viernes. 19.04.2024
Lápida de Salvador Seguí en el cementerio de Montjuic
Lápida de Salvador Seguí en el cementerio de Montjuic

Pere J. Beneyto recupera momentos históricos de la vida del líder anarco-sindicalista Salvador Seguí en un dossier documental que Nuevatribuna publica por entregas.

En esta quinta y última entrega, Pere J. Beneyto, nos cuenta el asesinato de Salvador Seguí, más conocido como “El Noi del Sucre” con aportaciones del texto de Antonio Soler (2016), Apóstoles y asesinos. Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 415-435

El asesinato de “El Noi del Sucre”

A Seguí lo asesinaron el sábado, 10 de marzo de 1923, alrededor de las siete de la tarde. Su muerte era inminente, estaba calculada por los instigadores, trazada por los asesinos que ya estaban planeando el cómo, el dónde y el cuándo.

Sin embargo, el entorno del Noi del Sucre es ajeno a todo eso. Es más, después del asesinato, como probablemente ocurre siempre ante los desenlaces inesperados y dramáticos, los días inmediatos al mismo parecen llenos de vitalidad, cargados de un futuro que, al no cumplirse, se puebla de símbolos y presagios. Es la lectura de los supervivientes, de aquellos que se empeñan en darle un sentido —aunque sea dramático— a la vida. Una forma de esconder el absurdo. Un afán por hacer de la existencia un suceso narrativo.

Probablemente el Noi del Sucre no pensara de ese modo. El futuro no estaba formado por unas líneas imaginarias ni la vida se desarrollaba por unos raíles invisibles. Había visto a muchos caer a su lado. Huérfanos, viudas, hermanos sin amparo, trastornados porque súbitamente debían reconocer el sinsentido del mundo. Filosofía barata. Salvador Seguí vivía demasiado a fondo para pensar en ese tipo de cosas, al menos eso se deduce de casi cada uno de sus pasos, de sus decisiones y de sus palabras. Y así continuó siendo en las últimas dos semanas de su paso por el mundo.

A su alrededor hablaban del futuro y él mismo se afanaba en planear los meses, los años venideros, no importaba si él iba a estar allí para beneficiarse de aquello, era el pulso de la historia. La lucha social era un mecanismo que ya formaba parte de su biología, de su existencia. Comer, respirar, dormir, pensar. Estar alerta.

La vida no toca los timbales intuyendo que está a punto de llegar un momento crucial. Los desastres brotan en medio de lo cotidiano, lo desmoronan, lo trituran y lo engullen en silencio. La aniquilación tiene la esencia de lo inconmovible, no importa si la provoca una enfermedad, una catástrofe de la naturaleza o la mano de otro hombre. «La muerte es cotidiana, la muerte es lo más cotidiano», había dicho alguna vez el Noi del Sucre. Y así se dirigió hacia ella. Y así sucedió.

Los árboles se mecían como borrachos, suavemente, en la cabecera de las Ramblas. Era por la mañana y Pere Foix le hablaba a Seguí de su contacto en la masonería. El Noi sabía que Foix, por su condición de periodista o por una cuestión puramente personal, tenía amistad con un aristócrata del que desconocemos el nombre aunque sabemos que era masón en grado 31. También se sabe que era alguien muy informado y al tanto de los rumores palaciegos que circulaban entre la élite de Madrid.

Este individuo le contó a Foix y a otro militante de la CNT también amigo suyo, Emilio Nogués, que un grupo de generales estaba preparando un golpe militar contra el Gobierno, aunque no contra el rey. Se aseguraba que lo iba a encabezar Primo de Rivera. La intención de esos militares era acabar con la situación a la que unos políticos incompetentes, burgueses y apoltronados estaban llevando a España. Para ello, aspiraban a contar con el apoyo de las organizaciones obreras, especialmente de las catalanas, que habían demostrado su capacidad de sacrificio y lucha. Si las centrales sindicales convocan una huelga general el día que los militares les señalan, aprovecharán el caos para dar el golpe.

Mientras atraviesan la plaza de Cataluña, cruzan la Ronda de San Pedro y suben por el Paseo de Gracia, Foix va desgranándole a Seguí todo lo que el masón les ha contado a Nogués y a él y cómo, por determinadas sospechas, medias palabras y rumores, todo le parece altamente fiable. Tampoco el Noi del Sucre considera que sea un bulo sin sentido y convoca a un pequeño grupo de compañeros para hablar sobre el asunto y tomar alguna medida preventiva. Es el último día de febrero, el invierno parece dar una leve tregua.

Seguí se reúne con Foix y un pequeño grupo de compañeros del sindicato entre los que se encuentra Massoni —Pedro Massoni, víctima del primer atentado que llevaron a cabo Bravo Portillo y su capo Antonio Soler y que desde entonces renquea y desconfía de todo— para tratar el asunto del posible golpe de Estado.

Pere Foix repite a los demás lo que ya contó al Noi. Éste, por su parte, se muestra contrario a cualquier colaboración con los militares, de cuya palabra desconfía y cuya posible alianza le repugna. «Sólo en el cerebro de un militar cabe una idea como ésa, nosotros colaborando con ellos.»

En cualquier caso, aconseja que si los militares piden una entrevista vayan a oírlos para descubrir su juego y saber a qué atenerse, Los reunidos acuerdan que Foix mantenga vivo el contacto con el masón y que es necesario informar al Comité Regional de todo lo que han hablado. También apuntan que deben proponer al Comité que Seguí sea el portavoz del sindicato en caso de que exista una posible reunión con los militares.

