jueves. 28.03.2024
Democratic presidential nominee Hillary Clinton addresses the Democratic National Convention via a live video feed from New York during the second night at the Democratic National Convention in Philadelphia, Pennsylvania, U.S. July 26, 2016. REUTERS/Mark Kauzlarich      TPX IMAGES OF THE DAY

A la hora de escribir este comentario, La Convención Demócrata espera el discurso de aceptación de su nominada a la Presidencia de Estados Unidos para saber si Filadelfia ha sido una etapa venturosa hacia la Casa Blanca o un frenazo imprevisto.

La polémica interna por la desvelada parcialidad de la dirección del Partido en favor de Clinton, la resistencia de un sector de los partidarios de Sanders en aceptar a la triunfadora de las primarias y la persistencia de sondeos que niegan la rehabilitación de la imagen de Hillary sumieron a la Convención en un inicial desasosiego. Pero todo apunta a una reconducción razonable de un mal comienzo.

UNA CARRERA IMPREVISTA

Hillary Clinton, aparentemente, era la candidata natural del Partido Demócrata. Por experiencia, por formación, por trayectoria, por ambición y por el potencial de hacer historia (primera mujer en la Casa Blanca). En la lista de selección de candidatos, contaba con otro elemento habitual: haber perdido un envite sin haberse quemado en el intento (como Reagan, como Nixon, por ejemplo). Nada de extraño, por tanto. En apariencia. Lo que hace peculiar su nominación no ha sido el quién, sino el cómo. Hillary inició la carrera sin un rival de cuidado enfrente. En apariencia. La realidad ha sido muy diferente.

Hasta hace sólo unos meses, Bernie Sanders era considerado como un candidato imposible. Por sus posiciones demasiado radicales para el medio ambiente político del país. Por su edad (74 años). Por su imagen (descuidada, o torpe, para el gusto de mucha gente). Por su carácter (algo desabrido y políticamente incorrecto). Por su trayectoria (plagada de causas perdida o ajenas a las corrientes templadas de la vida política del país).

El otro candidato, O'Mailey, estaba demasiado verde para resistir más de dos asaltos (como así fué).

Hillary afrontó la carrera no con la duda de si esta vez iba a ser su momento, sino cuando iba a proclamarse o cuántas energías debía detraer de la batalla de otoño para solventar la contestación interna. Desde un principio, el desafío de la mega-candidata no era demostrar que era más apta para el cargo que sus rivales (nadie lo dudaba), sino convencer al electorado que era distinta a la imagen pública que se tiene de ella. No es casualidad que su esposo haya construido su discurso en la Convención de Filadelfia sobre esta ambivalencia: la Hillary "real" y la Hillary "de caricatura".

Cuando Sanders empezó a ofrecer más resistencia de la prevista, a ganar estados, a reunir delegados por centenares hasta superar ampliamente el millar, en la campaña de Hillary brotaron las dudas: no sobre la victoria (que, en algún momento, quizás también), sino sobre el daño que las primarias le estaban ocasionando. La mega-candidata, la candidata natural, se convertía en la candidata incómoda, la candidata forzosa. Las debilidades le robaban el foco a las fortalezas: sus políticas conciliadoras cuando no cómplices de los poderosos, su carácter poco empático con la gente de la calle, su propensión a relegar ideales en beneficio de su ambición. Y así sucesivamente.

El desconcierto alcanzó el clímax en primavera, cuando Bernie ganó algunos estados importantes. El dilema para el equipo de la favorita era cristalino: o asumir parte del discurso progresista del inesperado rival o mantener la coherencia de un mensaje moderado, factible. (get the things done). Los asesores se debatían en la perpetua tensión del control de daños: la alineación con algunas de las ideas de Sanders (el esfuerzo por la igualdad, la nivelación  del campo de juego) debía ser compatible con la imagen de equilibrio frente a la radicalización derechista de los rivales republicanos. La amenaza Trump ha consumido muchos esfuerzos.

