miércoles. 24.04.2024
Fotos: Yolanda Rodríguez Soria

Tras años de bonanza en los que las grúas y los andamios eran casi un símbolo de orgullo nacional, el pinchazo de la burbuja dejó a su paso un cementerio inmobiliario de edificios derruidos, cimientos abandonados y viviendas vacías. Un paisaje que recordaba aquello que habíamos aspirado a ser, pero no habíamos sido. Y que, de nuevo, dejaba en evidencia que las grandes crisis pisan más fuerte a los individuos más humildes de la sociedad

  1. La Planta Pirata 
  2. La prometida sociedad del bienestar 
  3. Un escaparate vacío 
  4. Cambiémoslo todo para que todo siga igual 

En Collado Villalba, un municipio situado al noroeste de la Comunidad de Madrid aún permanece construido uno de aquellos bloques de pisos erigidos poco antes de la crisis de 2008 y que hoy forman parte de la cartera de activos tóxicos de la Sareb o “banco malo”. Situado en el número 13 de la Calle Real, el edificio luce sobre su fachada un cartel desgastado por el tiempo en el que se anuncia la venta de apartamentos-estudio desde 68.000 euros. A su derecha, una panadería-cafetería Granier sirve desayunos y meriendas a los ciudadanos del municipio. Y a su izquierda, los restos de lo que un día fue una perfumería Douglas se dejan ver a través de las rejas del local. Sobre el marco del portal, la firma de la constructora: ECC Vivienda.

La edificación, conocida ahora como el bloque, fue okupada a medianoche del 20 de diciembre del año 2020: en plenas navidades y después de que se conociese la noticia de que una persona sin hogar había fallecido a causa del frío en uno de los parques de la localidad. Camuflados, con taladros y palancas, y tras haberse reunido durante meses entre planos del recinto para organizar el asalto, decenas de personas entraron, por primera vez, a los largos y fríos pasillos que ahora recorren con cotidianidad. 

Fachada del edificio okupado de Collado Villalba. Foto: Yolanda Rodríguez Soria
Fachada del edificio okupado de Collado Villalba. Foto: Yolanda Rodríguez Soria

La Planta Pirata 

Hoy, en el número 04-10 de la Planta Pirata –así se refieren los habitantes del edificio al piso en el que residen los más jóvenes de la comunidad– Jimmy, de 28 años, toca los acordes de Simple Man a la guitarra. Para él, la okupación de propiedades de bancos o fondos buitre es una forma de reivindicar que la vivienda es una necesidad a la que todos deberíamos tener derecho. “Yo podría vivir en otro sitio porque tengo la suerte de ser un varón blanco y educado. Pero la vivienda no puede ser un bien especulativo, sino un derecho de verdad”, explica el joven, que viste unos vaquerosdesgastados y un jersey de rayas “reciclado” de un contenedor de basura. 

No estás pagando el precio de una vivienda, ni por un techo, ni por una cocina. Estás pagando el precio de vivir dentro de esta sociedad

Sentado sobre el sofá de un apartamento de escasos treinta metros cuadrados, que en invierno calienta con un pequeño radiador, Jimmy recuerda cómo fueron los primeros días en la comunidad de vecinos. Aquellos días en los que el edificio era una enorme nevera, y en los que aún quedaban mudanzas y reparaciones por hacer. “Es verdad que hace tiempo, cuando llegamos, nos organizamos para hacer distintas tareas y todo era muy comunal. Pero eso, con el paso del tiempo, ha dejado de ser así”, expresa. 

Jimmy paseando por la azotea del edificio. Foto: Yolanda Rodríguez Soria
Jimmy paseando por la azotea del edificio. Foto: Yolanda Rodríguez Soria

Ahora, tan sólo unos pocos privilegiados tienen agua en el edificio. Quienes pudieron permitírselo, pusieron bombas que llevan el agua desde el garaje inundado hasta sus “ostentosas” duchas hidromasaje. Y la luz, pinchada desde hace años al cableado municipal, reparte electricidad a todos los vecinos de la comunidad. “¿Si tardas entre seis meses o un año en construir una casa con tus propias manos, por qué vas a invertir cuarenta años de tu vida en pagar una hipoteca? –Se pregunta– No estás pagando el precio de una vivienda, ni por un techo, ni por una cocina. Estás pagando el precio de vivir dentro de esta sociedad”, argumenta.