La respuesta del Noi del Sucre es la habitual. Si ésa es la decisión del Comité Regional estaré a su disposición, a la hora que me digan. Al disolverse la reunión, Pedro Massoni se acerca a Seguí, le tiene devoción, y le dice, «Cuida mucho de ti porque te necesitamos mucho, Salvador».

Es muy probable que en el mismo momento en el que están reunidos los sindicalistas, o unas horas antes, o después, un reducido grupo de miembros de la Patronal Catalana estuviera decidiendo la suerte del Noi del Sucre. Allí llegan a la conclusión de que hay que acabar con él. Es claramente el hombre a eliminar, no sólo el punto vital en el que la CNT se apoya para movilizarse organizada y racionalmente, sino el que puede servir de puente con el Libre, con los políticos de izquierda.

Los hombres de la patronal ponen su plan en marcha. No van a contar con el apoyo de la policía. No informarán a ninguna autoridad oficial. Ellos van a hacer el trabajo que hay que hacer y quieren a verdaderos profesionales para que no ocurra como tres años atrás, cuando Blas Marín y su acompañante perpetraron la chapuza de la calle Mendizábal que acabó con el Noi del Sucre disparando sobre ellos y poniéndolos en fuga. Deciden que Pedro Mártir Homs se encargue de organizar el atentado.

Homs ha recibido ya el encargo y una parte importante del dinero por su trabajo. Homs, el antiguo abogado que desde el anarquismo derivó hacia el matonismo y había organizado una peligrosa banda comandada por su mujer, la Payesa, debe encontrar a la persona adecuada para apretar el gatillo. Ni Homs ni la Payesa lo dudan. Inocencio Feced es el hombre.

Desde los tiempos del barón de Koênning y el atentado del Pompeya, Feced ha sobrevivido a todas la mutaciones del pistolerismo, a todas las modulaciones y a todas las intensidades. Y ahora de nuevo está ahí. Dispuesto para la acción. Pequeño, vivaz, ansioso. 

Al ser destituidos Anido y Arlegui, Feced había desaparecido una breve temporada de Barcelona, nadie sabía dónde, pero había regresado más desafiante que nunca, vanagloriándose de los crímenes cometidos y publicando un folleto titulado ¿Por qué no maté al general Martínez Anido?, en el que, además de justificar su colaboración con la policía, difamaba a unos cuantos líderes de la CNT, Seguí entre ellos.

La antigua admiración hacia el Noi del Sucre se había convertido en una ciénaga. En más de una ocasión se le había oído decir: “A Seguí lo mato yo!». Ahora estaba en su mano. Elegirá los cómplices, el lugar y también el momento del asesinato. Y lo hará pronto. La patronal no le ha concedido a Homs mucho tiempo para que cumpla su encargo, una semana, diez días como máximo. Homs, Feced, los matones, se mueven con diligencia, alborotan más de lo debido, despiertan habladurías.

Companys, que años después, con los pies desnudos para poder pisar tierra catalana, será fusilado cerca de aquel lugar, despide así al Noi del Sucre, el miembro más vital del triángulo inseparable que habían formado Layret, Seguí y él mismo

A oídos de Francesc Macià llega el rumor de que desde altas esferas de la patronal se está planeando primero el asesinato del Noi del Sucre y después el de Ángel Pestaña. La noticia, que probablemente llega a oídos de Macià a través de la familia de su mujer —Eugenia Lamarca, hija de terratenientes— tiene la suficiente solvencia como para que el político la tome en consideración. Tanto es así que inmediatamente escribe dos notas y encarga a un hombre de su confianza, Ramón Durán, que las lleve a las casas de ambos sindicalistas.

Durán va a la de Seguí, calle Valencia, 559. Le abre la puerta una niña de unos diez u once años que dice estar sola. Es la hija de Teresa. Durán duda, pregunta cuándo volverá su madre o su padrastro, la niña se encoge de hombros. Finalmente le entrega la nota encomendándole que se la dé a Seguí, de parte del señor Francesc Macià. La niña cumple la encomienda, aunque a medias. Da la nota a Seguí, éste la lee un par de veces. El mensaje va sin firmar, así que el Noi pregunta a la niña quién ha llevado la carta. La niña describe más o menos al hombre y dice que la ha traído de parte de un señor del que no recuerda el nombre. Seguí dobla el papel y se lo guarda en un bolsillo de la chaqueta.

No es el único mensaje de alerta que le llega. En los primeros días del mes, tal vez el 1 o el 2, va a recibir un anónimo amenazante. Como puede suponerse, le han llegado por decenas a lo largo de su vida, aunque éste tiene un aire especialmente esquinado: Reunidos los elementos del Sindicato Libre, hemos acordado asesinarte a ti y a Pestaña entre otros. Esta vez no escaparéis ninguno, aunque tú serás el primero.

 Seguí es consciente de que la amenaza no proviene directamente del Libre, tal vez, sea de alguno de sus grupos incontrolados. O quizás piensa que, como el mensaje anterior, probablemente se trate del aviso de algún amigo, alguien del Sindicato Libre que se ha enterado de un complot para acabar con su vida. El Noi está tentado de ponerse en contacto con Laguía, pero acaba por descartarlo. Mira una y otra vez el papel, media cuartilla con renglones rayados en rojo, casi en rosa, probablemente cortada de un libro de contabilidad.

