jueves. 28.03.2024

El ardiente agosto británico | De algún modo los disturbios de Londres y otras ciudades inglesas de este mes de agosto nos retrotraen doscientos años atrás en la historia de la Gran Bretaña. Entonces los motines de los negros en las Antillas británicas llenaron de perplejidad a los colonos blancos. ¿Por qué esa violencia –se preguntaban- si paulatinamente les irían mejorando sus condiciones de vida? ¿Por qué, en todo caso, quemaban plantaciones si lo que pretendían era la emancipación?

Lo mismo le ha ocurrido a David Cameron, al stablishmen político inglés y a la prensa bienpensante –incluida la española- con sus expertos de cabecera: lo ocurrido era del todo inesperado y no saben muy bien cómo explicarlo. La incredulidad les conduce a concebir la cuestión social como un asunto de orden público, la exclusión como criminalidad. Y en tanto que tal, la aplicación de la justicia se va pareciendo a la venganza.

La culpa es de las familias, en especial si son monoparentales, arguyen. También es de las bandas, añaden, sin preguntarse por qué en el Reino Unido y según sus propios datos el seis por ciento de los jóvenes están enrolados en tales bandas. Y el no va más: rizando el rizo, la revuelta no es sino el fruto de una juventud ahíta de subsidios. Si no fuera porque estamos hablando de asuntos dramáticos, parecería una broma de mal gusto. Pero los tories, como buenos conservadores, están acostumbrados a criminalizar la pobreza, a hacer responsables a los pobres mismos de su propia pobreza.

La única razón de fondo es que los jóvenes de las comunidades obreras –asiáticos, afrocaribeños, blancos…- están hartos. Unas comunidades arrasadas en la época del thachterismo, en los años ochenta, que tres décadas después no logran levantar cabeza. Están hartos de la brutalidad y del racismo policial. En Inglaterra si eres negro tienes 26 veces más posibilidades de ser detenido por la policía que si eres blanco. Hartos de la pobreza y de sentir que no tienen ningún futuro. En Haringey, distrito al que pertenece Tottenham hay 54 candidatos por cada oferta de trabajo y ocho de los trece centros cívicos juveniles van a ser clausurados. El gobierno Cameron ha eliminado 630.000 ayudas a la educación a otros tantos estudiantes y triplicó las tasas universitarias. Mientras, la riqueza amasada por las grandes fortunas del país aumentó escandalosamente. En Gran Bretaña hoy la desigualdad es mayor que en los años treinta.

Ha habido saqueos, pero ¿cómo podemos calificar el hecho de que los parlamentarios arreglasen sus segundas residencias, mantuviesen sus jardines e hiciesen todo tipo de chanchullos a costa del erario público, según trascendió a la opinión pública? Ha habido violencia, en efecto. Sin embargo, ¿qué podemos decir de la policía? En los últimos cuarenta años ni un solo oficial ha sido condenado por “muerte en custodia”, a pesar de que hay una muerte semanal de ese tipo, como media. La policía metropolitana no viene actuando sino como una gran banda, racista y corrupta, como pusieron de manifiesto sus líos con el grupo Murdoch.

Los disturbios son una expresión de rabia, el lenguaje de la gente a la que no se le escucha, como dijo Luther King. Los disturbios tienen una lógica, una racionalidad. Obviamente, se trata de una lógica y una racionalidad ajenas a la lógica y la racionalidad de David Cameron, Scotland Yard y lo que ambos representan. Hasta Bill Bratton, el flamante fichaje de Cameron para acabar con la criminalidad en el Reino Unido, lo ha comprendido. ¿Qué esperaban, entonces? ¿Un partido de cricket entre caballeros?

Nada puede asegurar que los motines no vuelvan a incendiar las calles de Londres, Birmingham o Manchester. Nada, salvo derrotar con la movilización a los tories y a sus políticas devastadoras. Esa es la precondición para la esperanza. Las citas de este otoño tienen su importancia: la manifestación del 3 de septiembre en East London contra la organización fascista Englihs Defence League; la protesta contra al Conferencia Tory en Manchester el 2 de octubre y la huelga prevista para noviembre que afecta a un millón de trabajadores y trabajadoras.

¿Acaso esperaban un partido de cricket entre caballeros?