jueves. 02.05.2024
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Senado, en la sesión celebrada el pasado 10 de enero.

El “Seamos realistas, pidamos lo imposible” del Mayo francés del 68 desafiaba al clásico aforismo de que ‘la política es el arte de lo posible’. Aunque quienes defendíamos y mantenemos el lema del 68, y hemos pasado algunos años en tareas de gestión política pública, pudimos descubrir que no hay contradicción si de veras convertimos a la política en un arte, en la línea de sus sinónimos: “talento, genio, inspiración, maestría”, capaces de remover obstáculos y de ingeniárselas para cambiar la realidad, convirtiendo a la política en una herramienta “cargada de futuro”.

Se ha hecho en nuestra democracia en diversas ocasiones: cuando en los Gobiernos de Felipe González se implantó la Sanidad universal y gratuita y la Educación obligatoria y gratuita, alargando dos años su obligatoriedad (aunque en este ámbito quedó el fleco de la enseñanza concertada -aún no resuelto-, a partir del cual determinadas Comunidades Autónomas están manipulando pasarelas de privatización). Con el primer Gobierno de J.L. Rodríguez Zapatero, cuando se realizó una regularización masiva de inmigrantes indocumentados que ya vivían en España que, contra el criterio de los sectores conservadores, se tradujo en un incremento del empleo y en un considerable aumento de la hucha de las pensiones; o cuando se aprobaron las mejoras de derechos cívicos y sociales. Fueron pasos de gigante que nacían del arte de hacer posible lo que mucha gente decía que era imposible, o que ponían resistencias.

En los últimos cinco años también hemos experimentado el ejercicio de ese arte verdadero de la política. Desde los ERTEs hasta el salario mínimo, pasando por las pensiones y por otros muchos logros (empleo, mejora de la economía…) que los “expertos” rechazaban porque sólo se fijaban en lo “posible” y no en el arte.

Una regularización masiva de inmigrantes indocumentados que ya vivían en España que se tradujo en un incremento del empleo y en un considerable aumento de la hucha de las pensiones

Ésa es verdaderamente la política, y para eso vale. Una política que en España se ha animado precisamente a partir de lo que los ortodoxos consideraban un grave problema: la fragmentación de la representación. Por la pereza de tener que negociar y de emplear la imaginación, los políticos inmovilistas y desviados prefieren poner barreras y definir un concepto de país completamente equivocado. De hecho, la costumbre bipartidista dejó una rémora que, por desgracia, rima más con la rutina y la política “al tran-tran” de la época de la llamada Restauración, que con la España viva y dinámica que se atreve a pensar en concreto y en diverso, que se atreve a arriesgar y a buscar caminos de futuro, en lugar de seguir la senda de la rutina, de la mera administración casi familiar (imagen que tantas veces nos ha planteado como modelo la derecha). Esos políticos, a los que llamo desviados, están más aferrados a usos y costumbres decimonónicas y del primer cuarto del siglo XX que a las exigencias de una España cada vez más viva y exigente.

Me atrevo a decir que ese tipo de políticos son desviados, porque en nombre de la Constitución se apartan de los principios que marca, sugiere y permite la propia Constitución. Ellos la toman como una tabla de mandamientos, esculpidos en piedra, inamovibles, tasados y medidos. Y la Constitución, por el contrario, y a pesar de las circunstancias difíciles en las que se proclamó, es un marco que contiene un espíritu de convivencia en libertad, que establece unos derechos fundamentales sólidos, pero que abre un espacio que permite evolucionar, hasta el punto de que dedica cuatro artículos a orientar el camino de su propia modificación.

Existe otro tipo de políticos desviados que en el lenguaje clásico podrían denominarse logreros: van a sacar ventaja partidista y hasta personal de la práctica política. Se la dan de avispados y tratan de aprovechar los resquicios que les deja el clima y hasta el obligado ejercicio de la negociación a la que nos referíamos antes. No tanto para buscar el bien común (que ya desde Aristóteles se define como el verdadero objetivo de la política), sino para retorcer y exprimir un poco más esa negociación y sacar alguna ventaja adicional, que le haga aparecer como el listo y el imprescindible en el teatrillo de marionetas en el que tratan de convertir la política.

Y ya no hablo -porque en realidad están fuera de la escena democrática- de los que intentan obligarnos a comulgar con una Constitución, que ellos ni entienden ni comparten, a la que asimilan con la llamada “democracia orgánica” de la dictadura, o incluso con los tiempos y usos anteriores a ese intento de lavado de cara que hizo el franquismo.

De todo hemos tenido en el Congreso de los Diputados hace muy poco, con motivo de la votación de tres reales decretos ley, que trataban de resolver a la vez unas condiciones en plazo señaladas por Europa para entregar 10.000 millones de los fondos de recuperación, las medidas anticrisis y el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones, entre otras cosas. Y ahí es donde entró la marrullería con las que unos y otros, pertenecientes a las distintas clases que hemos tratado de dibujar, trataron de convertir una tramitación parlamentaria normal en un puerto de arrebatacapas.

Por la pereza de tener que negociar y de emplear la imaginación, los políticos inmovilistas y desviados prefieren poner barreras y definir un concepto de país completamente equivocado

Allí vimos cómo pensionistas que votaron al PP y a Vox van a ver subidas sus pensiones a pesar del voto negativo del PP y Vox (es de esperar que se lo piensen para las próximas, porque de gobernar esos dos partidos ahora se encontrarían con la pensión del año pasado). Y vimos cómo un grupo, que se presentó en una coalición que defendía lo que después se plasmó en el programa de gobierno, votó en contra de que a los parados de larga duración de más de 52 años se les subieran 90 euros al mes cuando se les acabe el subsidio de desempleo (700.000 personas ahora mismo), y que les ocurriera lo mismo a otras 200.000 de más de 45 años. Y todo por unos cálculos mal hechos que lo que enmascaraban era una rabieta y una venganza porque se habían quedado sin un sillón en el Consejo de ministros. Sí, claro: me refiero a la puñalada de Podemos, que espero que se les vuelva en contra para que aprendan la lección.

