sábado. 20.04.2024

Mis padres me enseñaron cómo les ha quedado la cocina la última vez que bajé a verlos a Cádiz. Estaban locos de contentos, especialmente mi madre, con la nueva encimera, que ahora se extiende de un extremo a otro de la estancia; y con el nuevo despensero, especialmente mi padre, que alcanza el techo. Llevaba un par de años rondándoles por la cabeza la idea de reformarla, porque la antigua era la que pusieron cuando compraron la casa, allá por principios de los noventa.

Viven en un primero, aunque, desde que nos comparten confidencias, nos han dicho que ellos preferían un piso más alto, y en Cádiz capital, que no pudieron permitirse en la época. Compraron la que tienen, en Puerto Real, poco después de casarse, y desde entonces mi hermana y yo hemos vivido cómo, cada cierto tiempo, han hecho cambios en ella, para que se amoldase a las necesidades, o circunstancias, de sus vidas.

Cuando teníamos quince o catorce años cambiaron todos los muebles del salón y reformaron el baño. Recuerdo que fue en verano, y que mi hermana y yo asimilamos aquel cambio como una bendición que nos permitía pasar semanas con nuestras primas, mientras ellos sufrían los inconvenientes de una obra bajo la humedad y la calor gaditanas porque preferían hacer la obra en julio para poder ayudarnos con nuestros estudios durante el curso.

Como saben que una casa no debe andar nunca descuidada, han decidido cambiar todas las ventanas de las estancias y pintar la casa entera

Después vinieron los baños. Primero el que está en el pasillo, y que usamos mi hermana y yo, y luego el de su dormitorio. Decidieron sustituir las bañeras que había en ambos por platos de ducha. Ni mi hermana ni yo vimos bien ese cambio, pero, afortunadamente, hicieron caso omiso a unos adolescentes que no podrían comprender hasta años más tarde algunas de las decisiones que los padres tomaban para evitarnos torpes caídas. 

Al verano siguiente se reformaron nuestros dormitorios. Tenían idea, ahora creo que por cuestiones económicas que entonces nos pasaban inadvertidas, de centrarse en uno primero y en el otro al verano siguiente. Pero mi abuelo Pepe, que ya no está, nos regaló ambos dormitorios, a pesar de que únicamente veíamos como regalos admirables ropa o juegos de la PlayStation. Pintaron mi cuarto de azul, con motivos marineros, y colgaron un timón de madera de roble barnizada al lado de la cama; el de mi hermana estuvo de color rosa hasta que ella misma decidió pintarlo de verde en un ataque de rebeldía feminista. Puede que a ellos les hubiera gustado que ambos hubiéramos mantenido hasta el día de hoy los colores que nos eligieron, o incluso que les haya costado admitir que no siempre sus elecciones han sido las mejores para nosotros, pero supongo que habrán tenido que asimilar que los hijos matan a los padres durante la adolescencia, primero por rebeldía y después por madurez, antes de convertirse en adultos con gustos y costumbres que, siendo adquiridos y aprendidos la mayoría, consideramos genuinos e inimitables.

Su dormitorio fue el último. Entonces pensamos que el orden que habían escogido durante la reforma había sido puramente aleatorio, o económico, pensamos después, pero hemos llegado a la conclusión de que, casual o intencionadamente, pudo haber sido una manera de señalarnos su propia humanidad únicamente cuando ya éramos capaces de aceptarla.

Han sabido transmitirnos a mi hermana y a mí la importancia que tienen los hogares sólidos y las reformas planificadas y consensuadas

Antes de las reformas domésticas o del nacimiento de sus hijos, mis padres habían descubierto que los suyos se conocían desde niños, sin ellos saberlo, y que jugaban juntos, muchísimo antes de convertirse en personajes de una novela inacabada, en la azotea de Costa Rica nº 2. Poco después de que un amigo de ambos, que cortejó inútilmente a mi madre, los presentara, sus vidas se entrelazaron cuando, como harían sus hijos décadas más tarde con amigas que ahora también son madres, salían a divertirse, a bailar y, en casa de mi abuela Meli, que tampoco está ya, tenían que encenderse las luces en los guateques cada vez que la matriarca aparecía para que pudiese comprobar que todo estaba en orden. 

El padre Aquiles los casó en la parroquia del Rosario y de luna de miel se fueron a Londres, porque a mi padre, que a veces se arrepiente de no haber estudiado Medicina, le encanta el inglés. Allí compraron un lienzo que colgaron en el salón de su recién estrenada casa, cuyas paredes se llenarían en los años siguientes de todos aquellos bodegones, paisajes y marinas que mi madre, que expuso retratos de sus hijos, a carboncillo, en el museo de Ceuta, iría pintando a partir de postales que aún compra cuando viaja. Ahora todos esos lienzos están almacenados, con cuidado, en un dormitorio, protegidos por plásticos que han comprado en el Leroy Merlin, porque, como saben que un hogar no debe andar nunca descuidado, han decidido cambiar todas las ventanas de las estancias y pintar la casa entera.

Cuidaremos de ellos, antes de que mi hermana y yo tengamos que recordarlos durante todo el tiempo que sigamos merodeando por una casa que estará más vacía

Nos consta que no siempre anduvieron de acuerdo en todas las decisiones que tomaron. Algunas las resolvieron con facilidad, estando nosotros delante, pero para otras hubo de pasar más tiempo, tal vez porque eran más importantes o porque los irreconciliables caminos de sus pareceres resultaron más complicados de reunir. Pero, ahora que no hay regulación alguna sobre los alquileres en las grandes capitales o que la cultura nómada ha regresado como símbolo de lo fugaz y transitorio, todos aquellos esfuerzos sobrenaturales han sabido transmitirnos a mi hermana y a mí la envergadura que tienen los hogares sólidos y las reformas consensuadas, para poder apreciar la importancia de las relaciones que se construyen con esfuerzo e implicación mutua, siempre que merezca la pena.

Algún día no estarán y únicamente tocará recordarlos, como ellos, que fueron hijos antes que padres, recuerdan a los suyos, a los que cuidaron hacia el final de sus vidas, como nosotros, en un inagotable agradecimiento, cuidaremos de ellos, antes de que mi hermana y yo tengamos que recordarlos mientras sigamos merodeando por una casa que estará más vacía sin ellos.

A mis padres