jueves. 28.03.2024

Hace más de cuatro años escribí unas líneas que recogían mi reflexión sobre el tema que encabeza este artículo. Un breve texto publicado en una revista de ámbito sindical. Hoy, cuando el número de parados en nuestro país se acerca a los seis millones, me ha parecido oportuno reescribir aquel primer texto, con algún añadido y unas pequeñas correcciones.

No podemos entender la ciudad como un mero artefacto físico (calles, plazas, parques...) sino como un espacio social en el que se producen la mayor cantidad de intercambios de bienes e ideas. Un intenso tejido de relaciones en el que se ofrece una gran panoplia de servicios a los ciudadanos. La ciudad, más que un simple lugar, es el conjunto de la ciudadanía. “(…) Los espacios urbanos (…) solo adquieren sentido cuando se convierten en escenario y marco de la vida social, y es la coreografía de la celebración o la protesta, del espectáculo o el duelo, lo que otorga vida y significado a las fábricas inertes de la arquitectura” (Luis Fernández Galiano).

A los efectos de esta reflexión conviene diferenciar entre el salario que se percibe e incorpora de forma individual, que denominaremos salario directo, y aquellas otras formas con que se remunera el trabajo mediante la percepción de servicios colectivos, que denominaremos salario social. En este sentido, la ciudad ofrece una serie de prestaciones que se añaden al salario directo a través de unos servicios que aumentan la calidad de vida de los ciudadanos. En la actualidad el término asalariado no se refiere al obrero clásico, sino que se extiende a un amplio conjunto de personas que viven de la percepción de un sueldo a cambio de su trabajo, manual o intelectual. Lo que ha venido en llamarse la clase media.

La larga lucha sindical por un salario digno engloba los dos conceptos antes reseñados. Algunas palabras de Engels, incluidas en su clásica “Situación de la clase obrera en Inglaterra” (1845) son aún hoy clarificadoras, cuando se interroga: “veamos qué salario paga la sociedad al obrero por su trabajo en vivienda, vestido y alimentación”. Engels no reduce el salario sólo y exclusivamente al sueldo dinerario, sino que lo extiende incluyendo en él la percepción de otros bienes, como la vivienda y el vestido. Es decir, está señalando lo que hemos llamado el salario social.

Más recientemente, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el artículo 23.3 dice: “Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualquiera otros medios de protección social”. Toda persona tiene derecho a un entorno vital digno y saludable. Es decir, a una ciudad culta y cultivada.

La larga batalla que arranca en el siglo XIX, con los nuevos sindicatos, en defensa de unas condiciones dignas de trabajo, cobra vigor político y se materializa (en gran medida) con la implantación del estado de bienestar, que se consolidó de forma institucional y estable en los países con gobiernos socialdemócratas, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial. Países en los que al salario directo se le suman una serie de prestaciones sociales de carácter colectivo y universal.

En nuestro caso, la definición constitucional de España como un “estado social y democrático de Derecho” apunta y debe empujar a la conquista de un alto nivel de estado de bienestar. El abandono de este reto obligado por parte de los gobiernos, en los distintos ámbitos del estado autonómico, equivale a un desprecio del mandato constitucional.

Lo más preocupante en los momentos actuales, en los que la economía ha suplido a la política como matriz de valores, es el acoso e intento de desmontar el estado de bienestar y, con ello, las conquistas sociales a él asociadas, desde los sectores más conservadores, bajo la invocación a los mercados. Ataques que pueden encontrar apoyo en la existencia de graves deficiencias en la forma en que ha podido evolucionar la gestión del estado de bienestar. Burocracia parasitaria, ineficiencia en la asignación de recursos, incluso corrupción, pueden ser señalados en algunos casos, pero ello no justifica su desmantelamiento, aunque sí exige su corrección, perfeccionamiento y modernización con formas más complejas de gestión, incluyendo la participación de agentes privados, bajo la tutela de los poderes públicos. Frente a estos ataques hay que renovar y reforzar la defensa del estado de bienestar como auténtica pieza medular de una democracia real.

Muchas de las prestaciones y servicios que perciben los ciudadanos, lo que hemos llamado salario social, se producen y se materializan en el espacio de la ciudad. La vivienda, el transporte, los parques, el ambulatorio, etc. son partes constitutivas del tejido urbano. La calidad de una ciudad, con todos sus componentes, es la manifestación física del salario social.