No sabe exactamente por qué, percibe un peligro sordo en aquellas letras garrapateadas con caligrafía casi infantil, no le habla a casi nadie del anónimo. Por supuesto, menos que a nadie, a Teresa. Sólo hace un par de llamadas telefónicas. Una a Ángel Pestaña, por estar implicado en el mensaje, y otra a Joan Peiró, al que el Noi del Sucre considera también en peligro. A Josep Viadiu sí se lo cuenta de viva voz y le pide que le devuelva la pistola que tiempo atrás había llevado consigo y de la que se había desembarazado una vez que se habían restablecido las garantías constitucionales y el clima de violencia se había atenuado. Viadiu se la entrega esa misma noche, liada en un trapo, metido en un cubo en el que van brochas, paletas y otros utensilios de trabajo del Noi.

El 6 de marzo Ángel Pestaña y el Noi del Sucre participan en un mitin en el cine Bohemia. Al final del acto, Pestaña, Viadiu y Seguí conversan brevemente sobre el anónimo recibido. Deciden no darle más importancia de la necesaria.

Inocencio Feced, menudo, huesudo, con una gorra vieja y aquellos ojos brillantes que un día quedaron fijados en su ficha policial, ha estado merodeando por los alrededores del cine Bohemia. Va con uno de sus compinches. Suben y bajan por la plaza. Feced ve entrar en medio de un remolino de obreros a Seguí. Lo estudia, quiere volver a verlo antes del último día, todavía libre, vivo, expansivo, el rey de nada.

Feced ha estado madurando su plan. Sus hombres llevan varios días controlando todos los movimientos, las idas y venidas de Seguí, su rutina, sus rutas, los bares que ahora frecuenta, los círculos obreros a los que va, las obras en las que está trabajando. Anotan que suele ir casi a diario al bar el Tostadero, en la plaza de la Universidad, y que sigue yendo con regularidad al café Español, en el Paralelo. En esos días está pintando un piso, propiedad de Lluís Companys, en Sants. Inocencio Feced elige Sants o la plaza de la Universidad como los lugares propicios para perpetrar el asesinato. «Como un conejito, así va a acabar», le dice a uno de sus camaradas.

Pere Foix hace una llamada telefónica a Seguí. Su contacto dentro de la masonería le ha informado que el grupo de militares que planea el golpe va a reunirse un día después en el casino militar. El masón podrá darle alguna noticia a media tarde de lo que han tratado los militares, así que Foix le pide a Seguí que se vean unas horas después para valorar la información. Seguí le cuenta que él, ese día, va a ir a Tarragona para dar un mitin y que quizás desde Tarragona vaya a Flix. El Noi del Sucre bromea y le dice a Foix que los militares podrán esperar a dar su golpe hasta el domingo. Quedan en verse el sábado por la tarde, en el centro obrero de la calle Olmos.

Seguí se marcha a Tarragona. Feced inspecciona los alrededores del piso de Companys donde últimamente ha estado trabajando el Noi del Sucre, se entera de que ya ha acabado allí su tarea. Elige el Tostadero como lugar a partir del cual se montará el seguimiento y el asesinato de Seguí.

El Noi del Sucre da el mitin en Tarragona, y allí mismo decide regresar a Barcelona, no irá a Flix. Simó Piera está con él, trata de convencerlo de que se vayan juntos a ese pueblo de Ribera de Ebro. Viadiu le ha comentado a Piera el asunto del anónimo, la mella que ha hecho en el Noi. «Qué vas a hacer en Barcelona, vamos a Flix, los compañeros te necesitan allí, Salvador.» Seguí comprende. Se encoge de hombros. No hace falta que repita algo que siempre ha dicho y que todos sus compañeros saben: cuando quieren ir por ti van, dondequiera que estés, dondequiera que te metas, así que mejor no comportarse como una rata.

Es algo parecido a lo que dos o tres días atrás le ha dicho a Macià, cuando ambos se han encontrado en el café Continental y Seguí, pensando en la posible algarada militar, le comenta al líder catalanista que lo mejor que puede hacer es salir de Barcelona durante una temporada.

  • «Aquí no tiene la menor seguridad», le dice Seguí.

Macià, extrañado, le pregunta si no recibió la nota que le hizo llegar por medio de Durán, y sólo en ese momento comprende el Noi la importancia del mensaje.

  • «Sí, sí, la vi, la leí», dice un poco confuso.

Macià lo mira con atención: «Mire, Seguí, quien tiene que salir inmediatamente de la ciudad es usted. A nosotros todavía no nos ha llegado el turno, pero usted sí que corre en Barcelona todos los peligros».

Seguí, apesadumbrado al saber que la nota que la había entregado la hija de Teresa no la remitía un iluso ni un aficionado a meter miedo, se encoge de hombros y esboza una sonrisa dudosa.

  • «Seguramente tiene razón, amigo Macià, pero yo no puedo irme de aquí. Es mi sitio y no puedo abandonarlo.»

Los dos hombres se miran, se dan la mano y se separan. Nunca volverán a verse.

Seguí va recorriendo por última vez los lugares que pisa. Sin saberlo, se despide de forma definitiva de todas las personas con las que ha compartido los últimos años.

Compañeros, amigos o simples conocidos recordarán apenas cuarenta y ocho horas después el último momento en que vieron al Noi del Sucre. En la memoria de todos ellos se irán recomponiendo esos instantes de modo apresurado y distorsionado y cada cual empezará a colocar los cimientos de una mítica personal alrededor de Salvador Seguí.

Cada cual dará su versión de aquellos últimos momentos y una imagen diferente del luchador obrero. El Noi del Sucre será a partir de entonces el reflejo de una cara en un cristal, una imagen que gesticula, se mueve y habla al otro lado de una barrera infranqueable. El espejo se llena de sombras.

