sábado. 27.04.2024

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Resignarse no es la opción; aceptar mansamente las órdenes de un desquiciado que de la noche a la mañana se ha convertido en el mandamás de un país habitado por cuarenta y cinco millones de seres humanos, sería sucumbir en el abismo negro de la desolación. La resistencia activa es por estas horas la única alternativa  ante el intento golpista que ayer esgrimió en cadena nacional el deshumanizado ultraderechista que –enajenado en su delirio- conduce los destinos de esta patria herida de muerte.

En su primer discurso ante la Asamblea Legislativa que tuvo lugar ayer en lo que Javier Milei denomina “nido de ratas”, o sea el Congreso Nacional, quedó expuesto de manera significativa el cinismo patológico que el presidente argentino eleva hasta el paroxismo, generando en quienes estamos en las antípodas de su locura los sentimientos más oscuros. El asco, la náusea, la rabia, la impotencia y hasta la ira afloran al escuchar el sermón mesiánico del líder libertario que en su insano juicio cree haber sido elegido por Dios para refundar la Argentina, y no por el porcentaje de votos de una facción suicida de la sociedad que no supo o no quiso ver que la “libertad” que se les prometió en campaña, incluía también la de morirse de hambre. 

Lo que está en juego esta vez en la Argentina no es la final de un partido de fútbol, sino el comienzo de la etapa más negra de la historia de eso a lo que llamamos Democracia y que tanta sangre costó restituir

De pie, detrás de la tarima que mandó a construir para emular a sus ídolos de Washington, el presidente argentino hizo gala de una verborrea retorcida en la que resignificó el sentido de la palabra “libertad”; esa que no es para la gente de a pie sino para las grandes corporaciones, los grupos de poder económico concentrado y las transnacionales, la “casta” ante la cual Milei se pone de rodillas y a la que, tal como lo hizo durante su “conferencia” en Davos, considera “heroica”. 

Cobarde como todo narcisista, el ultra derechista ha tensado los límites de lo tolerable, poniendo en jaque el sistema democrático, haciendo tambalear la forma representativa que a la Argentina le costó cientos de vidas recuperar. Fuerte con los débiles y arrastrado ante los poderosos, Milei ha dejado ayer en claro que no está dispuesto a dar ni un sólo paso atrás en su plan perverso de destrucción de los valores que constituyen a una República. En su delirio mesiánico, y ajustando su tono bélico y provocador contra todo aquel que se oponga a su programa de aniquilación de Estado y refundación de la Argentina, Milei acaba de entrar en el libro negro de la historia del país al ponerse de enemigo a todo aquel que no entra en la categoría de “gente de bien”; es decir, a la gran mayoría de los argentinos que en tan solo tres meses de mandato, ha empobrecido y arrastrado al hambre, a la miseria, a la enfermedad. Nunca antes, en tan poco tiempo, la pobreza y la miseria se habían disparado quince puntos. Con una devaluación del 128 por ciento, con los ingresos congelados, con los aumentos siderales de tarifas y con la desregulación de los precios de los remedios y de los alimentos, Milei ha empujado al abismo a millones de argentinos, a esos mismos a los que –con la cara de piedra que solo saben ensayar los psicópatas- les quiere hacer creer que la culpa de esto es “la pesada herencia que deja el gobierno anterior”.

Sólo un cínico de su calaña puede dar la cara como la dio ayer en el “horror show” televisivo que montó en el Congreso de los Diputados, en donde el oficialismo –integrado por twiteros profesionales y algunos execrables personalidades de la anti-política nacional-  aplaudió y vitoreó, intercalando de tanto en tanto el grito de batalla que tanto los satisface: “¡Viva la libertad, carajo!”.

Cómo no gritar de asco ante semejante espectáculo que ayer padecimos quienes sí creemos –al igual que el Papa Francisco- en la justicia social, en la presencia del Estado, en los valores de la democracia. Cómo no gritar de asco ante una ultraderecha que celebra que la clase trabajadora (la que sobreviva a este experimento macabro) pierda de un plumazo los derechos que tanta lucha le han costado. “Le hicieron creer a un empleado medio que con su salario podían comprarse un teléfono celular o irse de vacaciones”, decía hace un par de años atrás el economista de derechas Javier Gonzales Fraga que seguramente ayer fue uno más de los aplaudidores seriales del genocidio social y programado que desde el 10 de diciembre pasado se está llevando a cabo en el país.

Milei acaba de entrar en el libro negro de la historia del país al ponerse de enemigo a todo aquel que no entra en la categoría de “gente de bien”; es decir, a la gran mayoría de los argentinos

“¡Qué asco! Me la pasé puteando frente al televisor”, me decía ayer un colega de un medio gráfico de Buenos Aires en referencia al discurso que, obligadamente, muchos de nosotros tuvimos que soportar durante la noche del viernes. Y cómo no putear ante lo que a todas luces es el atropello más descarado que la historia de la democracia registre en sus anales. Cómo no sacar hacia afuera el dolor y la bronca que produce ser testigos de un insulto tan grande, de una afrenta hacia quienes se dejaron la vida en pos de recuperar los valores que hoy nos arrebata este personaje circense que se ha autoproclamado monarca. 

Si somos capaces de putear al árbitro cuando cobra injustamente un penal en contra de nuestro equipo, cómo no putear contra quien está arrebatándole el pan de cada día a los más frágiles, a los vulnerables, a esas madres que ya no pueden comprar la leche para sus hijos, que ven –con impotencia- cómo el hambre se ceba en su contra y tienen que soportar que se les diga que esa miseria inducida es “por su bien”, que si espera unos cuarenta y cinco años va a estar bien porque su país se va a parecer a Irlanda o a Estados Unidos. Cómo no gritar el desprecio que nos produce un tipejo mal parido que ha hecho del poder su arma para vengar su propia impotencia, su herida, su vacío. Un cobarde capaz de burlarse de los niños discapacitados y negarles su derecho a la asistencia y a los medicamentos, cómo no putear e indignarse frente a este siniestro personaje que pretende silenciar las disidencias a fuerza de palos y gases, que se impone gobernar desde un totalitarismo rayano al fascismo que supieron imponer en otras latitudes esos monstruos de quienes Milei es confeso admirador.

Esto no es un penal mal cobrado. Es una infamia que legitima los sentimientos más bajos de la especie humana. “Los pobres tienen el derecho de morirse”, llegó a decir en su desquicio este pseudo-humano que hoy gobierna la Argentina. Aquí lo que está en juego es algo mucho más importante que un partido de fútbol. Putear hasta que nos arda la garganta es la catarsis que alivia la repulsión que provoca ser testigos de una catástrofe social programada, premeditada, fríamente calculada por una derecha que, desde adentro, pretende  destruir una democracia que siempre le ha sido incómoda, que representa un obstáculo para sus mezquinos intereses. Esa democracia que  ha caído en manos de un resentido clasista que, en su desorden mental, no desconoce lo que puede hacer mientras ostente el poder. 

Putear hasta que arda la garganta. Porque lo que está en juego esta vez en la Argentina no es la final de un partido de fútbol, sino el comienzo de la etapa más negra de la historia de eso a lo que llamamos Democracia y que tanta sangre costó restituir.

Putear hasta que arda la garganta