El precio de ser inmigrante 

En el piso 10-01, Estefanía da el pecho a su hija Ainhoa mientras su pareja Edgard coloca en la nevera los alimentos que reciben de una iglesia cristiana de la localidad. Ambos partieron de Colombia huyendo de la violencia y la hostilidad de las calles del país y tratando de buscar “una vida mejor”. Sin embargo, en España su única posibilidad de empleo se escondía bajo la economía sumergida. Por lo que, con la llegada de la pandemia, la pareja dejó de tener ingresos y se vio en la necesidad de okupar. “En Villalba había un murmullo de que estaban dando casas, pero nadie nos daba información directa. Así que, al final, nos paramos ante la puerta de este edificio, y conseguimos hablar con un hombre. Le conté que tenía una niña y que no teníamos dónde dormir, y tomamos la decisión de okupar”, recuerda Estefanía. 

Hay gente que piensa que venimos a quitarles el trabajo, pero no es así. Nos pagan porque trabajamos barato y hacemos lo que nadie más quiere hacer

En Colombia, la joven solía pasar las mañanas frente a la pantalla de un ordenador. “Yo en mi país trabajaba como diseñadora gráfica. Y aquí he venido a limpiar baños”, dice Estefanía mientras dibuja sobre un papel un elefante para su hija Ainhoa. Y continúa, “hay gente que piensa que venimos a quitarles el trabajo, pero no es así. Nos pagan porque trabajamos barato y hacemos lo que nadie más quiere hacer”. 

A pesar de todo esto, para quienes se preguntan por qué las personas migrantes luchan por quedarse en nuestro país a pesar de las dificultades que esto les conlleva, Estefanía tiene la respuesta. “Todo el mundo merece poder vivir alejado de la violencia y construir un futuro mejor para sus hijos. Cualquiera habría hecho lo mismo”, termina.

La prometida sociedad del bienestar 

Tan solo un par de pisos más arriba, Fernando, de 46 años, y su madre Laura, de 63, permanecen sentados frente a la ventana de su apartamento mientras recuerdan su vida anterior. “Al principio fue complicado vivir aquí. Tampoco quiero decir que fuese duro, porque duro es que te echen a la fuerza de tu casa, o darte cuenta de que tus amigos ya no quieren saber nada de tí. Pero esta vida, en el fondo, no está tan mal,” dice Fernando. 

El pequeño piso, moderno pero elemental que comparten madre e hijo, retrata a la perfección lo que queda de la burbuja inmobiliaria. Fernando estudió piano y solfeo en el conservatorio durante su juventud y trabajó como DJ en algunas de las salas más reconocidas de la capital. “Yo cobraba alrededor de 6.000 euros al mes y vivía una vida en la que jamás te imaginas que vas a acabar aquí'', relata. “Sin embargo, cuando te pasa te das cuenta de que esto puede sucederle a cualquiera”, explica Fernando. 

Mi madre está deprimida. A ella se le va apagando la vida poco a poco y a mí se me apaga con ella

Laura fue una mujer maltratada por su expareja que tuvo que sacar adelante a sus dos hijos. Trabajaba como teleoperadora y cobraba alrededor de 1.200 euros al mes. Ahora, tiene una paga de 400 euros que lleva meses sin cobrar debido a que la depresión que padece le impide llevar a cabo este tipo de trámites. Y Fernando, que actualmente trabaja como camarero en Madrid, se siente culpable por no poder pasar más tiempo junto a ella. “Mi madre está deprimida. A ella se le va apagando la vida poco a poco y a mí se me apaga con ella”, balbucea. 

Madre e hijo, compañeros de piso. (Yolanda Rodríguez Soria)
Madre e hijo, compañeros de piso. Foto: Yolanda Rodríguez Soria

Madre e hijo fueron desahuciados de su vivienda cuando los estragos de la pandemia dieron sus primeros coletazos. Por aquel entonces, Laura había sido despedida, Fernando cobraba 800 euros y pagaban de alquiler 525 euros al mes. Esto, sumado a otros gastos como el de la luz y el agua, “hizo que la pelota se fuese haciendo cada vez más grande, hasta que reventó”, explican.

Hoy, Fernando recuerda aquellos días de invierno con rabia y extrañeza. Laura prefiere no pronunciar palabra, aunque se puede leer la tristeza en sus ojos. Aquella no fue la primera vez que perdieron su casa, pues Laura fue desahuciada junto a sus dos niños en los años 80, cuando Fernando tenía diez años, “pero esa es otra historia”. 