El Noi del Sucre no fue a Flix. No pudieron convencerlo. Desde Tarragona, pasando por Reus, regresó a Barcelona. Caminó solo por el andén. Viajeros y niños. Subió a un automóvil.

Los árboles pasan por los vidrios del coche y el rostro del Noi por los árboles. Ramas y ojos se mezclan en un juego de reflejos que avanzan y se transforman por las calles de Barcelona hasta llegar a su domicilio. Un portal triste, una escalera con eco y vacía, una puerta marrón, sería como un ataúd vertical. Por su arco humilde entran y salen las sombras, el Seguí de otro tiempo, los niños, Teresita, el ruido y los olores, compañeros, gente desconocida, muertos y vivos, el mundo que se despide, el camino, una serpentina que huye. Ya no es Seguí quien avanza, sino el mundo el que retrocede y el que en su huida lo arrastra todo con él,

El viernes, 9 de marzo, vieron a Feced en el bar el Tostadero, hombre malcarado, un hombre escurridizo que miraba a los lados, el mundo ya no gira como un carrusel en el que van montados los vivos, ya no gira sobre el mismo eje con la quimera de la repetición y de lo eterno, el mundo se desliza ahora en línea recta, muestra sus precipicios, el barranco de la muerte, lo que tiene puertas y fronteras, a Feced lo vieron en el bar el Tostadero, buscando, el hambre de los perros, los dientes y los ojos ávidos, el alimento del rencor, pero sólo tiempo después, días, semanas después, advirtieron que aquel hombre enjuto, moreno y esquivo era Inocencio Feced, el asesino.

El Noi del Sucre estaba atento, caminaba por las aceras anchas, miraba en el reflejo de los escaparates, trabajó, fue a ultimar alguna cosa al barrio de Sants, sonrió, fumó y bromeó, con Perones, que morirá junto a él en la puerta de una ferretería, con Viadiu al que vio por las Ramblas, en un café, con los compañeros de trabajo, a los que no volvería a ver, escuchó por última vez la voz de Lluís Companys a través del hilo telefónico, y cuando ya estaba avanzado el día, decidió ir al teatro Cómico, donde esa noche se va celebrar una función a beneficio de los presos políticos. El peligro es una marea que viene y va.

Chaqueta negra, pantalones pálidamente rayados con líneas de gris muerto sobre un fondo también negro, sombrero y alfiler, la camisa blanca de los mediterráneos. Le pide a Teresita que vaya con él. Algún personaje ha anunciado que irá al teatro acompañado de su mujer y Seguí no quiere que Teresa Muntaner sea menos. También le dice que puede acompañarlos su hijo, Heleni, que lo pasará bien en la función. Teresita, grávida, de siete meses, cansada, feliz, o casi, saca la ropa de los domingos, la ropa oscura de las ocasiones, se recompone, protesta, Seguí ríe, van juntos del brazo, bajan las escaleras, el niño delante, seis años y la cara redonda, caminan bajo la noche fría como bajo un puente, a ratos huele a primavera, luego montan en un tranvía, vuelven a caminar un poco, Seguí piensa en el peligro, sus compañeros saben que lleva días pensando en él, lo espanta, como siempre, sin detenerse a mirarlo, sabiendo quién es quién. Ahora está en el reflujo, siente que se aleja. Lo percibió esa tarde, sentado en su casa, un momento antes de decirle a Teresita que lo acompañara, La normalidad espanta a los monstruos. El Noi se agarra a ese asidero.

La función es divertida. La familia Seguí está en un palco. A él van varios compañeros. Entran y salen, sacan a Seguí al pasillo. Teresita sospecha, pero se queda sentada, mirando el escenario, mirando a Heleni, sus ojos fijos, limpios. La voz se ha corrido, todos, por un lado o por otro, han oído que el Noi del Sucre está amenazado, seriamente. Cada cual inventa una estrategia y un consejo. Joan Casanovas, futuro presidente del Parlament, habla largamente con él. Teresita no sabe nada, y a pesar de que está acostumbrada a las confidencias y a los secretismos la ponen nerviosa los susurros. Se acuerda, en mala hora, de la tarde en que Laguía estuvo en su casa. Quiere borrar el recuerdo, escapar de los malos presagios, salir de allí, pero adónde.

En un entreacto es Ángel Pestaña quien se presenta en el palco, lo acompañan dos hombres que Teresa no ha visto nunca. Hablan con Seguí, éste le dice a Pestaña que lo verá a la salida del teatro y Pestaña hace un gesto de asentimiento, dando por sabido de lo que van a hablar. Teresita intenta prestar atención al final del espectáculo, se levantan los aplausos, Heleni se pone de pie, mira a su madre sin dar crédito de que aquello sea posible, adultos jugando a ser quienes no son, adultos haciendo pantomimas para otros adultos.

Abandonan el palco, van por los pasillos con lentitud, mezclados con otra gente. En el ambigú ya los esperan Pestaña, Casanovas, Viadiu y unos desconocidos. Seguí deja a Teresa y al niño cerca de una puerta y habla animadamente con aquellos hombres. Se le ve negar repetidamente con la cabeza. Los demás lo miran alejarse en dirección a su mujer, sonriente. Ella le pregunta qué quieren. Seguí contesta, «Acompañarnos.» «¿Acompañarnos?» «Sí. ¿Te ha gustado, Heleni?» «Acompañarnos, ¿por qué?» «Por nada. Hace frío, vamos a tomar un taxi.» Salen.

