martes. 16.04.2024

El principio cívico que rige nuestra convivencia no debe perder de vista el  trabajo como forma de acceder a la curiosidad, al placer de atreverse a conocer o querer saber,  como manera de forjar el progreso y como medio de aprovechamiento colectivo. Este último aspecto -el aprovechamiento social del trabajo- es una de las cuestiones inmateriales que podemos perder en esta crisis. Morir puede matar. Recortar derechos adquiridos y servicios públicos, no solo supone la desaparición de una prestación y de un valor tangible, no solo es tener que pagar más por las medicinas, abonar un peaje en las autovías o reducir la atención educativa de nuestros alumnos; también puede llevar a la desaparición de un acervo de pensamiento que nos caracteriza como sociedad.

La historia del pensamiento y de las ideas ha funcionado siempre de este modo. Como ha puesto de manifiesto -entre otros autores- Peter Watson en su colosal libro de la historia del pensamiento, Ideas, todo avance (social, cultural,  tecnológico y científico) provoca un cambio de motivaciones que a su vez generan cambios de expectativas y de mentalidades. Se trata de un hecho que fue definido como nadie por los historiadores italianos fundadores de la microhistoria;  Giovanni Levi (La herencia inmaterial) y Carlo Ginzburg (El queso y los gusanos), que consiste en  estudiar un objeto histórico (la pobreza, las transformaciones económicas, las relaciones sociales, etc), a partir de una escala inferior para buscar en ese tipo de enfoques algunas explicaciones que permitan comprender hasta los últimos detalles ese objeto o, por el contrario, reconocer algunas peculiaridades que de otra manera, pasarían desapercibidas. Pero también otros autores como E.P. Thompson, Eric Hobsbawm o Tony Judt han puesto de manifiesto los elementos consuetudinarios de los procesos.

En cualquier caso, han sido numerosos los ejemplos en los que se relaciona progreso material y cambio en el pensamiento. Eudald Carbonell en una conferencia pronunciada en la Fundación Juan March hace unos meses, explicó cómo, por ejemplo, la importancia del descubrimiento del fuego y su utilización como bien colectivo, supuso el primer paso para la creación de relaciones interpersonales, para el surgimiento de la vida social que abrió nuevas concepciones del amor y de la sexualidad. En biología, Darwin en La teoría de la evolución de las especies, ha contribuido a que hoy puedan articularse importantes análisis sobre la fisiología de los seres vivos. Así por ejemplo, resulta totalmente relevante el aumento de la esperanza de vida de los seres humanos puesto que ha propiciado cambios en su modo de existir: Transformaciones que van desde la alimentación o el descanso. Reducir las prestaciones de sanidad, no solo debilita la atención a los ciudadanos, también puede contribuir a que  éstos  modifiquen los conceptos de salud y de enfermedad y se generen problemas de integración y de rechazo personal. La cultura médica entre la sociedad ha contribuido a que nos solidaricemos con el enfermo o, en general, con cualquiera que no puede valerse por sí mismo,  y que  consideremos estos hechos como nuestra responsabilidad social. Sin embargo, en ausencia de cultura médica, las adversidades podrían empezar a asumirse como una culpa punitiva del propio afectado marginándolo o excluyendo cualquier implicación ética sobre la dificultad.

Algo parecido podemos decir de la educación. Si descuidamos el aprendizaje de nuestros adolescentes, no solo estaremos impidiendo que éstos adquieran contenidos específicos (que sepan más o menos Logaritmos, derivadas, formulación química, las novelas ejemplares de Cervantes, el atomismo lógico de Russell, la impronta  de la escultura de Lisipo como precursora del arte helenístico, la teoría de la relatividad o la  revuelta de la Busca y la Biga de la burguesía catalana durante la Edad Media), lo que estaremos propiciando fundamentalmente  es que nuestros jóvenes sean incapaces de reflexionar sobre sus etiologías, sobre la estructura de los razonamientos y, en consecuencia, nuestras ideas carecerán de valor añadido. Sobre este asunto, Gionvanni Levi en La herencia inmaterial, puso un ejemplo significativo: un cambio en el razonamiento en un pequeño lugar del norte de Italia durante la Edad Moderna, contribuyó a que la población pudiera acabar con algunas infecciones que causaban la muerte de muchos vecinos.  