Un escaparate vacío 

Para otros, esa enorme colmena en la que hoy se esconden tantas historias, simboliza todo aquello que nunca sucedió. Este es el caso de Miguel Ángel, que pagó 6.000 euros de señal al grupo cántabro ya desaparecido ECC Vivienda por la compra de uno de estos apartamentos. Durante aquellos años, el joven imaginaba cómo sería su vida junto a la de su mujer en el número 13 de la Calle Real. Sin embargo, la mudanza nunca llegó. Y el inmueble pasó a formar parte de la Sareb después de que el ayuntamiento no le concediera a la constructora la cédula de habitabilidad. 

Miguel, esa casa no te la ha quitado la gente que vive allí, te la ha quitado la constructora, el ayuntamiento o el banco, pero no esa gente

“No existió una conversación formal en la que se nos dijese que nunca viviríamos en esas casas”, recuerda Miguel Ángel, que ahora acaba de divorciarse de su mujer y trabaja en un parking con cuyo sueldo se le hace muy complicado poder pagar el alquiler. “Paso muchas veces por el edificio y se me revuelve el estómago porque pienso en que aquella habría sido nuestra primera casa y en todo lo que podríamos haber compartido entre esas paredes”, explica. Además, no duda en señalar a quienes cree culpables de su tragedia: la constructora, y el ayuntamiento, que considera, ha sido demasiado permisivo con la okupación en el municipio. “Cuando hablo con mis amigos me dicen “Miguel, esa casa no te la ha quitado la gente que vive allí, te la ha quitado la constructora, el ayuntamiento o el banco, pero no esa gente”. “Y sé que llevan razón”, confiesa. 

En septiembre del año 2021, el ayuntamiento abría una Oficina Antiocupación a escasos metros del número 13 de la Calle Real. “Normalmente no hay nadie. Yo comenté a una señora que trabajaba allí lo que me había sucedido y me dijo que hablase con el ayuntamiento porque ella no podía ayudarme”, relata. Y termina: “esto es tan sólo un intento de lavar la imagen de pueblo okupa que estamos cogiendo, pero nada más”. 

La oficina, que se implantó en el lugar en el que antes había una galería de arte municipal, ya ha echado el cierre debido a la polémica que acarreó su apertura. Por un lado, los datos que publicó el ayuntamiento sobre la okupación en el municipio para justificar su existencia, nada tenían que ver con los recogidos por el Ministerio del Interior. Y por otro, el contrato de la Oficina de Desocupación fue firmado sin concurso público con la empresa Desocupaciones Técnicas SL, cuyo propietario es Salvador Palazón Marquina, el dueño de Desokupa Express, una empresa con investigaciones abiertas por allanamiento de morada. “Se descubrió que dos de las tres empresas que estaban licitando el contrato eran de la misma persona. Fue una vergüenza”, concluyen desde Podemos. 

Por su parte, Ana de Dompablo, portavoz de VOX Collado Villalba, lamenta la situación que está viviendo el municipio. Y alega que “nada justifica saltarse las leyes y okupar una vivienda que es propiedad privada”. Sin embargo, hace hincapié en la falta de recursos e inversión social que existe en la localidad. Y manifiesta que la solución al problema debe pasar por la inversión en vivienda social, negociaciones con la Sareb y una reforma del código penal impulsada a nivel nacional. 

Jimmy espera que la vivienda sea algún día un derecho de verdad y que se deje de criminalizar a las personas más vulnerables de la sociedad por el mero hecho de serlo

Cambiémoslo todo para que todo siga igual 

Hoy, Edgard y Estefanía llevan a cabo los trámites para regularizar su situación en el país y desean poder vivir de alquiler lo antes posible. Fernando prefiere no pensar en el futuro pues teme no estar dándole a su madre la vida que merece. “Me gustaría que las historias acabasen mejor y que mi madre tuviera más ilusión por vivir. Ese es mi fracaso”, se lamenta. Y Jimmy, desde su juventud, espera que la vivienda sea algún día un derecho de verdad y que se deje de criminalizar a las personas más vulnerables de la sociedad por el mero hecho de serlo. “Quisiera decirle a la gente que los okupas no existen y que okupar es solo un verbo. Nosotros no somos una tribu urbana. Somos personas, y nada más”, expresa.

Mientras, la oficina contra la okupación en la que el ayuntamiento invirtió 15.000 euros está cerrada. Dos mujeres comen pipas frente a su local, ahora vacío. Las personas más vulnerables del municipio siguen luchando por poder tener un techo bajo el que vivir con dignidad. Y el problema de la vivienda en España sigue sin tener una solución eficaz. 

Okupar es solo un verbo