Salen y, sí, suben a un taxi, demasiado apresuradamente. Inician la marcha. Al poco, Teresa se da cuenta de que el taxista no aparta la mirada del espejo retrovisor, y ella, como antes ha hecho el Noi, se gira para mirar atrás. Pregunta, no se sabe si al conductor o a Seguí, qué pasa. Es el taxista quien responde, «Ese, que no se despega de detrás desde que salimos del teatro.» Teresita deja la mirada fija en Seguí, él le aprieta la mano y niega con la cabeza, restando importancia. Los faros del automóvil que los sigue ilumina a veces el interior del taxi, todos van en silencio, Heleni dormido, pasan las fachadas, las aceras vacías, el carrusel abandonado de la noche.

Se van acercando a su casa y el coche continúa tras ellos. Corren las aceras, los edificios como mastodontes. Los brazos fantasmales de la Sagrada Familia se pierden en el cielo. Entran en la calle Valencia. A lo lejos está su portal. Seguí toma una determinación. Ordena al conductor que acelere. El taxista obedece, ganan un poco de ventaja, y cuando están cerca de la casa, Seguí le pide que frene. El coche da una sacudida, se detiene, el Noi hace que Teresa baje lo más rápidamente posible, Heleni, adormilado, sale del coche detrás de su madre, Seguí ya lo ha hecho por la otra puerta. Temiendo que la calle se convierta en un campo de tiro, le grita al taxista que se vaya, el conductor arranca justo cuando el otro automóvil está llegando y Teresita y Heleni han entrado en el portal. Teresa le pide a Seguí que suba con ellos, el coche que los venía siguiendo se para a quince o veinte metros del Noi del Sucre, también se ha detenido el taxi, casi a la misma distancia pero en sentido contrario, Seguí le grita a Teresa, «iSube!», pero ella, llorando, deja al niño en el portal y sale, coge a Seguí por el brazo, tira de él hacia la casa. Seguí la mira a los ojos, «iSube! Sube y déjame estar. Hazme este favor».

Teresita retrocede, abraza a Heleni, que ha roto a llorar. El automóvil está detenido en el mismo lugar, respirando, con el motor en marcha y los faros encendidos. Seguí da unos pasos hacia él, lleva una mano en el bolsillo, simulando que palpa una pistola que no existe, tiene la mirada fija en el parabrisas del coche, negro, como si en vez de vidrio fuese de acero. El taxista se baja de su vehículo, lleva una barra de hierro en la mano y camina en la misma dirección que el Noi del Sucre. El Noi grita entonces. «iSi tenéis valor tirad! iTirad, no tengo miedo!» El taxista, a su vez, grita volviendo la cabeza atrás, como si hablara a alguien que estuviese en su coche o en un portal cercano. «iNo salgáis! ¡Todavía no! iNo salgáis!»

Teresa Muntaner lo contó muchos años después, en Toulouse, ya anciana, cuando Heleni, muerto de tuberculosis a los diecisiete años, hacía mucho que había desaparecido de la faz de la tierra y Teresa Seguí, la hija del Noi del Sucre, nacida dos meses y tres días después de la muerte de su padre, era una mujer madura que escuchaba cómo su madre, entera, rocosa, recordaba aquella noche de marzo, víspera del asesinato.

Teresita no se explicaba lo que había sucedido ni por qué el misterioso automóvil, cuando Seguí ya estaba apenas o cinco o seis metros de él —el taxista a veinte o treinta—, emprendió la marcha y salió de allí a toda velocidad sin que el Noi llegase a ver quiénes eran sus ocupantes y sin que hicieran un solo disparo ni el más mínimo amago de atacar al hombre que habían venido siguiendo casi desde la otra punta de Barcelona.

«No sé si los arredró que yo me quedase allí, porque no me subí a casa, cómo me iba a subir y dejarlo solo, y caminaba detrás de Seguí, despegada de él, pero pisando su sombra, y pudo ser que no quisieran matar a una mujer, o si aquellos gritos del taxista y su presencia o lo que fuera les hizo pensar otra cosa, dejarlo para otra ocasión más cobarde, pero así se marcharon, eso hicieron, y allí iría ese Feced, con el puño de la pistola recalentado en la mano, con su bilis y su miseria», así le hablaba Teresa Muntaner a Huertas Clavería en Toulouse a principios de los años setenta, «Para que digas las cosas como son, como fueron, y no como quisieron inventar después, como todavía inventan».

Una vez que el automóvil se marchó, pasando por al lado del taxista, éste se acercó a Seguí. «Es usted el Noi del Sucre, lo reconocí nada más montar en el coche pero no quise decirle nada. iMadre de Dios! iQué valor que tiene usted! iNunca me lo hubiese creído! Iban a matarlo. Lo que me ha hecho sufrir, reina santa.»

El Noi le agradece la ayuda, mira la barra de hierro que el hombre sostiene en las manos temblorosas, casi con parkinson, y le pregunta qué le debe. «Nada, hombre, nada. No le quiero cobrar nada.» Se dan la mano y al taxista, caminando hacia su coche, todavía se le oye decir, «iLo que he sufrido!».

Seguí permanece todavía unos momentos en la acera, mira a un lado y a otro de la calle. Se da la vuelta despacio y ve un poco más atrás a Teresita. Camina hacia ella. Se abrazan. Y se dirigen abrazados al portal. Suben. En la escalera está Heleni, sentado en el último peldaño y apoyado contra la pared, medio dormido, lloroso.

