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nuevatribuna.es | 21.02.2011

Dieciocho días de protestas y tensiones callejeras ha necesitado el pueblo egipcio para hacer historia y poner fin a treinta años de régimen autoritario del presidente Hosni Mubarak. El balance oficial de cuatrocientos muertos ––muy por debajo de otras fuentes no gubernamentales–– quedará en las memorias como el doloroso coste de un esfuerzo colectivo. Una herida causada por una represión brutal e indiscriminada. Ahora se abre una nueva etapa en la que la ilusión suscitada por el cambio y el deseo de libertad reemplazan el miedo, la tortura y el omnipresente culto a la personalidad de un líder octogenario y alejado de la realidad de las clases más necesitadas.

El fin de una época

Hace unas semanas la imagen de Hosni Mubarak, líder incontestado, reinaba en todas partes, en los carteles propagandísticos, en las administraciones, cerca de los nuevos edificios y monumentos, plazas y rotondas, como una imagen indiscutida de la estabilidad y el progreso de Egipto. Inspiraba respeto y temor. Generaba curiosidad y simpatía como lo hacen todas las efigies de dictadores paternalistas. El centro de un régimen sin otra base que la autoridad.

Sin embargo, todo esto ha cambiado. Los retratos del rais, siempre con un aspecto joven, pelo negro y piel tersa, mirada serena y pose recta, ya son el símbolo de un pasado cercano y lejano a la vez. Parecen haber perdido todo su significado y su simbolismo. Quizás una revelación de lo absurdo que pueden ser treinta años de estado de emergencia y de presidencia interminablemente forzada (o “pseudo-democrática”). Los comentarios de inmutable reconocimiento ––“Te queremos, presidente”–– parecen ahora teñidos de ironía o mentira. Son vestigios de la tiranía. Reflejos de unos tiempos indigeribles. Décadas de persecuciones, castigos hacia movimientos religiosos o prohibiciones de simples reuniones con el fin de azuzar el miedo al cambio.

Dieciocho días de lucha. Pocos días en una vida pero muchos para un evento que llegó a hacerse eternamente doloroso. Las palabras de nuestro entrevistado, Hassan, un joven egipcio de poco más de treinta años que apoyó las manifestaciones desde el principio, ilustran el deseo de cambio y la angustia vivida por una generación que sólo ha conocido a Mubarak. “¡Viva Egipto! Logramos liberar el país ––explica––: la libertad es algo muy importante y merece morir por ella”. Definitivamente, algunas palabras sólo toman sentido en situaciones extremas.

El devenir de un país y de un presidente derrocado

El depuesto presidente de 83 años, afectado por un cáncer de páncreas cedió el poder a los militares el pasado 11 de febrero tras un forcejeo con el pueblo que parecía no tener fin. De momento, el ex–mandatario ha encontrado en Sharm el Sheikh un lugar en el que retirarse y dejar así que el pueblo ávido de derechos y libertades se apacigüe. ¿Pero qué pasará con él? ¿Qué lugar o papel se le concederá en el nuevo Egipto?

Hassan no tiene ninguna duda al respecto. “Mubarak es un militar. No va a dejar el país. Me imagino que morirá en menos de un mes. Ha estado más de treinta años en el poder. La gente como él no puede vivir como las personas normales”. Quizás sea esto verdad. El orgullo puede con la razón. El poder con los ideales. En todo caso, ya sólo cabe pensar en un Egipto nuevo, transformado, en el que quepan todos, sin distinciones de edad, sexo, ideología o religión.

El pasado 18 de febrero, los manifestantes egipcios celebraron en El Cairo el derrocamiento de Mubarak con una multitudinaria “marcha de la victoria”. La euforia sigue siendo muy palpable. Está en todas partes y eclipsa incluso el tormento generado por los carteles del huido dictador que siguen en su sitio por falta de consenso o a la espera de que una orden de retirarlos sea dada oficialmente. Y sin embargo, este no es el único punto por resolver. “Resulta que Mubarak tiene más de 70 billones de dólares en distintas cuentas bancarias fuera del país ––apunta Hassan––. ¡Es dinero del país!”. Ante ese comentario, compartimos la inquietud de un revolucionario que grita justicia. ¿Llegará el pueblo egipcio a recuperar lo que le ha sido robado durante todos estos años?

Tragedia y cambios políticos

La salida del presidente Mubarak ha sido tan funesta y agitada como su entrada. Mancillada por la muerte y la desesperación. El odio y el rencor. Treinta años atrás, el 6 de octubre de 1981, el atentado que costó la vida al entonces presidente en funciones, Sadat, y otras once personas, provocó una grave crisis y proyectó el vicepresidente, Mubarak, a la presidencia.

A partir de entonces, se consolidaron las relaciones emprendidas con otros países y el control férreo de la ciudadanía. Como prueba de ello, el estado de emergencia levantado el año anterior por Sadat (tras trece años en vigor), se restableció unilateralmente y sigue vigente hasta hoy. Con él se suspendían derechos constitucionales, se autorizaba la censura informativa, se expandían los poderes policiales, se toleraba ciertas disposiciones represivas y se reforzaba la vigilancia del islam político y militante. Por otro lado, la constitución de 1980 no restringía el número de mandatos y permitía la validación de un solo candidato a la presidencia favoreciendo la permanencia casi vitalicia del depuesto dictador.

El acercamiento con los Estados Unidos e Israel provocó el descontento de la mayoría de los países árabes pero garantizó un apoyo lucrativo y constante. La llegada al poder de Mubarak transformó Egipto en el “segundo país más subvencionado de Estados Unidos” después de Israel. Los datos del Centro de Estudios y Documentación Internacionales de Barcelona (CIDOB) lo testifican: a partir de 1979 la asistencia norteamericana fue renovada y aumentada cada año fiscal. En 1986, la ayuda alcanzó la cifra récord de 2539 millones de dólares y más de la mitad fue dirigida a gastos militares. El estado policial de Hosni Mubarak complacía la estrategia estadounidense de estabilidad en la región y silenciaba los sueños libertarios de un pueblo avivando un miedo interesado: el fundamentalismo islamista.

Treinta años más tarde, la voluntad del pueblo se ha expresado. Pero el precio ha sido enorme. “La factura del cambio es bastante alta: ¡400 muertos!”, clama Hassan. “El próximo paso ahora es trabajar, trabajar y trabajar para que Egipto sea uno de los grandes países del mundo”. Lo cierto es que los tiempos han cambiado. Un simple reflejo: el poder soñar de un “gran” Egipto y hacerse dueño de ese sueño.

El fin del culto a la personalidad