martes. 19.03.2024
Iñigo Muguruza

Para muchos, 1986 fue el año de Mecano. Publicaron Entre el Cielo y el Suelo y toda esa gente que despreciábamos los convirtió en dioses. Empezábamos a tener pelusilla en el bigote y sólo sabíamos que eso no iba con nosotros. Ni Duncan Dhu, ni Mecano, ni Hombres G, significaron nunca nada. Esa no era nuestra música. Todavía no teníamos el dinero ni la edad para ir a conciertos, ni para comprar música o para regresar a casa más allá del anochecer. Pero ya no hacía falta que nos lo dijera nadie, nuestra vida estaba hecha de otras realidades y empezábamos a no entrar en el traje de niños, aunque todavía lo fuéramos.

Ese 1986, o algunos años después, pues los discos entonces no tenían una caducidad tan rápida, alguien apareció con una cinta pirata de un grupo que se llamaba Kortatu y cantaba en vasco. Anatema. Anatema. Anatema. Aprendimos a escucharlos a escondidas en un cassette portátil en el parque. Kortatu siempre pertenecerán a aquel tiempo en el que abrimos los ojos y empezamos a entender “El Estado de las cosas”. Siempre lo mismo, mierda de canción. Aprendimos a cantar en vasco y a botar en el parque soñando con ser mayores y recorrer la noche. Nunca fue tan bonito como entonces. 

Reunir las primeras pagas adolescentes para poder comprar el vinilo y ponerlo una y otra vez al salir del instituto. Chicos malos. Cualquiera diría que los exámenes son el final al que dedicas tu propia vida. La asamblea de majaras en la Radio Bigarda Libre declarando sol y buen tiempo. Ya éramos mayores o lo creíamos. Kortatu y La Polla por bandera. Revuelta en el frenopático. 

Desde entonces todo era Kortatu. A través de ellos conocimos a los Clash, al punk, al ska, a la libertad y también a mucha mierda que dejó tanta gente destripada en la cuneta. Les bastaron cinco años para convertirse en el grupo más grande de la historia de nuestro rock, pero no nos dieron tiempo a hacernos mayores para poderlos ver en directo. Siempre se lo reprocharemos. Mierda de ciudad. 

“Si escuchas esto / Prepara tu mente, / Salta una valla, dobla una esquina / En cualquier adoquín está / La primera línea”.

Nos lo grabamos en la memoria, porque todavía no eran tiempos de tatuajes. Pero aprendimos también que no hay tinta más indeleble que las canciones grabadas en la memoria. En cuanto pudimos, salimos a la calles desafiantes, noctámbulos y sin miedo. De Kortatu también aprendimos eso de

“Pero no importa, / Aunque me digas, / Que estoy metido / En una causa perdida”,

porque siempre hemos estado metidos en causas perdidas, apretando los dientes y sin miedo. Siempre sin miedo. 

Pasó el tiempo, tratamos de no convertirnos en “jodidos intelectuales” y aunque abandonamos las barricadas, no abandonamos las botas, porque cada vez que nos hace falta cantamos entre dientes eso de

“Hermano de los humildes, / que no hacemos mal a nadie, / si no es cuando nos provocan, / en el monte o en el valle”. 

Más tarde pudimos ver a los Muguruza en la Sala Babylon, ese lugar de peregrinaje para disconformes y protestantes, al que medio planeta echa de menos. Muchos quedaron en el camino, más de los que pensamos, otros cayeron en el olvido y muchos días quisiéramos renegar de lo que somos, pero nos miramos al espejo y sabemos de dónde venimos. Todos sabemos cuál es nuestro barrio.

Iñigo Muguruza

Hoy tenemos canas, recuerdos, raíces y origen. Iñigo Muguruza se ha ido, pero muchos sabemos que la historia de la música no es tan pop como la cuentan. Hasta pronto. Mierda de ciudad.

Iñigo Muguruza, que se note que estás presente