viernes. 29.03.2024

Las elecciones legislativas en Rusia han confirmado la derrota y la victoria al mismo tiempo del partido de Putin, Rusia Unida. En unos comicios, perder quince puntos difícilmente permite eludir la sensación de fracaso. Pero, en los tiempos que corren, ¿quién no firmaría hoy en Europa revalidar una mayoría absoluta?

Rusia, claro, no es un país europeo… occidental. El proceso electoral acumula tantas denuncias, críticas y sospechas de fraude, grande y pequeño, abierto y oculto, directo y retorcido, que su legitimidad ha sido puesta en entredicho, con más o menos claridad por distintas cancillerías occidentales. La OSCE, un organismo nacido de la guerra fría –en realidad, de la distensión, del diálogo Este-Oeste, y ahora reconvertido en un cuerpo de observación de buena gobernanza- se ha mostrado con su habitual lenguaje diplomático, poco comprometido, pero al menos inequívoco en la denuncia de falta de neutralidad del Estado, de mecanismos electorales poco transparentes, de favoritismo oficialista abrumador de los medios estatales.

A Putin y a la élite que lo acompaña, protege y secunda le importan poco estas críticas. El presunto fraude le sirve para completar su proyecto de contar con una Duma (Parlamento) bajo control, una vez que, como parece seguro, vuelva a la Jefatura del Estado, en las elecciones de marzo. Para entonces, el actual presidente Medvedev ya habrá vuelto al puesto que él abandona ahora. Tándem, permuta, intercambio en la cúspide visto por los analistas como un síntoma más de la fallida democracia rusa.

UN FUTURO SOMBRÍO

Estos enjuagues más o menos burdos, en cualquier caso, constituyen el problema menor, aunque parezca chocante decirlo. Lo que verdaderamente preocupa, fuera y dentro de Rusia, es el futuro del país, su estabilidad, su sostenibilidad. La fiesta ha terminado. El boom económico y la relativa prosperidad se han agotado.

Algunos analistas occidentales, muy en la línea del catastrofismo habitual sobre el destino del país más grande de la tierra, consideran que Rusia se encamina hacia un desastre económico. Así lo asegura, por ejemplo, Iulia Joffe en un reciente trabajo para FOREIGN POLICY. Las necesidades sociales y, sobre todo, las exigencias de modernización del país no podrán ser cubiertas por la renta de los productos energéticos. Peor aún, las grandes reservas siberianas se agotarán pronto y no hay tecnología ni tiempo para explotar las de Ártico.

En los think-tank y publicaciones especializadas occidentales –anglosajones, sobre todo- se acumulan los análisis sobre el declive ruso. A partir de su demografía alarmante, la más vulnerable del mundo, se suceden las previsiones oscuras. Lilia Shetsova, en FOREIGN AFFAIRS, repasaba hace apenas dos meses la triada crítica de Rusia: el agotamiento del modelo de crecimiento, el descontento social galopante y una corrupción sistémica. Las vastas riquezas del país se antojan insuficientes para conseguir una modernización inaplazable de las infraestructuras, casi las mismas que en tiempos de la URSS. El famoso ‘consenso social’ de la era Putin está agotado: se ensanchan las diferencias entre ricos y pobres (eso también ocurre en Occidente). El malestar social empieza a ser visible. Aumenta la criminalidad, el nacionalismo xenófobo. Las encuestas reflejan la frustración. Se escuchan voces pidiendo cambios profundos. Hay un sabor a revuelta.

Estas circunstancias adversas han provocado el temor de las élites, que se protegen acudiendo a mecanismos habituales: defensa cerrada de privilegios e incremento de los reflejos represivos. Los más favorecidos blindan sus intereses. O los ponen a buen recaudo… fuera del país. En los últimos meses, la evasión de capital supera los 50 mil millones de dólares. La nueva ‘nomenklatura’ manda a sus hijos a estudiar fuera, acumula pisos, rentas, se prepara para un abandono precipitado del país. Dice Shetsova que 150.000 rusos de clase media, intelectuales, tecnócratas, gente formada, ha dejado el país en los últimos tres años.

A los que se quedan les esperan más penurias. El número de rusos que han caído por debajo de la línea oficial de la pobreza se ha incrementado un 10% sólo en lo que va de año. El Estado protector de Putin empieza a diluirse. El deterioro de los servicios públicos es galopante.

Para someter a raya el descontento, deberá reforzarse el control social, más aún de lo que ya se ha ejecutado en los últimos años. El presupuesto del Estado, en un momento en que el dinero es necesario para otras cosas, está lastrado por un coste excesivo en aparatos de seguridad y defensa (casi un 60% del gasto público). Las protestas del Ministro de Economía, escandalosamente públicas, la han apartado del gobierno. Alexei Kudrin es un hombre respetado por los medios económicos. Ahora, Putin y Medvedev buscarán alguien con menos ambiciones para ese puesto. Alguien que sea respetado dentro, pero también fuera, porque Rusia necesita desesperadamente la inversión occidental.

UN SOCIO INCÓMODO DE OCCIDENTE

Para conseguirla, se hace preciso operar algunas rectificaciones en política exterior. En sus últimos años de su primer periodo presidencial, Putin se mostró esquivo, áspero y hasta hostil con Wasghington. Obama le echó una mano, proponiendo una revisión de las bases de la relación bilateral (el famoso ‘reset’). El resultado ha sido poco brillante. Dice la mayoría de los analistas occidentales que los estrategas de los cuerpos de seguridad rusos contaban con el inevitable declive de Occidente y con un polo emergente alternativo al que Rusia podría engancharse para recuperar el esplendor perdido. Esta tesis la sintetiza recientemente Andrew Kuchins, un analista senior del Centro de Estudios Estratégicos Internacionales de Washington, en un artículo para FOREIGN AFFAIRS.

La apuesta no ha resultado muy exitosa, porque existen demasiadas contradicciones en las nuevas alianzas de Moscú. El auge de China es tan abrumador que produce más inquietud que tranquilidad en el Kremlin. La debilidad económica de Rusia no puede permitirse poner una cara demasiado agria a Estados Unidos porque necesita su tecnología para asegurar la modernización de sus vetustas estructuras. Pero ese camino de vuelta no será fácil. Washington exigirá ciertas garantías y, desde luego, apoyo en los escenarios más delicados (Irán, Afganistán) y cierta colaboración para ‘encuadrar’ a China en unas normas de respeto e las reglas del juego.

Afrontar el deterioro económico, el descontento social y mejorar las relaciones con Occidente no podrá hacerse incrementando las políticas represivas. O no debería. De momento, la respuesta a las protestas por los fraudes electorales ha sido dura y poco conciliadora. Parece ser el reflejo autoritario del grupo de ‘Ozero’, la dacha donde se conocieron y trabaron amistad aquellos jóvenes apparatchik de San Petersburgo en los primeros noventa.

Durante años, autoritarismo y pragmatismo se han combinado para rectificar el caótico proceso que siguió al hundimiento de la Unión Soviética. Está por ver si la fórmula puede mantenerse o si las contradicciones, debilidades intrínsecas y problemas abrumadores que soporta ese inmenso país lo arrastran hacia ese escenario sombrío en el que se extienden quizás con excesivo catastrofismo numerosos expertos occidentales.

Rusia como problema