Hace algunos años, lo que se denominó el malestar urbano se asoció a una quiebra de la cultura socialdemócrata, que provocó la aparición de la ciudad inculta, incapaz de satisfacer el bienestar de sus ciudadanos, una ciudad que renuncia a su condición inalienable de titularidad pública, dejando su configuración, construcción y gestión en las exclusivas manos del mercado. La ciudad deja de ser el espacio para el negocio para transformarse en el negocio del espacio.

David Harvey (geógrafo marxista, profesor en América, de origen inglés) en su libro “Espacios de esperanza” dice: “la figura de la ciudad reemerge periódicamente en la teoría política como la escala espacial en la que mejor se pueden articular ideas e ideales de democracia y pertenencia”. Esta afirmación es muy importante, porque construir ciudad es construir un espacio para la democracia y la pertenencia y no un espacio para el negocio inmobiliario. Asimismo, Harvey señala que “al igual que producimos nuestras ciudades colectivamente, también nos producimos colectivamente a nosotros. Los proyectos referentes a qué queremos que sean nuestras ciudades son, por tanto, proyectos referentes a posibilidades humanas: en quién queremos o, quizás más pertinente, en quién no queremos convertirnos”. La ciudad, en su forma física, en sus espacios públicos, junto con la distribución espacial y la eficacia de los servicios sociales que alberga, son símbolos de la calidad democrática de sus gobiernos e indicadores de cuánta satisfacción colectiva reciben sus ciudadanos, más allá de la que puedan obtener con su salario directo percibido individualmente.

La importancia de este salario social que la ciudad debe garantizar cobra especial significado e importancia en los momentos de crisis, en los que se reduce el salario directo hasta límites dramáticos. Dos casos son paradigmáticos: los parados y los jubilados. Cuando el salario directo empieza a estar en los límites de la pobreza, es cuando más importancia y significado tiene la existencia de ese salario colectivo. Porque una persona parada o jubilada, con una prestación por desempleo o una pensión que apenas le permite una subsistencia en el límite de lo digno, se sentirá menos pobre y podrá compensar su estrechez económica si puede disfrutar de un paseo arbolado limpio, próximo a su casa, donde hablar con sus amigos, disponer de un centro de la tercera edad, de un centro de salud, con un transporte que le permita la movilidad para relacionarse con sus conciudadanos, etc.

Y así, desde la calle limpia y segura, con la suma de los servicios sociales gratuitos o subvencionados, la ciudad actúa como un colchón que amortigua la insatisfacción producida por la disminución, cuando no la desaparición, del salario directo.

Ciertamente, la prestación de servicios, la calidad de vida que ofrece una ciudad civilizada, necesita de una financiación que se nutre básicamente de los impuestos de los ciudadanos. Pero la construcción y gestión de una ciudad precisa de un gobierno democráticamente constituido que aúne los distintos recursos financieros y los articule en un proyecto urbano eficaz y equitativo, lo que equivale a afirmar la ciudad como un hecho político de titularidad pública, en el que cabe la presencia activa de los operadores privados, no como poseedores de derechos naturales, sino como concesionarios del derecho al desarrollo urbano, siempre acotado por unas normas rigurosas.

Lo escrito en las líneas precedentes, cobra especial importancia en tiempos como los actuales en los que la grave crisis financiera acaba trasladándose a la economía real, afectando a los recursos de los ciudadanos, mermando su capacidad adquisitiva y empeorando su calidad de vida. Reafirmando lo ya dicho, en estas circunstancias la buena ciudad y el buen gobierno pueden paliar o amortiguar la penuria y frustración de sus ciudadanos.

Conquistar una ciudad digna, con un gobierno comprometido con lo público, lo colectivo, lo compartido, requiere un movimiento reivindicativo contundente y constante de los ciudadanos. No olvidemos que en las postrimerías del franquismo el gran movimiento vecinal, junto a la reivindicación de una vivienda digna o un centro de salud, exhibía pancartas y un gran clamor reclamando ¡amnistía y libertad!, constituyendo una pieza necesaria e importante en la conquista de la democracia.

La ciudad como salario social