domingo. 19.05.2024
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Hubo una época en que España se buscaba a tientas entre Ortega y Gasset y los Gómez Ortega, Rafael y José. Y la entraña histórica de nuestra contemporaneidad se retrataba en el ABC y se definía sin apenas matices a través de un triunvirato desigual: un rey, un obispo y un maletilla con un hatillo que iba por esos campos de Dios y del señorito formando terna con la luna y el relente.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que la marca España en el contexto europeo se ofendía cuando hablaban de país “de charanga y pandereta” -la turistificación está suponiendo una suculenta resucitación-. Sin embargo, daba el paso al frente sin complejos cuando la anunciaban desde la autoctonía incomparable como taurómaca y pícara. Pese a que, dentro y fuera y lejos del pintoresquismo, toros y picaresca han quedado y quedan como meras estampas costumbristas (desagradables), sangre, miseria y moscas, que han perdido su lectura antropológica digna y su merecida exégesis profunda.

A España en la médula social y cultural le queda poco de tauromáquica. El progresismo oficial patrio -tan culto- ha desestimado con denuedo las imágenes goyescas y picassianas, se ha metido entre los cuernos astifinos de la ética y ha hecho la foto única de la sangre y la crueldad para sentar las bases del repudio. La tauromaquia es el último elemento incorporado a la famosa leyenda negra, más por iniciativa nativa que extranjera. Y los pícaros, antaño, tenían la calle; hogaño, tienen despachos y la mediocridad elevada a prestancia. La picaresca ya no es por supervivencia, lo es por codicia. El mundo de los pícaros tuvo su literatura áurea, un auténtico género indígena. Una épica prosaica de la subsistencia. Era ficción tomada directamente del manantial sucio de la realidad. Eran las sombras intrahistóricas de las luces históricas del viejo Imperio español. La literatura realista nos abre el campo de visión y suele revelar mejor y con mayor credibilidad y sustantividad la cara oculta del mecanismo de los hechos que describe la Historia con mayúsculas.

A España le costó trabajo sintetizar en su metabolismo histórico que además de una nobleza hereditaria podía existir una nobleza del dinero

A España le costó trabajo sintetizar en su metabolismo histórico que además de una nobleza hereditaria podía existir una nobleza del dinero. Que además de cristianos viejos ricos podían emerger cristianos conversos potentados. Que además de privilegiados a cambio de nada podían aparecer emprendedores de la nada. Y al margen, se movían rufianes y maleantes peleando contra el hambre antes de tener aspiraciones; desarraigados sin patria ni bandera y sin el honor de la heráldica o de la hacienda. Una vez que superamos el trance histórico y superado el complejo del clasismo y de la estratificación social mediante el psicoanálisis de las libertades, cualquier arribista, cualquier oportunista, cualquier bulto sospechoso se ganó el derecho a medrar y a lucrarse hasta la estratosfera. El sueño americano a la española pero con tribunales de justicia. El pícaro clásico era un superviviente legítimo de una economía despiadada. El pícaro actual es un exponente grosero y grotesco de la sobreabundancia ilícita.

Ahora vendría una acotación teatral a la manera valleinclanesca: Luz mortecina. Ocaso. Decorado minimalista con tonos grises. Cruce de voces estentóreas de fondo mezcladas con humo rancio. En el escenario se hacinan pícaros perplejos y bien trajeados con las manos en los bolsillos y encogidos de hombros que miran al público que asiste a la representación de la obra. Silencio cortante. Omisión de nombres de los personajes. Haberlos, haylos, a diestra y siniestra. La heráldica moral de las siglas políticas también es mentira. Diputados histriónicos en sede parlamentaria, actores muy bien remunerados. Hipocresía. “Se torea como se es”, Juan Belmonte. Más voces retumbantes y desafiantes. Ira y ridículo. Esperpento arrojadizo a la cara de los ciudadanos. España. Dan ganas de reírse por cansancio pero con el material del llanto.

España, taurómaca y pícara