sábado. 27.04.2024
salvador segui
Salvador Seguí. (Foto: Ayuntamiento de Barcelona)
 

Pere J. Beneyto recupera textos del líder anarco-sindicalista Salvador Seguí en un dossier documental que Nuevatribuna publica por entregas.

Se trata de escritos de y sobre la actividad sindical de Seguí que complementan la reconstrucción de su trayectoria biográfica.

Encabezan estos textos los apuntes biográficos del propio Pere J. Beneyto que enlazamos a continuación.

Tras el primer texto 'Teoría y práctica del sindicalismo', este segundo documento constituye la crónica emocionada de la huelga dirigida por la CNT en la empresa eléctrica “Riegos y Fuerzas del Ebro”, perteneciente a “Barcelona Traction, Light and Power Company Limited”, popularmente conocida como La Canadiense, que empezó el 8 de febrero de 1919 como una protesta más por motivos laborales y acabó convirtiéndose –por el liderazgo indiscutible de El Noi del Sucre- en una de las huelgas más ejemplares del movimiento obrero español, gracias a la cual se conseguiría por primera vez en Europa que la legislación amparará la jornada laboral de 8 horas.


La huelga de La Canadiense

Rodrigo Lastra (2013) Salvador Seguí, Madrid:
Fundación Emmanuel Mounier, Colección Sinergia

En 1919 se iba a poner a prueba el nuevo tipo de organización sindical (que se agrupaba en sindicatos de industria y se federaba a nivel local, regional y nacional, frente a los antiguos sindicatos de oficio). Esta nueva fuerza obrera,  sin la cual no se puede explicar cómo un conflicto laboral, en principio similar a tantos otros, pudo adquirir unas proporciones que ningún movimien­to obrero reivindicativo había alcanzado hasta en­tonces. La huelga de La Canadiense fue posible por la reorganización y expansión del sindicato único de Agua, Gas y Electricidad y fue, por tanto, la primera manifestación de fuerza de los sindicatos de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), organizados después del Congreso de Sants en grandes sindicatos únicos o de industria.

La empresa Riegos y Fuerzas del Ebro era llamada co­rrientemente La Canadiense por ser su principal accionista el Canadian Bank of Comerce of Toronto y su director el canadiense Fraser Lawton. Era una entidad de enorme importancia con centrales en Tarragona, Lérida y Gerona. Solamente en las oficinas de la empresa hallaban ocupación más de mil empleados. Numerosos servi­cios dependían directamente de los suministrados por la entidad.

A finales de 1918 el sindicato de agua, gas y electricidad, inició una huelga ante los abusos laborales que incluían el hecho de que su mísero salario lo recibían en forma de unos bonos cotizables únicamente en determinadas tiendas, que curiosamente pertenecían a La Canadiense. A la declaración de huelga, la empresa replicó con el despido de los huelguistas. Intervino la CNT y automáticamente fueron encarcelados muchos de los militantes más conocidos por la policía. Seguí fue arrestado en su casa mientras dormía. Todos ellos fueron llevados al acorazado Pelayo donde estuvieron hasta que mujeres e hijos de los militantes detenidos pidieron al gobernador, precisa­mente cuando ya se había extendido la huelga, que fue­sen trasladados a la prisión Modelo, donde podrían vi­sitarlos. Esta petición supuso, además, que hubiera posibilidad de ponerse en contacto con los dirigentes de­tenidos en una situación tan difícil.

El 8 de febrero de 1919, el personal de La Canadiense declaró la huelga en solidaridad con varios obreros despedidos por resistirse a aceptar rebajas de salarios que la empresa había anunciado como represalia contra ellos. A pesar de estar detenidos los principales responsables sindicales la lucha fue asumida por militantes jóvenes y el movimiento se sostuvo con mayor energía. La nueva estructura de sindicatos únicos probó su eficacia en aquella confrontación, que de modo inmediato llevó el paro por solidaridad a las demás empresas eléctricas y de gas de Barcelona. Al mismo tiempo se desarrollaban las huelgas de carreteros y chóferes y la de los obreros gráficos. A partir del 17 de febrero se declaró la huelga del ramo textil, que comprendía unos veinte mil obreros, o más bien obreras, pues el ochenta por ciento eran mujeres. Éstas reclamaban el reconocimiento del sindicato, la jornada má­xima de ocho horas, la total abolición del trabajo a destajo, el pago del jornal íntegro en caso de accidente, la prohibición de admitir trabajadores menores de catorce años y la paga íntegra de la semana, cuan­do, una vez empezada, decidiese la empresa sus­pender o disminuir el trabajo.