Y los espabilados por excelencia -los que más han ganado a corto plazo con ese diálogo que robustece la democracia-, que no contentos con ver enfilada por su camino la ley de amnistía, jugaron al “más difícil todavía” de donde sacaron solamente la delegación para la Generalitat de Cataluña de la gestión de la inmigración: nada entre dos platos, como dicen en mi pueblo, porque las competencias siguen siendo de la Administración Central del Estado, y porque a saber qué pasa con el partido de Puigdemont en las elecciones catalanas. Pero tenían que hacerse ver, para después hacer mutis por el foro a la hora de las votaciones. ¿Qué pasará cuando esté aprobada la ley de amnistía? El tiempo dirá. El tiempo, y la habilidad política, que ha renacido con una gran riqueza de matices en los pasados cinco años. Pero no: la marrullería de algunos no encaja en nuestra democracia. Y menos, si viene disfrazada de vendetta. Y menos si viene con atisbos de competir con la extrema derecha catalana, o de convertirse en ella. O de intentar de resucitar viejos rescoldos del procès.

Tal vez esos fenómenos -que han hecho frotarse las manos a los planteamientos absurdamente extremistas de la derecha; de los otros sigo sin querer hablar…- han sido involuntariamente concitados por la premura de sacar adelante, a plazo fijo, unos decretos ley. Ya tenemos una lección. En épocas de fragmentación parlamentaria hay que hilar muy fino, no improvisar nunca, abrir diálogo con todos los posibles aliados, y encontrar los puntos de negociación sin que nos aparten del objetivo fundamental, y sin que nos saquen del marco constitucional. Pero -por otra parte- no perder la táctica fundamental de la flexibilidad, y mirar las consecuencias posibles de cualquier concesión cuatro pasos más adelante del que se está a punto de dar.

Nada, por tanto, de premura, más que cuando sea imprescindible. Y no pensar jamás que hay aliado pequeño, porque hasta el más minúsculo (permítaseme este barbarismo) puede abrirnos un camino fecundo, o puede -por el contrario- meternos en un intrincado laberinto.

Y, por último, tener siempre presente que cualquier cosa que se pacte ha de ser muy bien explicada a la sociedad. Todo aquello que no pueda ser entendido por la sociedad hay que evitarlo, o hay que esforzarse en traducirlo, en hacer la suficiente pedagogía como para que lo termine comprendiendo.

En los pasados cinco años se hicieron muchas cosas que valen la pena, y que, cuando se miren con una perspectiva histórica es muy posible que se consideren sustanciales. Sin embargo -aunque se beneficie de ellas- la sociedad no las ha asimilado, no ha sabido apreciarlas suficientemente. En parte, porque ha habido una campaña de desprestigio no contrarrestada. Y en parte porque no ha habido ni el detenimiento ni la paciencia suficientes como para esforzarse, por activa y por pasiva, en poner en valor lo que se ha realizado.

No pensar jamás que hay aliado pequeño, porque hasta el más minúsculo puede abrirnos un camino fecundo, o puede -por el contrario- meternos en un intrincado laberinto

El hecho de que un gran número de personas esté hoy en día, y lleve un año haciéndolo, viajando gratis en cercanías y media distancia, o con descuentos del 30 o el 50% en el caso del transporte urbano, no puede dejar de explicarse: hay que traducirlo en números, en dinero ahorrado, en comparación con lo que supone para un gran número de ciudadanos para contrarrestar con creces la inflación. Cada persona que cada día se ahorra en el tren 4, 5 o 10 euros por los abonos recurrentes, está contrarrestando, sólo con un día, la subida de una de sus compras domésticas. Y todo esto no se ha explicado, ni se explica. Ni se hace ver que una medida de ese tipo te hace más libre que los eslóganes de la falsa libertad de la caña y la terraza. Y hay que hacer entender que ese resultado sale de la decisión de un mejor reparto del dinero de todos. Y que se está haciendo a la vez que se disminuye la deuda pública (ese caballo de batalla con el que personas como Feijoo trata de amedrentar nuestro futuro).

Se podrían poner muchos más ejemplos de resultados positivos para la sociedad que ésta no ha sabido ni de dónde proceden, ni por qué se han adoptado, y por qué no deben inquietar su futuro, porque proceden de medidas meditadas, calculadas al céntimo. Pero bastaría con decir una cosa muy concreta: si la sociedad española hubiera estado mejor informada; si hubiera existido esa pedagogía constante, ese diálogo con sus inquietudes, esa neutralización de la mera propaganda en contra, el día 23 de julio el Partido Socialista no habría ganado un millón de votos respecto a las elecciones de 2019: habría ganado mucho más. Y la sombra del apocalipsis no se habría cernido sobre las conciencias de los votantes; y no se habrían necesitado siete escaños, ni doce, en el Congreso de los Diputados para continuar con la labor empezada.

Y todo ello, para finalizar, necesita una readaptación de las Administraciones, para que estén a la altura de las reformas, de forma que sean capaces de llevarlas a término, allanando el camino, y no escudándose (o cambiándolas) en otras normas que las dificultan. 

Política, marrullería, premuras y sociedad