Al final, la sensación es que ese dilema nunca se resolvió. El aliento Bernie agotó sus posibilidades. La lógica política estadounidense se impuso. La normalidad parecía imponerse de nuevo. Pero no. Hillary no remontaba, su imagen no mejoraba. Las cifras del rechazo eran demasiado elevadas para un candidato. Que a Trump le ocurriera lo mismo no era un alivio.

LOS RESCATADORES DE FILADELFIA

Y cuando parecía que la cosa se podía manejar con una buena, sólida y creíble Convención, que contrastara con la hipérbole,  el disparate y el bochorno republicano en Cleveland, surge la revelación de lo que casi todo el mundo sabía: que la dirección demócrata había jugado a su favor en las primarias y perjudicado deliberadamente a Sanders. Que los rusos aparezcan como más que probables instigadores de la filtración y que una sociedad Putin-Trump se convierta en tema central de la campaña no resultó suficiente. Que la Presidenta del Partido, amiga política y personal (ma non troppo) de la candidata, se viera obligada a dimitir, tampoco, La Convención arrancó  en un galimatías de abucheos, denuncias de tongo, manifestaciones permanentes de protesta, malestar y disgusto.

Con Hillary ausente por protocolo, han sido los teloneros de la Convención quienes la han rescatado de entre las llamas. Tres de ellos, rivales o al menos no partidarios: Sanders, Warren y Obama (Michelle).

Bernie Sanders le ha ofrecido austera pero reiteradamente su apoyo, para desmayo de sus seguidores más radicales, inasequibles en su crispación, dentro y fuera del pabellón. El senador por Vermont ha protagonizado uno de los fenómenos más relevante que hacen de estas elecciones las más extrañas de la historia norteamericana reciente (pero eso será objeto de otro comentario).

Elisabeth Warren, la "deseada" de la izquierda, le brindó su consideración y elogios sin reservas, desde la integridad intelectual y la competencia gestora. No sin dejarle un recado para su eventual mandato: en 1980, el 70% de la riqueza que se generaba en el país se repartía entre el 90% de la población; en 2016, los beneficiarios de esa misma cantidad se han reducido al 1%. La presidencia Clinton (Bill) no es ajena a esta evolución sonrojante.

Michelle Obama, con quien nunca parece haber forjado una auténtica amistad, le regaló el mejor discurso de la Convención,  demostrando una energía y una convicción imbatibles. Ya ha dicho que no pretende hacer optar a la Casa Blanca en el futuro. Pero, ya se sabe, nunca digas nunca jamás.  Es una de las figuras más potentes, apreciadas y frescas del Partido. Una frase de su discurso en Filadelfia merece ocupar una línea en la pequeña historia de Estados Unidos: "cada día me despierto en una casa construida por esclavos".

A la espera del Presidente Obama, el cuarto telonero rescatador fue su esposo. Como se suponía, su alocución se tiró por lo personal. Estrictamente. Bill Clinton puso su voz rota y su carisma casi intacto en ofrecer una imagen de la Hillary "real", la madre de familia, la luchadora por cambiar a mejor las cosas, la perseguidora de sueños desde su juventud, la tímida, modesta,  inteligente y capaz compañera durante 45 años. No está claro que el esfuerzo haya servido de mucho. Pero el infiel Bill echó el resto: "nunca os abandonará, como no me abandono a mí".

A falta del broche final, la Convención de Filadelfia ha servido para demostrar que el Partido Demócrata es el más representativo, amplio, plural y vivo de los dos que se disputan la gobernación del país desde hace más de un siglo. Frente a la deriva radical, intransigente, excluyente y demagógica del G.O.P. (Great Old Party), los demócratas amplían su base social y racial, se abren a ideas hasta ahora vedadas y consolidan la síntesis política más prometedora de la política norteamericana: el principio de la responsabilidad personal y el imprescindible papel de los poderes públicos en la corrección de las desigualdades.

Esperando a Hillary: ¿Mega-candidata o candidata forzosa?