Otro ejemplo de pérdida intangible podríamos ponerlo con la privatización de los ferrocarriles. El razonamiento es el mismo: no solo estaríamos ante la desaparición de una prestación pública y sus posibles consecuencias: deterioro en la calidad del servicio, pérdida de líneas no rentables, aumento de precios en los billetes, etc,  sino ante una cuestión que Tony Judt no se cansó de repetir. El ferrocarril ha sido el medio de transporte más importante para la sociabilidad (especialmente para la clase trabajadora). Si se privatiza, lastraremos nuestra movilidad pero sobre todo nuestro contacto y vinculación a lugares desapareciendo tradiciones, paisajes y seres humanos.  Algo similar podríamos decir al respecto de los peajes en las autovías. La reducción del espacio, la desaparición del viaje como  manera de conocer gentes nos impedirá conocer y valorar la otredad y nos lastrará al ensimismamiento.

En fin, los ejemplos podrían ser muchos más. Lo cierto es que, a lo largo de 300 años, desde la Ilustración (Aufklärung, Iluminismo, Siècle des Lumières), la ciencia y el aprovechamiento de nuestro trabajo, no han hecho más que aumentar las posibilidades de bienestar y de felicidad de las personas. Lo anterior implica a las relaciones del hombre con la naturaleza y a las propias relaciones humanas. Conlleva vida y convivencia. Si degradamos derechos, si destruimos nuestros sistema del bienestar, no solo perderíamos un derecho material, sino también parte de nuestro acervo civilizatorio que nos sostiene y nos explica como sociedad. No son frases abruptas. Crear progreso,  convivencia y vida es una tarea de las personas y el deber de la democracia a partir de la protección del Estado y las distintas administraciones públicas.  

A este respecto, incluso la manera que tenemos de  convivir con la dificultad   nos está haciendo perder elementos intangibles en el modo de pensar el propio concepto de crisis. En este aspecto me parece relevante la noción de Adela Cortina de  Ética mínima. La crisis nos está impidiendo ver que, como sociedad, tenemos un ethos  compartido entre las distintas personas que forman una civilidad. A la felicidad se invita –afirma Adela Cortina– mientras que los mínimos de justicia y de civilidad se exigen. 

Por este motivo tenemos que rechazar una conducta moral y moralizante que nos inocula  una pérdida de sentido de sociedad en nombre de la crisis. A este respecto, muchos ciudadanos culpan a los médicos de prescribir mucho, incluso piden medidas coercitivas  para que los doctores de cabecera no receten lo que un paciente no se toma o no se puede tomar, se quejan de que se da un uso exhaustivo de la tarjeta sanitaria, e incluso de que algunos pacientes piden recetas médicas para otras personas. No se trata de negar la existencia de estos hechos, se trata de que, siendo conscientes de todo esto, no caigamos en el nihilismo que nos destruya como sociedad. Y no es un tema menor.

La frase que se pronuncia con alarmante reiteración desde las élites “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora toca hacer un esfuerzo colectivo de austeridad” elimina las diferencias sociales, como si todos hubieran tenido la misma capacidad de endeudamiento o de capturar las rentas generadas por las burbujas, o como si los recortes no estuvieran afectando especialmente a los más vulnerables. Y se desliza además que “todos” somos corresponsables de la crisis, quedando sepultada una explicación más profunda que enfatiza precisamente las desigualdades como un elemento central. Lo cierto es que el endeudamiento y las burbujas han constituido un formidable negocio para algunos -bancos, grandes empresas y fortunas- y que la generalización de la deuda fue la otra cara de las políticas de contención salarial, permitiendo expandir el consumo y aumentar los beneficios empresariales. Si seguimos naturalizando la crisis como un problema de mala práctica, de malos usos de personas anónimas carentes de ética,  cualquiera  puede  llegar a plantearse como legítimas cosas tan aberrantes como la necesidad de no pagar impuestos para la escuela puesto que  una persona determinada no tiene hijos, o para qué sufragar  las medicinas de los pensionistas  si no se tiene la necesidad de ir al médico.

 Debemos  como ciudadanos  esforzarnos en pensar en el valor que el trabajo –cualquier trabajo– ha dado,  da y  seguirá dando al progreso de la humanidad porque es continuamente en la existencia real, interpersonal, donde apreciamos su utilidad. Porque es  la persona y, a través de ella, la sociedad, en un sistema de relaciones laborales, de experiencia y de poder, la que finalmente aplica ese progreso - esto es - patrones de comportamiento, entendimiento y realización. Si   la crisis sigue haciendo sus efectos perversos sobre nosotros, si no somos conscientes de que, además de cuestiones materiales, también están en juego pérdidas intangibles de conciencia ciudadana, mañana seremos nadie.

Morir puede matar: Las pérdidas intangibles de la crisis