El 21 de febrero abandonó el trabajo todo el personal de las compañías de electricidad. La huelga de la industria eléctrica provocaba la huelga forzosa de tranvías. Dejaron de publicarse los diarios de la noche y la ciudad quedó a oscuras, teniendo que iluminarse las casas con lámparas de carburo y velas. El 27, los tranviarios, que acababan de organizar­se sindicalmente, dejaron de prestar servicio. Los sindicatos y el comité de huelga a pesar de la ilegalidad estaban en frenética actividad. José Piera, presidente del comité de huelga, lo describe con estas palabras:

Prácticamente todo el día estábamos reunidos. Algunas veces nos reuníamos en la playa; si veíamos acercarse a la guardia civil, escondíamos los papeles en la arena. Durante la huelga seguimos publicando Solidari­dad Obrera de forma clandestina; imprimíamos fuera de Barcelona cien mil ejemplares que se repartían pun­tualmente en las diferentes poblaciones y llegaban a todos los sindicatos. La organización, a pesar de la anormalidad de la situación, continuaba funcionando perfectamente, era realmente la consolidación de los sindicatos.

Los tipógrafos y linotipistas se sumaron a la lucha, estableciendo "la censura obrera", en respuesta a la constante "censura oficial". Es decir, se negaban publicar aquellas noticias o comentarios ofensivos o contrarios a la causa de los huelguistas.  Esta medida fue eficaz hasta el extremo de que el bando redactado por Miláns del Bosch ordenando la militarización de los huelguistas no se pudo publicar inicialmente.

El setenta por ciento de las fábricas habían visto paralizado su funcionamiento en la provincia de Barcelona. Cundió el pánico entre los diversos sectores de la burguesía barcelonesa y toda la población estaba en tensión. Ante la gravedad de la situación, el Gobierno declaró el estado de guerra y militarizó las empresas importantes (gas, electricidad…) para asegurar el suministro. El 1 de marzo, el Gobierno se incautó del servicio de aguas que había quedado desorganizado. El alcalde de Barcelona se puso en contacto con el comité de huelga que transmitió a las autoridades superiores las bases de negociación, que éste le presentó. Las condiciones de la comisión obrera eran las siguientes: La apertura de los sindicatos clausurados, la libertad de los dirigentes sindica­listas encarcelados desde el 16 de enero, la inmunidad del comité de huelga, concediendo un plazo de dos días para recibir la contestación del Gobierno. El Gobierno consideró demasiado breve el plazo y dio por fracasada la negociación. Los empresarios publicaron entonces un ultimátum declarando que los que no se pre­sentasen el 6 de marzo al trabajo debían considerarse despedidos.

El 7 de marzo el personal del Ferrocarril Sarriá-Barcelona y de los Ferroca­rriles de Cataluña se unían a la huelga aumentan­do la paralización de los servicios públicos, que el día 12 sería ya total. El gobierno, a la desesperada, lanzó un órdago. El 9 de marzo finalmente se consi­guió con muchas dificultades (debido a la censura proletaria) hacer público un bando del Capitán General Milán del Bosch movilizando forzosamente a los obre­ros de las empresas en huelga, bajo amenaza de pena de cuatro años de presidio sobre los que no se presentasen en sus respectivas zonas de reclutamien­to. 

El comité de huelga dejó a los huelguistas en libertad de decidir su conducta. La mayor parte de ellos no se presentaron o se negaron a trabajar y fueron conducidos en largas filas al Castillo de Montjuich, en donde se llegaron a internar tres mil obreros presos. La resistencia pasiva de los obreros movilizados ponía al Gobierno en un callejón sin salida.