«Cuando entramos en casa, cuando acostamos a Heleni, Seguí se subió a una silla y cogió de la parte alta del armario la pistola. La había puesto allí para que los niños no la alcanzaran, y aunque le pregunté dos veces por qué no la había llevado esa noche, no me quiso contestar. Pero yo sé por qué lo hizo, por qué no la llevó. Porque yo lo acompañaba y porque venía Heleni con nosotros, y antes prefería que le dieran a él un tiro que se emprendiera un tiroteo y ponernos en peligro al niño o a mí. Por eso lo hizo. Ése era tu padre. Así», se quedó con la vista perdida Teresita Muntaner, casi cincuenta años después de aquella noche, contando a Huertas Clavería y a Teresa Seguí cómo fue o cómo recordaba ella aquella noche del 9 de marzo de 1923.

“Yo pensé que lo matarían al dia siguiente, y así fue. Con ese peso nos metimos en la cama, como quien se mete en un cajón, así lo digo, y yo con ella en el vientre, así eran las cosas en aquel tiempo. Así fueron. »

Y ésa fue la noche en que Salvador Seguí anduvo perdido en una rara somnolencia que a veces se interrumpía y lo dejaba en un estado de máxima lucidez, o eso creía, hasta que de nuevo desaparecía en una hondonada que no era sueño ni miedo ni lucidez y apenas vida, con Teresa, a la que él quizás creía dormida, a su lado, girada de cara a la pared, despierta, ambos sin hablar, confiados en que aquella sensación se aliviaría cuando pasara la noche. A lo le jos se iban oyendo los golpes de una campana, se oían voces y risas de noctámbulos, pasos en las aceras, un eco de vida, el sonido tumultuoso de algún automóvil y la luz de sus faros barriendo el techo del dormitorio y haciendo que Seguí se quedara aún más quieto, temiendo que el coche se detuviera bajo su ventana. Volviendo a respirar cuando el sonido se alejaba y los faros parecían haber sido una alucinación.

Ése fue el día que amaneció brumoso, marcando una dudosa raya de luz, un resplandor mortecino, en el espejo del armario. Y allí, mirando aquel fulgor, o calmado por la quietud del amanecer, Seguí abrió la mano, dejó que sus dedos desprendieran el bocado de la sábana y se quedó dormido, cuando le quedaban doce horas de vida.

Teresita se levantó sin haber dormido, anduvo por la cocina, se asomó cada pocos minutos por la ventana, fue a mirar casi con la misma frecuencia a Seguí, impuso silencio a los niños, se sentó en el comedor, se acordó de Laguía, sentado en la misma silla, recordó a Pestaña y a aquellos hombres en el teatro, se levantó y cocinó, y a las doce, oyó cómo Seguí se desperezaba en el dormitorio y sintió un vuelco de alegría y de terror al mismo tiempo, sintió deseos de ir hacia él apresuradamente, de quedarse donde estaba y romper a llorar, pero no hizo ni lo uno ni lo otro, se agarró a la mesa, se sostuvo, y siguió preparando la comida, quizás cortando verduras, fregando platos o añadiendo condimento a un guiso mientras le llegaban los sonidos cotidianos, ahora extraordinarios, de Seguí en el dormitorio. Allí, él vería aquel resplandor que los días de sol se producía en el vidrio de la ventana, aquel arcoíris pequeño que se insinuaba bajo los visillos.

Se levantó, se aseó y abrazó por detrás a Teresa al tiempo que le decía que iba a ver a Viadiu y casi al tiempo que ella le respondía que no saliera, que le hiciese ese favor y que se lo pedía como él le había pedido la noche antes que lo dejara estar, solo, en la calle. Seguí bromeó, para el caso que me hiciste, y Teresita, mirando al suelo, o a la mesa, o al lebrillo en el que flotaban verduras, le dijo, no salgas, te lo pido, y Seguí, serio, dijo, está bien, pero esta tarde viene Perones, tenemos que hacer el cobro del trabajo que le hemos hecho a Companys, y luego yo tengo un compromiso. Tú y tus compromisos, Seguí, tú y tus compromisos, adónde nos llevarán. Lejos, sonrió Seguí, y luego dijo que si había aguantado tantos meses en La Mola podría aguantar un rato preso en su propia casa y con mejor compañía.

Se sentaron a la mesa. Seguí comió mucho, «casi exageradamente, casi con desesperación o qué sé yo», le dijo Teresa Muntaner medio siglo más tarde al hombre que había ido a Toulouse para escribir un libro sobre el Noi del Sucre, aquel sindicalista que había agitado a los obreros de Cataluña y había desesperado a los patronos, y también le dijo Teresa que mientras comía, el Noi hablaba con Heleni de la función de la noche anterior, le hacía bromas y le prometía llevarlo a un circo que pronto llegaría a Barcelona. Leones, payasos y trapecistas que vuelan por el aire y no se caen nunca, hombres con zancos para ver más lejos y dar pasos más largos que nadie. Te llevaré y lo verás y nunca se te olvidará.

Sesteó, cuando le quedaban tres horas de vida. Teresa durmió en la cama. Quizás una hora, o más, derrumbada por la mala noche que había pasado. «Y en ese tiempo no sé lo que hizo Seguí, sólo sé, y eso lo recuerdo bien, y ya ves, han pasado cincuenta años como quien dice, que me desperté como si viajara en un barco, aunque nunca monté en ninguno, pero era igual que si todo se hubiera ido lejos y todo se moviese, y no pienses que yo creo en premoniciones ni en cosas que no están en este mundo, pero fue una sensación muy cierta, aunque, claro, pasó en un momento, y todo se me acercó, no como si el barco llegara a alguna parte sino como si yo saliera del fondo del mar o de debajo de un líquido espeso. Para no llegar a ninguna parte. »

Poco antes de que dieran las siete llegó Francesc Comas Pagàs, Perones. Veintisiete años, de oficio vidriero, delgado, con las orejas despegadas del cráneo y su pelo espeso, «como una boina, serio, tan joven y tan formal, con su mujer que estaba como yo, embarazada, y traté de convencerlo de que dejaran el cobro y lo que fuese para cualquier otro día, le conté lo que había pasado la noche anterior, pero el que mandaba era Seguí. Me hizo unas morisquetas y se fueron. Los oí hablar por el hueco de la escalera, y ya no supe más, hasta que tres horas más tarde Viadiu y Maurín llamaron a la puerta».

