miércoles. 01.05.2024

Hace años tuve la ocurrencia de proponer dentro de una asociación que lucha por la justicia social un debate arriesgado: ¿Sería beneficioso reivindicar un salario digno e idéntico para todos los trabajos? Sobra decir que la idea fue inmediatamente rechazada. Un arquitecto apeló con cierta indignación a las intensas jornadas de estudio de su juventud, a los gastos en matrículas universitarias y a la complejidad de su profesión. Las tareas cualificadas, aseguró, requieren una formación previa y sostenida, implican responsabilidad adicional e introducen en el conjunto social más valor que los empleos sencillos. Conste que yo no pretendía incidir en la remuneración de las labores “superiores, sino en buscar la forma de recompensar a cualquier trabajador sin que se le discrimine de una forma tan acusada por la presunta inferioridad de su aportación. 

Al igual que nuestra sociedad no restringe servicios sanitarios, educación o el derecho a votar a un individuo con un coeficiente intelectual mediano o con una escasa visión para los negocios, nuestro sistema económico no debería promover diferencias abismales en el bienestar y en la preeminencia de las personas en función de si demuestran o no ciertas aptitudes técnicas. Puede que mi posicionamiento sea radical, pero lo cierto es que la meritocracia ni siquiera cumple lo que promete. El reparto de cargos y tareas a cada ciudadano no se produce, ni mucho menos, tras un justo y minucioso escrutinio de las variadísimas capacidades humanas. Más bien al contrario. El acceso a puestos mejor remunerados y más satisfactorios se facilita preferentemente a quienes nacen en un núcleo familiar acomodado, disfrutan de una genética excepcional o se desenvuelven en un entorno socioeconómico favorable.

Nuestro sistema económico no debería promover diferencias abismales en el bienestar y en la preeminencia de las personas en función de si demuestran o no ciertas aptitudes técnicas

Recordemos que el fundamento de la selección meritocrática consiste en repartir compensaciones económicas, papeles predominantes o destacada consideración social en favor de los más capaces y luchadores. Sin embargo, ya he dicho que lo frecuente es que acaben ocupando papeles sobresalientes precisamente los que ya disfrutaban de una posición ventajosa (familias con contactos, solvencia económica…). He aquí tres datos del Centro de Investigación ISEAK que lo acreditan: el 80% de la desigualdad en el nivel educativo se debe a la desigualdad de oportunidades (renta de los padres, zona de residencia); el 52% de la diferencia de renta se debe a la desigualdad en las condiciones de partida y el 70% de la riqueza está asociado a las herencias. Juzguen ustedes.

Pese a todo, nuestros gobiernos e instituciones legitiman la pirámide de la desigualdad en base a la existencia de una educación garantizada capaz de colocar a toda la ciudadanía en la misma posición de salida. A partir de ahí, la prosperidad individual solo dependerá de la audacia, de la capacidad de esfuerzo y del talento de cada uno. Desde luego, eso es mucho suponer. Sabemos que, aparte de capacitar, los centros educativos seleccionan intensa, precoz e irreversiblemente. Así, residir en un suburbio pobre o nacer en una familia con dificultades no debería frustrar la progresión de un estudiante, pero eso es lo que ocurre cuando no existen mecanismos correctores. Los fracasados escolares pagarán cara su falta de motivación o de recursos de origen. Una buena noticia para los dirigentes y las clases medias aspiracionales. Si se generalizase en exceso la cualificación, bien podríamos quedarnos sin candidatos para limpiar ancianos o sufrir riesgos y penurias en un barco de pesca. 

Nuestros gobiernos e instituciones legitiman la pirámide de la desigualdad en base a la existencia de una educación garantizada capaz de colocar a toda la ciudadanía en la misma posición de salida

En realidad, considero que el actual sistema sobrevalora arbitrariamente ciertas capacidades intelectuales, directivas o empresariales en detrimento de todas las demás. Hay quien sostiene que esa acusada diferenciación resulta útil y justa. La entienden como la recompensa natural a los temperamentos y destrezas de los más dinámicos, y además aseguran que estimula la superación personal y dota de más eficiencia al conjunto. Dan por supuesto que introduciendo un plus de elitización y competitividad en la sociedad alcanzaremos una amplísima clase media de vida confortable y, si todo va bien, hasta veamos nacer un Tesla, un Chaplin o un Copérnico cada dos años. Sin entrar en pormenores distópicos, sabemos que esto no ocurre. De hecho, las sociedades muy meritocráticas y selectivas demuestran más disfunciones y problemas que las igualitarias. En cualquier caso, a mí me parece insuficiente la recompensa que reciben los millones de trabajadores invisibles que construyen y mantienen con su rutina la compleja red material, institucional y social que genera prosperidad común, incluyendo esos huecos funcionales que disfrutan los afortunados. 