El día 13 de marzo la situación era insostenible. De una parte La Canadiense, cuyas instalaciones estaban a punto de arruinarse, y de otra los obreros estaban prácticamente al límite de sus fuerzas. La UGT amenazaba con declararse en huelga de solidaridad, con lo que el paro se hubiera difundido por las demás ciudades (Madrid, Valencia, Zaragoza…). Y sobre todo, el Gobierno temía que un movimiento de tal magnitud de los obreros industriales de Barce­lona, animase a los jornaleros andaluces en un momento como aquel de agitación agraria en varias pro­vincias de Andalucía.

José Morote, subsecretario de la presidencia del Gobierno, encauzó los primeros pasos de la negocia­ción. El día 15 de marzo terminó la censura obrera y el 17 se llegó a un acuerdo entre las representaciones de La Canadiense y el comité obrero. En virtud del mismo se pondría en libertad a todos los presos por cuestiones sociales y se readmitiría a todos los huelguistas sin represalia alguna. Además, La Canadiense aceptó un aumento general y proporcional de salarios, la jornada máxima de ocho horas y el abono de la mitad del mes que tuvo la huelga de duración. De parte del delegado del Gobierno se aseguró que, luego del acuerdo definitivo, sería levantado el estado de guerra.

Pero estos acuerdos eran muy frágiles y necesitaban el refrendo de los huelguistas. En los medios sindicales el convenio tenía ene­migos. Muchos obreros todavía se oponían porque eran partidarios de la lucha continua y lo consideraban una rendición cuando estaban a punto de vencer. No faltaban tampoco provoca­dores a sueldo de la burguesía. Todos ellos consiguieron crear un ambiente hostil al acuerdo, pese a ser mi­noría, que podía dar al traste con los intentos de pacificación. El comité de huelga le expuso este nuevo problema al go­bernador el 19 por la mañana. Ninguno de ellos se sentía capaz de dominar a la oposición. En realidad sólo podía hacerlo Sal­vador Seguí, secretario del comité regio­nal, que asimismo apoyaba el convenio. Pero estaba encarcelado desde el inicio de la huelga, por lo que pidieron su liberación, que se produjo el mismo 19 de marzo.

Esa misma noche estaba convocado el mitin de la plaza de toros de las Arenas para refrendar o rechazar el acuerdo. El coso estaba a reventar y mucha gente, que no pudo entrar, lo siguió en la calle a la espera de noticias. Las autoridades to­maron todas las medidas de seguridad posibles por miedo a disturbios. En el exterior había guardias a caballo y dentro del coliseo otros muchos a pie junto con numerosos agentes de la secreta. Como delegado gubernativo, cuya presencia era obligatoria en los actos públicos, se encontraba el propio jefe superior de policía asistido por todos los comisarios de distrito de Barcelona.

Desde la tribuna de oradores, situada sobre el toril, había un mar humano encrespado y violento. Estaban allí todos los enemigos del pacto decididos a hundir el mitin. Nadie sabía cómo iba a acabar aquello. Según relatan los que allí estuvieron, conforme a lo acordado, los representantes de la Federación Local y de la Regional empezaron a dar cuenta de los acuerdos: Simó Piera, por el Sindicato de la Construcción; Paulino Díaz, por la Federación Local, y Francisco Miranda, por los presos recién liberados. No pudieron terminar sus discursos. El griterío era abrumador. Los insultos surgían, imponentes, de todos lados: ¡Reformistas! ¡Traidores! ¡Apagafuegos! ¡Muera! ¡Fuera!. El Noi del Sucre conservaba la calma, fumando un cigarrillo, y mirando a aquella multitud.

El mitin estaba a punto de suspenderse. Entonces, se levantó a hablar Seguí, tiró el cigarrillo al suelo, se secó los labios y se adelantó a la tribuna, donde destacaba su macizo corpachón. Gran parte del público calló, impre­sionada por su presencia e interesada por oírle. Pero otros continuaron interrumpiendo, decididos a que no se aproba­se el convenio. Sin embargo, en aquellos tiempos anteriores a micrófonos y altavoces, la potente voz de El Noi del Sucre llegó hasta los últimos rincones, por encima de gritos y de protestas.