Teresita Muntaner se quedó en aquel piso pequeño de la calle Valencia mientras Seguí y Perones caminaban un rato, montaban en un tranvía, bajaban, charlaban pasaban por el bar el Tostadero —allí, el camarero Saleri dio aviso a Homs y Homs a Feced—, tomaban un café y salían a paso algo más vivo. Había gente por la calle, Teresa va escuchando el subir y bajar de los vecinos por la escalera, los juegos de los niños, el bullicio de un sábado por la tarde con la primavera apuntando por todas partes. Había tanta gente en la calle que los tres asesinos desisten de atacar en la plaza de la Universidad, junto al Tostadero, como tenían previsto, y siguen de lejos a sus víctimas hasta llegar a la Cadena. Y al llegar a la calle de la Cadena, Perones quiso comprar tabaco. Y Seguí le dice que lo espera en la puerta.

Todo fue muy rápido, del mismo modo que suceden los hechos intrascendentes. Igual que sucede todo. Pero, como siempre ocurre con esas cosas, luego viene la magnificación, la disección del tiempo, el desglose de lo que ocurrió y el ensamblaje de los diferentes detalles hasta crear una narración aproximada, medianamente verosímil de los hechos.

Hay una foto de esa calle de adoquines minutos después de que se produjera el atentado, y hay una foto de Seguí muerto. Los ojos y la boca entrecerrados, la mirada no del todo perdida. Parece que está abriendo los ojos al despertar de un mal sueño o que está a punto de llorar.

Alguna de la gente que aparece en la foto de la calle presenciaría lo ocurrido, una parte de ello, vería a un hombre correr, una pistola, el miedo o la cara de espanto de otro testigo, sin saber quién es víctima y quién asesino, o escucharía los disparos, las voces y las carreras. Están ahí, todavía sin querer marcharse, fascinados, mirando un vacío, el lugar donde hace unos instantes estaba el cadáver del Noi del Sucre, observando la mancha negra de la sangre en mitad de la calle. Hay ocho o diez niños. Un hombre con sombrero que sostiene un cigarrillo en la mano y observa de reojo a un guardia estático, otro hombre indiferente a todo que cruza la calle y camina junto al charco de sangre, apenas a veinte o treinta centímetros del manchón, lleva una gorra clara y el paso rápido. Una mujer saca a un niño de la escena, nadie parece hablar, sólo miran la nada, los adoquines, la sangre, el rostro de quienes como ellos están vivos.

Eran tres hombres, eso sí lo vieron muchos testigos. Nadie sabe de dónde salieron, por qué calle llegaron. Uno, vestido con una gabardina ligera y de color claro, Inocencio Feced, es el que se dirige decidido hacia Seguí, por un lado, a grandes zancadas pero sin correr, y dispara, y al mismo tiempo los otros dos hacen varios disparos al aire para sembrar el pánico y ahuyentar a la gente, y es uno de esos dos quien apunta y dispara a Perones, que acaba de salir del estanco y resbala, quizás ya herido, cae y se levanta y recibe, ahora sí, un disparo en un costado que lo hace trastabillar, pero no se derrumba, corre como puede, se refugia en una carnicería, y ya no mira atrás y no ve el cuerpo de Seguí. Probablemente unos segundos antes ha visto cómo el hombre menudo y ágil se ha puesto al lado del Noi del Sucre y le ha colocado la pistola ante la cabeza al tiempo que Seguí lo reconocía y, sabiendo que iba a morir, se giraba y trataba de sacar su pistola del bolsillo, cuando ya era tarde, cuando ya estaba al otro lado de la nada, y quizás uno de los gritos, el grito primero que se oyó, fuera el de Perones advirtiendo al Noi, pero ya había pasado todo. Corrieron los hombres, una mujer gateaba por la acera, con una herida de bala, se cerraban las puertas y la gente se apartaba de las ventanas.

El cuerpo de Seguí quedó en medio de la calle. Durante unos momentos un espasmo eléctrico le convulsionó una pierna. Luego nada. Quedó tirado como un maniquí que hubiera caído de un camión de mudanza. Un objeto olvidado y raro sobre un charco espeso, no demasiado abundante. Vestía un traje oscuro, unos botines de color rojizo. Un pañuelo blanco de seda, que no se manchó, al cuello. La gorra había salido disparada de su cabeza y quedó a su lado, como una seta gigante.

En el bolsillo izquierdo de la chaqueta le encuentran la nota que días atrás le ha enviado Francesc Macià advirtiéndole del peligro que corre. También un cargador suplementario para la browning. En la cartera, algo de dinero, unos papeles con anotaciones sin importancia y una tarjeta que dice: «Salvador Seguí, pintor».

Taparon el rostro de Seguí con un saco. Momentos después, a un sindicalista que pasaba por allí, llamado José Gardeñas, le resultó familiar la indumentaria del muerto. Se acercó y levantó el saco. Reconoció al Noi del Sucre y se fue calle adelante repitiendo el nombre de la víctima a gritos.

