martes. 23.04.2024

Recuperar para la democracia a las víctimas del neoliberalismo

La izquierda tiene que hacer todo lo posible para que ese sector de la población triturado por el neoliberalismo sea escuchado, comprendido y atendido.
Imagen de archivo del 15M.

Desde que a principios del siglo XX Nikola Kondrátiev definiera la teoría de los ciclos económicos, han sido muchos los científicos que han estudiado la cuestión para profundizar en la dinámica del capitalismo. Schumpeter, Braudel, Wallerstein, Modelski, Krugman partieron de ella para establecer sus modelos económicos, llegando a definir el impacto que dichos ciclos tienen sobre la psicología social. Gracias a todos ellos sabemos que el capitalismo tiene periodos de retraimiento, colapso, resurgimiento y crecimiento sin que ninguno de ellos se pueda establecer como perenne, como eternamente duradero. De ahí la aberrante idea salida de la Escuela de Chicago y seguida por muchos mandatarios europeos del crecimiento perpetuo, ese que vendían en España Aznar y Rato y que nos llevó al desastre de 2007: Los crecimientos económicos de cualquier tipo tienen fecha de caducidad, pero cuando se basan en modelos especulativos no sólo tienen esa fecha más o menos marcada en el almanaque sino que sus consecuencias son devastadoras como bien hemos podido comprobar durante los últimos trece años.

Recién estallada la crisis ladrillero-financiera conocí a un joven almeriense ajeno a las teorías macroeconómicas de cualquier tipo. Ya sé que las anécdotas no hacen categoría, pero como fueron charlas mantenidas en el tiempo y con muchos de sus familiares y amigos paso a relatárselas sucintamente. Manuel había dejado la Enseñanza Secundaria Obligatoria porque no sentía el menor atractivo hacia las materias que se impartían. Sin embargo, en una conversación con su padre, supo que lo que de verdad quería era ganar dinero para gastarlo y hacer su vida cuanto antes. Dispuesto a cumplir su sueño y sin que ningún supervisor le advirtiese de la imposibilidad de abandonar sus estudios, comenzó a trabajar de peón en uno de los miles de edificios playeros que se construían en la costa de Almería. Amasaba, llevaba la carretilla de un lado para otro, cortaba ladrillos y azulejos y, en definitiva, suministraba todo lo necesario a los albañiles más curtidos. Diez horas al día sin parar le deparaban, sin extras, dos mil euros al final de mes. Compró piso y auto y comenzó a ampliar la familia con sólo veinte años, edad que hoy parece inverosímil. Decía orgulloso que había meses en los que ganaba el doble que un maestro o un profesor sin haber acabado los estudios obligatorios.

Estalló la burbuja y todo ese mundo de gasto y endeudamiento -como le sucedió a miles y miles de personas- desapareció engullido por los bancos que le habían incitado a un consumo desmedido e innecesario. De aquella corta aventura -para él duró siete u ocho años- sólo le quedó la Play Station con la que pasaba horas y horas discutiendo con su hijo sobre la titularidad y uso de la misma. Su vida se reducía a eso, a poner cepos a los gorriones y a acudir al Ayuntamiento y a diversas asociaciones en busca de apoyo económico o de comida. Un día lo llamé para construir un muro y enlucirlo. Yo tenía ligera idea de colocar piedra sobre piedra, pero muy poca de enjalbegar paredes, él tampoco. Aún así nos pusimos manos a la obra. Cerca había dos ecuatorianos limpiando un bancal. Al percatarse, dice en voz alta: “Lo que hay en España es para los españoles”. Estábamos en 2009 y el mensaje que tanta alegría ha dado a los dirigentes del partido fascista Vox ya estaba en las entrañas de muchas personas que habían dejado de lado los estudios para acariciar el vellocino de oro que se ofreció a todos como algo al alcance de la mano. No paró ahí. Dispuesto a ofender a sus hermanos de pobreza andinos, continuó con una retahíla insufrible de comentarios de desprecio y de alabanzas al dictador Franco, que según él había protegido a todos los españoles de gentes como aquellas que habían venido de América sin otra intención que quitarnos lo que era nuestro. Ya en esa coyuntura, sin perder la calma, le dije que aquellos dos seres humanos estaban buscándose la vida y que no paraban de trabajar porque lo hacían bien y no engañaban a nadie. Manuel continuó con sus reflexiones culpando al sistema y a los inmigrantes de todas las calamidades del país y de las suyas propias. Luego, cuando le perdí la pista, pasados los años, supe se había separado y no sabía nada de su hijo, que continuaba en paro, malviviendo de las prestaciones que recibía y de alguna pequeña chapuza que de vez en cuando le caía.

