viernes. 29.03.2024
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La paradoja de 2016 es que el carácter, la personalidad, el factor humano, en definitiva, la elegibilidad, no debería haber arrojado duda alguna. Sólo hay un candidato real, con capacidad para el puesto. Incluso se puede decir más: con extraordinaria capacidad para el puesto, esa candidata es Hillary Clinton

Las anómalas elecciones presidenciales norteamericanas de este año no se resolverán por cuestiones políticas, ideológicas o programáticas. O por las percepciones más o menos reales, oportunistas o presentidas de seguridad nacional, interna o externa. Será el factor humano, todo lo indica ya con bastante claridad a estas alturas, lo que parece haber decidido hace ya tiempo el resultado. Siempre importa, por supuesto, pero pocas veces tanto como en esta ocasión.

Lo singular de estas elecciones no es que un candidato supere a otro en idoneidad, en simpatía (o empatía), en credibilidad. En definitiva, en eso que en el lenguaje político norteamericano se denomina “elegibilidad”; es decir la capacidad para ser elegido, el juego favorable de sumas y restas que cualquier candidato tiene que soportar en el largo escrutinio previo a alcanzar la Casa Blanca.

La paradoja de 2016 es que el carácter, la personalidad, el factor humano, en definitiva, la elegibilidad, no debería haber arrojado duda alguna. Sólo hay un candidato real, con capacidad para el puesto. Incluso se puede decir más: con extraordinaria capacidad para el puesto, gusten más o menos sus posiciones políticas o su manera de gestionar los asuntos políticos, su estilo. Esa candidata es Hillary Clinton. Sus méritos políticos, medidos en conocimiento, experiencia, visión, apoyos relevantes, capacidad de trabajo, etc. no es que excedan a su rival: lo anulan.

Pero la política, con ser todo eso, también es, y cada vez más, otra cosa, menos contrastable, menos objetiva, más arbitraria, más imprevisible. Tiene que ver con la confianza, por supuesto, pero no la que puede alcanzarse con la valoración objetiva y racional de los méritos y con la capacidad para conseguir lo que se dice querer conseguir (o al menos parte notable de ello). Es otra dimensión de la confianza. Menos medible con criterios racionales y objetivos y más relacionada con elementos perceptivos, con apariencias, con creencias, reales o falsas. Y en ese terreno, Hillary Clinton no ha conseguido desvanecer los fantasmas que la persiguen, que han lastrado su campaña, como antes cuestionaron o hipotecaron su candidatura y su carrera política y que, a buen seguro, en caso de su más que probable victoria, planearan sobre su presidencia.

MALDITOS CORREOS

Esta larga consideración inicial explica la última sorpresa de octubre, es decir, esos elementos que inciden o tienen la apariencia de sacudir las campañas, modificar la tendencia que se afirmaba hasta ese momento e incidir notablemente en el resultado de las elecciones.

La última entrega del culebrón de los e-mails se ha colado en la campaña cuando el asunto parecía agotado. No por descuido o por un cierre en falso del asunto, sino por una ramificación inesperada. En realidad, no se trata de e-mails de la candidata que no hubieran estado sometidos al escrutinio investigador. Son del exmarido de una de las principales operadoras políticas de Hillary, Huma Abedin. El aludido, Anthony Weiner, no estaba siendo investigado por el supuesto uso irregular de esa herramienta de comunicación por parte de la exsecretaria de Estado, sino por una cuestión particular, una supuesta conducta sexual inapropiada (exhibicionismo, et.) con chicas menores de edad. En los correos de este personaje, un ex miembro de la Cámara de representantes que se vió obligado a dimitir cuando se conoció el escándalo, se han detectaron correos de Hillary Clinton en sus años al frente de la diplomacia norteamericana.

El factor que ha desencadenado la polémica ha sido la decisión del director del FBI, James Comey, de reabrir la investigación, pero sobre todo de hacerlo público, solicitando autorización al efecto a las instancias pertinente del legislativo, en plena campaña.

El equipo de Hillary Clinton y no pocos observadores independientes cuestionan la oportunidad de la actuación del jefe del FBI, por considerar que, sin saberse en absoluto si hay algo en los correos de Weiner que incriminara de alguna forma a la candidata, se está proyectando una imagen negativa, que refuerza la impresión de conducta inapropiada en relación con su manejo del correo electrónico oficial, haya sido ese su propósito o no.

OBLIGADA NEUTRALIDAD

Lo que se le reprocha a Comey es que no haya respetado unas normas, codificadas en la Ley Hatch, que obliga al FBI a extremar su cuidado para que las investigaciones en curso no influyan o condicionen el resultado de unas elecciones. El responsable de Ética en la administración Bush (W), Richard Painter, profesor de Derecho y republicano de inspiración, se preguntaba estos días, como muchas otras figuras independientes, si el director del FBI habría incurrido en abuso de poder (1).

Comey es un republicano que Obama puso al frente del principal órgano de investigación policial interna en Estados Unidos. Una institución tan respetada como temida, plagada de historias y leyendas negras. Se trata de una figura controvertida, por su perfil no necesariamente polémico, pero si proclive a adoptar posiciones personales. Los republicanos lo criticaron por no haber sido suficientemente duro en la investigación de los correos de la candidata. Los demócratas no entendieron su aparente pasividad a la hora de afrontar las sospechas de hackeo del Partido en las vísperas de la Convención de Filadelfia por parte de supuestos agentes rusos.

Desde el pasado fin de semana, no se habla casi de otra cosa en el carrusel de la campaña presidencial. Trump se había hundido en las encuestas y visto desaparecer su ya de por si alejadas perspectivas de éxito al no remontar en esa decena de estados que necesita para sumar los votos necesarios (los llamados swing states o estados cambiantes, que son los que terminan decidiendo las elecciones). En las últimas semanas de campaña se había resquebrajado la ficción de su candidatura, no tanto por la inconsistencia de sus propuestas, más que evidentes, cuanto por esas cuestiones de personalidad antes aludidas: comentarios sexuales machistas, en particular, pero también su desastroso desempeño en los debates.

Era de esperar, por tanto, que Trump se agarrara, como ha hecho, al culebrón de los correos (aunque pueda ser humo y sólo humo, o ruido y sólo ruido) para engancharse de nuevo a la campaña e intentar desesperadamente que la última sorpresa de octubre se convierta en su chaleco salvavidas. Que el NEW YORK TIMES, inclinado tradicionalmente hacia los demócratas, haya publicado una nueva entrega en la que se evidencia las maniobras del Trump empresario para evadir impuestos (una conducta persistente) ha tenido un efecto menor. El foco de la sospecha se ha girado de nuevo hacia Hillary y las encuestas han reflejado un estrechamiento de las diferencias, aunque no lo suficiente en lo que importa, es decir, en la modificación del mapa electoral en los estados decisorios. No al menos de momento.

Como estaba determinado desde un principio, la gran batalla de Hillary no es contra su rival ni contra las circunstancias previsibles o imprevisibles, sino contra sí misma. O, lo que equivale a lo mismo en política, contra la percepción real o interesadamente manipulada que se tiene de ella: política hábil, pero maniobrera; experimentada, pero insincera y escurridiza; fiable por su capacidad, pero sospechosa por su estilo.


(1) NEW YORK TIMES, 30 de octubre

Hillary, contra sus fantasmas