sábado. 20.04.2024
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Robert Walser en uno de sus paseos por los alrededores de Herisau

lecturassumergidas.com | @lecturass | Emma Rodríguez | Todos nos hemos echado a andar alguna vez y hemos sentido, como Robert Walser, que el entusiasmo de la libertad que se experimenta al estar al aire libre nos “arrebataba y arrastraba”. Hay muchos tipos de caminos, de viajes, de rutas, de senderos y bosques. Los hay lejanos, exóticos, misteriosos, intrincados y los hay amables, tan cercanos que pueden estar a la vuelta de la esquina. Es cierto que un simple paseo por los alrededores de la ciudad, por un parque, por un pueblo, poco tiene de riesgo y aventura, pero, para la mayoría de nosotros, seres urbanos y sedentarios, el hecho de desconectar de los ruidos, de los conflictos del presente, de las obligaciones cotidianas; la posibilidad de olvidar las rutinas y las servidumbres del trabajo y de dejar atrás, al menos por unas horas, los apéndices tecnológicos que amordazan nuestro tiempo, es ya todo un regalo para los sentidos.

Walser, Stevenson, Rousseau, Thoreau, Chatwin y tantos otros, experimentaron el placer de los desplazamientos, ese descubrimiento de paisajes externos que, mientras se avanza, se acoplan con el juego de la imaginación, activan el pensamiento y abren los cauces interiores, esos por los que discurren los sentimientos, los estados de ánimo. Todos han escrito textos reveladores y bellísimos sobre sus marchas, sus merodeos sencillos o sus vivencias de avezados exploradores. He aquí el comienzo de un recorrido de papel que pretende ser un elogio de la lentitud y de la mirada detenida; una invitación a emprender la ruta con la mochila cargada de ingenuidad y alegría y una humilde reivindicación del caminar en todas sus variantes, de la mano de algunos de sus más apasionados defensores.

Así, iniciamos el trayecto con Walser y nos vamos encontrando, a medida que se ensancha el camino, con otros muchos que, como él, han buscado el sentido de la existencia en las cosas elementales, en los senderos menos trillados, en la captura de momentos de auténtica dicha, en la contemplación de esos trozos de naturaleza virgen, sublime, incontrolable, olvidada en el día a día y que tiene el don de hacernos apreciar la belleza pero también de mostrarnos las inconsistencias de la vida, todas esas veces que dejamos de lado lo verdaderamente importante para abrazar lo banal. Empecemos, pues, acompañando a Walser una mañana luminosa y sigamos adelante, con la mirada atenta.

“El Paseo” reflexivo, amable, a ratos ácido, de un poeta

“Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle”. Así comienza “El Paseo”, de Robert Walser, una obra publicada por primera vez hace ya cerca de un siglo y que rebosa frescura por todos sus costados. De corta extensión, tan corta como el recorrido que se relata -por los alrededores de un pueblecito rural a lo largo de un día, de la mañana a la tarde- su planteamiento no puede ser más simple: dar cuenta de lo que acontece, pero lo que de verdad nos cautiva es la voz narrativa, esa primera persona en permanente diálogo con el lector, que recurre a la ironía, al humor, para contraponer las excelencias, beneficios y dulzuras del paseo con la acidez de las correcciones, esclavitudes e hipocresías de los intercambios sociales.

Resulta divertido, reconfortante, enriquecedor y estimulante este paseo con Walser. Nos encontramos con él, con su narrador, y nos da cuenta de su ánimo romántico-extravagante cuando sale “a la calle abierta, luminosa y alegre”, con la impresión de estar viéndolo todo por primera vez. Asistimos a los encuentros que se van sucediendo en el trayecto, escuchamos las conversaciones que entabla con aquellos con los que se cruza y seguimos expectantes sus reflexiones. Así, entramos en la misma librería, le vemos pedir el libro más vendido y alabado por la crítica, preguntar si es realmente bueno con sarcasmo y marcharse sin comprarlo tras escuchar que había que leerlo “a toda costa”.

Más adelante visita una entidad bancaria, donde un empleado, al tiempo que se apiada de su pobreza, le anuncia que “un círculo de bondadosas y filantrópicas señoras”, que estiman su trabajo poético, ha abonado a su cuenta la cantidad de mil francos, y se detiene ante el rótulo dorado de una panadería, lo cual le lleva a preguntarse: ¿Necesita en verdad un sencillo y honrado panadero presentarse de modo grandilocuente, brillar y relampaguear al sol con su torpe anuncio de oro y plata, como un príncipe o una dudosa dama coqueta?”

Mientras recorre el pueblo y se regocija ante la luminosidad y amabilidad de la mañana, de muchas de las cosas y gestos que se encuentra, el paseante no deja de dar vueltas al a los males de un tiempo donde ya se percibe el culto al lujo, al dinero, al poder, a las apariencias. “En qué clase de mundo de engaño empezamos o hemos empezado ya a vivir cuando el municipio, la vecindad y la opinión pública no sólo tolera, sino que al parecer desdichadamente incluso ensalza aquello que ofende a todo buen sentido, a todo sentido de la razón y del agrado, a todo sentido de la belleza y de la probidad (…) Las espantosas jactancia y bravuconería han empezado en alguna esquina, en algún rincón del mundo, a alguna hora, como una lamentable y penosa inundación, han hecho progreso tras progreso, arrastrando consigo basura, suciedad y necedad…”, va pensando a medida que prosigue su ruta...

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Tras los pasos de Walser y demás caminantes