujeto al pisotón, el estufido o la amenaza conminatoria. Creo que salvo los cementerios cuando uno es el protagonista, nada es tan inhóspito y desagradable. Luego estarían los hospitales cuando hay enfermedad grave, las oficinas de las compañías eléctricas y los bancos. Habrá tiempo de en días sucesivos de tratar de esos otros espacios donde el capitalismo muestra al desnudo su incompetencia y el desprecio que para todo lo que suponga respeto. De momento hablaremos un poco más de la banca.

Mi última experiencia fue más desagradable que las anteriores, pero supongo que menos que la siguiente. Empero, aparte de anécdotas personales, la sensación que me embarga tras ver las reacciones de los principales banqueros del país ante el impuesto del Gobierno y las situación de crisis y empobrecimiento creciente que vivimos, es que la banca ha muerto, que no tiene ningún papel eficaz dentro del sistema, que ha aprovechado las nuevas tecnologías para dejar en la calle a decenas de miles de personas, convertir las sucursales en centros de tortura y desatender con ferocidad a los clientes que no quieren o no saben utilizar la banca electrónica. Amenazan con dar menos créditos, dejan sin sucursales a los pueblos, cobran por extraer tu propio dinero de un cajero o por el simple hecho de tener una cuenta abierta, llevan años recibiendo cantidades enormes de dinero gratis del Banco Central Europeo y no retribuyen los depósitos. ¿Me quieren decir para que sirve entonces un banco?

Las prácticas bancarias se han convertido no sólo en una rémora para la buena marcha de la economía sino en un obstáculo para la vida de los ciudadanos. Se hizo muy mal cuando privatizaron Argentaria, fatal, pero ha llegado la hora de desfacer el entuerto, de crear una banca pública que atienda a las necesidades de los ciudadanos y las pequeñas empresas. No es una cosa que se pueda dejar para mañana, es una necesidad perentoria ante el abuso despótico y creciente de la banca privada, una institución que pese a la digitalización, o tal vez apoyado en ella, cree que puede seguir actuando como hace cien años.

La banca es el pasado