Residir en un suburbio pobre o nacer en una familia con dificultades no debería frustrar la progresión de un estudiante, pero eso es lo que ocurre cuando no existen mecanismos correctores

Aparte de lo dicho, cabe preguntarse si la limitación académica de una limpiadora o su aparente falta de ingenio para “subir” en la escala social debe suponer para ella peor alimentación, que rara vez pueda viajar o que sus hijos sufran limitaciones materiales. Curiosamente, un conocido catedrático de mi asociación había revelado que, estadísticamente, un profesor viviría bastantes más años que una empleada de la limpieza de su universidad. Dicho de otro modo, esa trabajadora va a pagar con años de vida el desempeño de una función ingrata y necesaria sin avanzar ni un ápice en el ranking meritocrático. Lo triste es que incluso personas humildes acostumbren a responder a quien se lamenta de algún tipo de abuso o incomodidad laboral con la castiza sentencia de “Haber estudiao”, que es como decir que sin ese requisito todo lo que uno haga está abocado a la insignificancia.

Como ejemplo extremo del efecto contrario tenemos la caprichosa notoriedad que reciben influencers, estrellas del fútbol o periodistas famosos, con cuyo ejemplo parecen convertirnos en responsables de nuestra propia indolencia, plasmada en otro irritante eslogan: “Si uno pelea por sus sueños puede alcanzar lo que se proponga”. Pues no seré yo quien niegue la importancia de la perseverancia y de la formación, pero mientras estas excepcionales luminarias nos muestran el camino del éxito social y los medios nos emboban con concursos de talentos o empresarios que amasan fortunas, cualquiera puede concluir que materialmente no es viable que la totalidad de la ciudadanía resuelva de forma simultánea la resbaladiza fórmula del ascenso social dejando desiertas las ocupaciones que mantienen el mundo en pie. 

Si se generalizase en exceso la cualificación, bien podríamos quedarnos sin candidatos para limpiar ancianos o sufrir riesgos y penurias en un barco de pesca

Por todo lo expuesto, entiendo que lo moralmente correcto es dignificar y recompensar en igual medida a quienes se enfrentan a la penosidad, a la monotonía, a la fatiga, al riesgo, a la insalubridad y a las condiciones alienantes propias de las ocupaciones mal pagadas. Es muy evidente que nos hallamos ante un esfuerzo diferente pero no inferior al de las tareas cualificadas, por no mencionar que también exigen numerosas habilidades superiores. Y si pasar años atendiendo un anciano con demencia no les evoca las más elevadas virtudes personales de paciencia, planificación, empatía y responsabilidad, es que la sugestión de la meritocracia ya ha llegado demasiado lejos.

Cuidar, cultivar alimentos, echar asfalto o limpiar calles son aportaciones esenciales, y valorizarlas no pone en entredicho la conveniencia de la cualificación y la formación. Sin duda estas herramientas nos confieren una vida más estimulante, creativa y autónoma y, ocasionalmente, incluso notoriedad social o fortuna profesional. Esta aspiración legítima por satisfacer la imagen que uno desea para sí mismo y ante la sociedad la considero un aliciente eficaz. Por el contrario, dotar a algunos de una dignidad exagerada y de salarios muy superiores probablemente no mejore su desempeño, pero afianzará la discriminación de los que reciben mucho menos por realizar tareas quizás esenciales pero poco gratificantes y nada valoradas. 

En conclusión, creo que necesitamos un intenso reajuste en las recompensas materiales en favor de los trabajos peor considerados, el primer paso para reconocer su importancia real y lograr la satisfacción personal de quienes los desempeñan. De no valorar y retribuir todo ese caudal de esfuerzo invisible seguirá imponiéndose una auténtica demeritocracia, un mecanismo con más capacidad para relegar los verdaderos méritos de la mayoría anónima que de construir una sociedad igualitaria y satisfecha. 

“Haber estudiao”