viernes. 26.04.2024

El eje de este movimiento era el Programa Común que había aglutinado a toda la izquierda en un amplio movimiento de reformas en Francia, pero también con la vista en una Europa en donde la amenaza del thatcherismo se vivía todavía en términos de confrontación y de lucha por la hegemonía del proyecto político. Desde la perspectiva de la "cuestión social", el programa de la izquierda unida era muy extenso, y aún hoy se reconocen sus realizaciones. Ante todo dos: la "ciudadanía en la empresa" -las leyes Auroux- y el movimiento hacia la reducción de jornada como forma de reparto de empleo. Este último es una seña de identidad de los programas de izquierda que ha tenido vigencia más allá de la experiencia del primer septenato de Mitterrand, con los sucesivos gobiernos socialistas de los años 90, a través de la medida estelar de la jornada de 35 horas.

Pero más allá de la efemérides, poco comentada entre nosotros, el recuerdo de hace treinta años puede ser ilustrativo. 1981 no fue un buen año para la izquierda española, traumatizada con el golpe de estado del 23-F, reconducido necesariamente el panorama reivindicativo sindical a los parámetros de contención del Acuerdo Nacional de Empleo, y en donde comenzó el proceso de autoliquidación fratricida del PCE del que fue protagonista destacado Santiago Carrillo y una buena parte de su equipo dirigente. En esa disolución del pluralismo que expresaba las distintas "almas" del antifranquismo socialista y democrático que convivían dentro del partido de los comunistas españoles se jugó la hegemonía cultural que este partido ostentaba en el pensamiento de la izquierda y se inició la pérdida de una cultura de influencia en el gobierno general del país junto a la izquierda electoralmente mayoritaria.

La dificultad para encontrar un espacio común de coincidencias entre las distintas manifestaciones políticas de la izquierda -un programa común- es ciertamente una conclusión derivada de las asimetrías en volumen y en densidad electoral de las distintas opciones en juego, pero se explica también por la pérdida de ese cemento de transacción y de síntesis entre distintas formas de concebir el proyecto político de reforma de la sociedad y del Estado que sin embargo integró -y todavía perdura- una cierta "tradición republicana" de la izquierda francesa. Cuando en las elecciones regionales de hace tan solo un año se pudo ver, coligados para la segunda vuelta, a las tres dirigentes -tres mujeres- del PS, PC y Los Verdes, esta tradición unitaria republicana se manifestaba de forma nítida a la opinión pública. En España esta cultura se ha refugiado en los sindicatos, pero no ha calado en la izquierda política, donde predomina su opuesto, mezclado muchas veces con sectarismo y oportunismo a partes iguales.

Es seguro que la invocación de la memoria del Programa Común y de la unidad de la izquierda tenga hoy como principal dificultad la inexistencia de programa de reformas por parte de la socialdemocracia europea, y especialmente de la española. Pero tampoco va mucho más allá un planteamiento de la izquierda alternativa que continuamente rechaza la cultura del gobierno como un peligro de contaminación de su identidad como fuerza política de repudio de lo existente. Para todos nosotros, sin embargo, es posible un espacio de convergencia entre la izquierda sobre puntos de partida comunes y medidas de reforma claras. Y ese espacio común es más fácil de abordar en los niveles de determinación de la acción política más cercanos al ciudadano, en los ayuntamientos y en las comunidades autónomas. Revigorizar la política en esos terrenos, recuperar el territorio para la política democrática, debería ser un objetivo irrenunciable de todas las fuerzas que pretenden transformar la realidad en un sentido emancipatorio.

30 años después del “Programa Común”