La historia de Manuel, como la de Edwin, como la de Andrés y la de tantos otros es la consecuencia dramática de un sistema económico sin entrañas que en cada crisis deja a más personas fuera del mismo sin otra posibilidad de supervivencia que la delincuencia, la picaresca, las prestaciones con fecha de caducidad o la integración en partidos u asociaciones antisistema como Vox o determinadas agrupaciones católicas o evangelistas, que a base de palabras huecas y promesas simplistas les abren una puerta a la esperanza que detrás tiene un muro infranqueable: La progresiva falta de trabajo para personas sin cualificación.

Desde la depresión económica de 1993, las sucesivas crisis han tenido un sesgo nuevo que se va ampliando conforme pasa el tiempo y que se caracteriza por dejar en la exclusión, la marginalidad y la pobreza a capas cada vez más amplias de la población. Cuando ni la emigración es una posibilidad porque no se admiten a personas sin una especialización laboral determinada en ningún lugar del mundo, la única opción es renunciar al sistema, vivir en contra de él y desear que pase algo, que el mal se extienda como aire purificador. En 2019 un 26% de la población española vivía bajo el umbral de la pobreza y la exclusión social. A esas personas ya no le sirven las promesas, ni las reformas del mercado laboral, ni si la Bolsa sube o baja, ni las próximas elecciones, a las que acudirán a votar mayoritariamente al partido liderado por Santiago Abascal “Mamandurrias”, que es quien quiere declarar el neoliberalismo como religión oficial ahora que parece fenecer, perpetuar la corrupción, defender a los ricos de los sueños de los pobres e impedir que la mayoría de los españoles puedan votar a quienes consideren oportuno. Viven a salto de mata, les gusta escuchar las palabras y los insultos que lanzan algunos patriotas con silla en el Parlamento y, sí, se emocionan con las banderas y las proclamas como si de ellas fuesen a vivir algún día. La Doctrina del Shock de Naomi Klein ha obrado en ellos efectos perniciosos, llegando a admirar a los responsables de su situación, a los hacedores de su incertidumbre, a los promotores de su apoliticismo que se concreta en apoyar a quienes tienen el programa más dañino para sus intereses y los de todos.

Estamos hablando de seres humanos, de muchos miles y miles de personas, casi catorce millones de españoles. Si no solucionamos la desafección a la democracia que ha crecido en su interior, la democracia española tendrá un futuro dudoso. Es menester recuperarlos mediante algo similar a lo que en su tiempo fue la Educación para Adultos y las Universidades Populares, es menester hacerles saber que la Democracia se ocupa de ellos y que abrirá vías para que sus vidas no dependan de un subsidio o la caridad, sino de ellos mismos. Es necesario hacer que esos catorce millones de personas sepan que todavía hay soluciones y que contamos con ellos para salir de este atolladero que está sacando lo mejor de mucha gente, pero también la hiel de quienes no tienen otra cosa dentro. La izquierda, muchas veces perdida en discusiones sin sentido, tiene que hacer todo lo posible para que ese sector de la población triturado por el neoliberalismo sea escuchado, comprendido y atendido. Nos jugamos mucho todos.

Recuperar para la democracia a las víctimas del neoliberalismo