Para El Noi del Sucre la organización estaba por encima de todas las demás consideraciones. De lo que entonces decidie­sen dependería en gran parte el futuro de la CNT, pues tan­to la clase obrera como la burguesía de España entera es­taban pendientes de ellos. Si desautorizaban al comité de huelga darían tal prueba de irresponsabilidad que ya nadie volvería a fiarse de los sindicatos. Se habían conseguido las reivindicaciones por las que se inició el conflicto de La Canadiense. En consecuencia, no tenía objeto continuarlo. Con res­pecto a los presos, estaban ya siendo puestos en libertad. Él mismo era una prueba. El gobernador había prometido que todos volverían a sus casas en el plazo de tres días. Debían concederle un margen de con­fianza. En el caso de que no cumpliese su palabra, siempre podían volver a la huelga, afirmación que, como se vio, fue su único error de aquella noche.

Seguí logró hablar, hacerse oír y convencer. Probablemente aquella fue la prueba más dura de la vida de El Noi del Sucre, pero supo superarla de una manera magistral. Poco a poco, elevando gradualmente su sonora voz, fue haciendo callar a los exaltados y, al cabo de pocos minu­tos, la plaza entera escuchaba fervorosamente. Argumentando, se­duciendo con su oratoria inigualable, fue haciendo cambiar el furor de la multitud en reflexión lógica. Entonces Seguí tuvo uno de sus golpes de auda­cia que le permitían imponerse:

¿Queréis a los presos? preguntó a la multitud. Luego, seña­lando el vecino castillo de Montjuich, añadió: ¡Vamos a buscarlos ! El público quedó desconcertado. Lo que les proponía El Noi del Sucre era muy serio. Significaba echarse a la calle en aquel momento y tal como estaban. Pero, además, sabían que de hacerse, él iría en cabeza. Nadie se atrevió a contes­tar. De hecho, la oposición estaba vencida: …Pensad en la trascendencia del momento presente; pensad que ahora no sólo se vela por la libertad de los presos, sino por la responsabilidad de las organi­zaciones obreras y la efectividad de los compromisos que de aquí en adelante puedan contraer. Esta noche, a pesar de las impetuosidades de que he hablado, hemos de salvar las organizaciones obreras. Si desautorizamos al comité, ponéis en peligro la libertad de los presos y dais una satisfacción a la bur­guesía. Que se reafirmen aquí la confianza y la unión, y así, o se consigue pronto la libertad de los presos, o comen­zará una guerra formidable. Yo me someto al comité en nombre de los presos….

Cuando dio por terminado su discurso, todo el mundo, por aclamación, acordó el cese de la huelga general, que había durado cuarenta y cuatro días.

Se dio por concluido el acto y la multitud, en perfecto orden, fue abandonando la plaza de toros. El mitin había durado tres cuartos de hora y ni en un solo momento fue necesaria la intervención de la policía. El propio jefe superior de la policía, se le acercó a Seguí y le dijo que nunca en la vida había visto una cosa igual, que un hombre pueda conducir a la masa de esta manera. El mitin habría podido acabar en tragedia de no haber sido por El Noi. Seguí salió del mitin y los anarquistas que habían ido a verlo al salir de la prisión no estaban.

El diario conservador madrileño El Sol, calificó el acto como el triunfo del único poder organizado del país. La huelga fue un éxito para los trabajadores. Los obreros consiguieron todas sus reivindicaciones, no sólo los de Agua, Gas y Electricidad, sino también carreteros y chóferes, obreros textiles y tipógrafos. Ese mismo mes el Gobierno del Conde de Romanones (que tuvo que dimitir tras la huelga) sancionaba la jornada de ocho. A partir del 1 de octubre de 1919 la jornada máxima total sería de ocho horas al día y de cua­renta y ocho a la semana, para todos los oficios. España fue así el primer país de Europa en donde se consiguió la jornada máxima de ocho ho­ras, que era una reivindicación histórica de a clase obrera.

La huelga había durado cuarenta y cuatro días y, pese a algún brote inicial de terrorismo extremista (hubo un atentado con un muerto y varios heridos), el conflicto apenas revistió actos de violencia, siendo presidido en general por la acción pacífica serena y disciplinada de los huelguistas. Si se tiene en cuen­ta el grado de tensión a que se había llegado en una Barcelona paralizada mes medio, resulta asombroso que no se hubiese desatado la violencia, como había sucedido en anteriores huelgas generales, muchísimo más cortas.

Liderazgo de Salvador Seguí en la huelga de La Canadiense