La noticia corrió rápidamente. María Espés, la mujer de Ángel Pestaña, que vivía cerca, acudió con una sábana para cubrir dignamente el cuerpo de Seguí. Muy poco después apareció el juez y se llevaron el cadáver, al hospital Clínico. Los médicos que practicaron la autopsia, los doctores Liñana y Luanco, certificaron que tenía una única herida producida por arma de fuego, en la cabeza, con orificio de entrada en la región occipital, pero sin salida. La bala quedó alojada en la región frontal. La herida tenía una trayectoria de abajo hacia arriba. Seguí era bastante más alto que Feced.

Perones fue conducido desde la carnicería en la que se refugió al dispensario de la calle Marqués de Barberà. Por el camino, semiinconsciente, repetía una y otra vez, “iPobre Noi!”. Minutos después que él, llegan al dispensario varios compañeros. El médico de guardia lo tiene tumbado en una camilla, fuma un cigarrillo, habla con calma y dice que no puede hacer nada por salvarle la vida. Simó Piera, que es uno de los que acaba de llegar, saca una pistola y se la pone en la cara al médico, lo conmina a actuar. El médico, lívido, dice que allí no hay medios para intervenir y ordena que lleven al herido inmediatamente al hospital de la Santa Cruz. Lo ingresan en la sala de Santo Tomás, cama 15. Perones había recibido tres impactos. Dos en la pierna izquierda y otro en el lado derecho del tórax, con orificio de salida por la zona izquierda, que había afectado al pulmón derecho y al hígado. El estado es de máxima gravedad.

En la calle Valencia, Teresita Muntaner ha terminado de poner la cena a los niños cuando por el patio oye a un vecino comentar algo con la portera. Hablan muy bajo, Teresa escucha, dicen que ha habido un atentado en la calle de la Cadena, pero no puede entenderlo todo. A pesar de ello «el corazón me iba muy deprisa». Casi inmediatamente hay un revuelo en la escalera. Suben varias personas, llaman a la puerta. Teresa tiene ante sí a Josep Viadiu y a Joaquín Maurín. Antes de que le digan nada, pregunta, ¿Han matado a Seguí? Le responden que no, pero ella insiste, Sí, sí, sí, lo han matado. Los niños, sentados a la mesa, miran asustados bajo la lámpara en forma de barco.

Con la noche, alrededor del hospital Clínico se va reuniendo un grupo cada vez más numeroso de trabajadores y sindicalistas. Quieren ver el cadáver del Noi del Sucre. La policía acordona la entrada. Se reclama una actuación rápida de la justicia. Se lanzan amenazas. Se convoca una huelga.

Al amanecer hay cientos de personas en las inmediaciones del hospital. Barcelona entera está levantada. Las autoridades toman la decisión de sacar de allí el cuerpo del Noi a escondidas. Se decide que el entierro se celebre clandestinamente. La conmoción es máxima, mucho mayor que la prevista por quienes han organizado el asesinato. Y así se hace.

El lunes 12, a las cuatro de la tarde, entierran al Noi del Sucre en un nicho de Montjuich de forma anónima. Sin que nadie supiera nada ni asistiese ningún miembro de su familia ni ningún compañero del sindicato. Un grupo de policías escolta el féretro. Únicamente permiten que, como representantes legales, estén presentes Lluís Companys y Agustí Castellà, el joven amigo de la familia.

Companys, que años después, con los pies desnudos para poder pisar tierra catalana, será fusilado cerca de aquel lugar, despide así al Noi del Sucre, el miembro más vital del triángulo inseparable que habían formado Layret, Seguí y él mismo.

El día siguiente muere Perones. La CNT se moviliza. Se convoca una multitudinaria manifestación en la plaza de Cataluña y desde allí se dirigen hasta la sede del gobierno civil, donde unos representantes del sindicato y de la familia de Francesc Comas, Perones, se entrevistan con el gobernador y pactan que el entierro no sea como el de Seguí. Salvador Raventós, el gobernador, íntimamente avergonzado por todo lo que ha sucedido con el Noi del Sucre, accede a que el de Perones sea público.

Doscientas mil personas se congregan en los alrededores del hospital de la Santa Cruz. Desde allí, el ataúd de Francesc Comas es llevado a hombros hasta el cementerio de Hospitalet. La conmoción es enorme. El funeral de Perones se convierte en el de él mismo y en el de su amigo Salvador Seguí. El Noi del Sucre y él son home najeados, vitoreados, llorados y ensalzados. Joan Peiró, amigo de ambos y secretario general de la CNT, pronuncia unas emotivas palabras al pie de la tumba de Perones. Recuerda a los dos hermanos caídos juntos y promete justicia.

No la habrá. La policía inicia una tímida investigación. Dos días después del asesinato del Noi del Sucre es detenido un tal Luis Adset, cuya cartera se había encontrado a escasos metros del lugar en el que Seguí había caído muerto. Es interrogado una y otra vez, quizás como maniobra de distracción. El hombre declara no saber cómo perdió la cartera. Se trata, simplemente, de un curioso que se acercó a ver lo ocurrido una vez que habían acabado los disparos. Confiesa que se agachó a ver de cerca el cadáver de Seguí y piensa que fue en ese momento cuando la cartera cayó de su bolsillo.

Desde algunos medios oficiales y patronales insinúan, o declaran abiertamente, que Seguí ha sido asesinado por elementos radicales de la propia CNT. Los anarquistas lo odiaban, se oye decir en más de un círculo. Nadie inquieta a Homs ni tampoco a Feced. Feced presumirá de ser él quien mató al Noi del Sucre. Nadie hace nada. Poco después la huelga cesa. La gente vuelve al trabajo.

El asesinato de “El Noi del Sucre”