martes. 14.05.2024

Cristina Rosales García | @cristinagaros_

Una de las grandes sorpresas de esta 33 edición del Fancine la ha dado, sin lugar a duda, la canadiense Red Rooms, un inquietante thriller psicológico que explora el horror oculto de la dark web y su impacto en la figura del voyeur. Su director, Pascal Plante, desdibuja los manidos patrones del género en aras de una nueva visión, una más original que incomode al espectador, porque ese es realmente su objetivo: señalarnos directamente con el dedo. 

La película gira en torno al primer día del juicio de Ludovic Chevalier (Maxwell McCabe-Lokos), conocido como El demonio de Rosemont, a quien se le acusa de haber torturado y asesinado a tres adolescentes mientras los hechos se retransmitían en director. Por lo que buena parte de la trama que caracteriza a este tipo de thrillers —la desaparición de las niñas, el descubrimiento de los cuerpos y la incesante búsqueda del culpable— ya ha tenido lugar cuando comienza la película. Esto demuestra que la intención del director, lejos de las habituales del género, como Tesis (Alejandro Amenábar, 1996), no consiste tanto en encontrar quién es el asesino en serie o realizar un estudio del personaje (bien de este último o bien de los familiares que atraviesan el duelo y la presión mediática), sino en saber qué perfiles se esconden detrás de aquellos que pagan por ser testigos del horror más sádico. Así, el marco del drama judicial será solo una estrategia de Pascal Plante para engañar a su público durante los primeros minutos de la película, ya que la verdadera protagonista es Kelly-Anne (Juliette Gariépy), una joven modelo que acude diariamente a los juzgados para seguir el caso. A lo largo de estas sesiones conocerá a Clementine (Laurie Babin), una groupie que dice estar enamorada de Chevalier y defiende acérrimamente su inocencia, poniendo en entredicho, incluso, la veracidad de los asesinatos. Se crea entonces un vínculo entre ambas dominado por una jerarquía de poder, que acabará rompiéndose cuando Kelly-Anne le enseña los vídeos de las torturas. Tras el visionado, Clementine, también el espectador, reconocerá en los ojos del asesino la mirada de El demonio de Rosemont y terminará por irse a casa decepcionada.

Un inquietante thriller psicológico que explora el horror, para incomodar al espectador, porque ese es realmente su objetivo: señalarnos directamente con el dedo

Ahora la pregunta es: ¿por qué Kelly-Anne, aun sabiendo de la culpabilidad de Chevalier, sigue asistiendo al juicio? ¿Cuáles son las verdaderas razones? ¿Qué espera encontrar allí? A partir de este momento, la tensión aumenta hasta hacerse casi insoportable y culminar en una escena infernal en la que Kelly-Anne, disfrazada como la tercera víctima —pelo teñido de rubio, brackets falsos, lentillas azules y uniforme escolar—, de la que no se ha encontrado el vídeo, se presenta en el juicio. Cuando los policías la sacan de la sala, Chevalier, hasta ese momento impasible, mira por primera vez a cámara y saluda tranquilamente con la mano. Es ahí cuando entendemos, o al menos intuimos porque no se llega a desvelar del todo, que era eso lo que estaba buscando la protagonista: la mirada del asesino sobre ella. Las consecuencias de la soledad de Kelly-Anne se van incluyendo de múltiples formas a lo largo del filme, desde la sobriedad de su apartamento hasta la elección del nombre Lady of Shalott que usa la protagonista en Internet (una clara referencia al poema de Tennyson que versaba sobre el aislamiento de la dama y su distanciamiento con la sociedad) y cuyo fondo de pantalla del ordenador alude a este mismo personaje. Al igual que Lady of Shalott estaba condenada a ver el mundo real a través de un espejo, Kelly-Anne está condenada a concebir la realidad a través de la dark web. La cinta explora esa soledad que, suponemos, ha llevado a la protagonista a consumir voluntariamente imágenes de extrema violencia. ¿Sería capaz el espectador de hacer lo mismo?

Red Rooms funciona en su objetivo de arrastrar al espectador al lado más oscuro de la naturaleza humana, al infierno creado por y para nosotros mismos

Pascal Plante plantea cuestiones muy interesantes a su público desde la incomodidad, sin caer en provocaciones de patio de colegio ni en imágenes escabrosas gratuitas. Las escenas de violencia explícita siempre tienen lugar fuera de cámara, apoyándose en la música extradiegética y en algunos sonidos puntuales de los vídeos (como los gritos de las víctimas o el ruido de las herramientas empleadas para torturar). Solo sabemos de ellas mediante las breves descripciones que se hacen en el juicio o las fotos (lejanas y algo borrosas) presentadas como pruebas. Por otro lado, las escenas más perturbadoras, como cuando se llevan a Kelly-Anne del juicio, están perfectamente rodadas para transmitir una sensación de violencia nauseabunda sin tratarse realmente de una escena violenta, gracias al uso de la cámara lenta y de la subjetividad de esta. La magnífica dirección del canadiense y la brutal interpretación de Juliette Gariépy han hecho que Red Rooms funcione en todos los sentidos, concretamente en su objetivo de arrastrar al espectador al lado más oscuro de la naturaleza humana, al infierno creado por y para nosotros mismos. 

'Red Rooms': el infierno somos nosotros mismos