viernes. 19.04.2024

El franquismo y la mujer: la desaparición de un género

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Imagen: Briega.org

Como en El cuento de la criada todo, en el franquismo estaba estudiado y conducía al mismo fin, la sumisión total de las mujeres a los hombres

Recuerdo a mi abuela, pequeña, vivaz, incansable, con el pelo recogido en un moño que una vez por semana peinaba con limón María, una mujer que se ganaba la vida yendo de casa en casa a arreglar los pelos por unos cuantos reales. Era buena mi abuela, muy buena, también María. Ninguna de las dos hablaba de más, lo justo para no decir algo de lo que tuvieran que arrepentirse. Un día, al entrar en el baño, encontré a mi abuela lavándose la cara. Se había soltado el moño y el cabello le llegaba por los riñones. Me quedé aterrorizado, no sabía que mi abuela tuviese pelo y mucho menos que todo esa enorme cantidad cupiese en el moño canoso con el que siempre la conocí. No puedo decir que esa imagen causara un trauma en mi, pero sí que di un respingo y que durante días esa imagen no se retiró de mis pensamientos.

Había nacido en Nerpio, un pequeño pueblo de la Sierra de Segura donde nacen las aguas que durante décadas han dado de beber a Murcia y Alicante. Poco antes del golpe de Estado fascista, mi abuelo se escondió en una cueva por temor a represalias de los republicanos. Ella se quedó sola en la casa-tienda que tenían en la calle Ancha del pueblo, al cargo de cuatro hijos y de varios familiares más. Vendían, sobre todo, comida, pero también otros productos para la casa, como casi todas las tiendas de aquel tiempo. Pasados unos meses, cuando el golpe de Estado se convirtió en guerra gracias al apoyo dado a los facciosos por nazis y fascistas, la casa fue ocupada por un grupo de milicianos que establecieron allí su cuartel general. Había comida, radio, un gramófono y mucha leña para combatir el frío. Al ocupar la casa, el que hacía de jefe de los milicianos, advirtió a sus compañeros de que había que respetar a la señora Elena y a quienes vivían con ella. Dentro del atropello, apenas ocurrió nada que pueda ser destacado dado que el país estaba en guerra, aunque al pueblo ésta apenas hubiese llegado. Nada, salvo que un día los milicianos quisieron llevarse el gramófono a la plaza para organizar un baile. Hasta entonces, mi abuela, buenísima pero con un genio serrano del demonio, se había contenido, pero ese día, al ver que se llevaban el aparato estalló, se puso de jarras en la puerta y dijo a los soldados que el gramófono era de su marido y que sólo saldría de la casa por encima de su cadáver. Hubo tensión, mucha tensión, pero al final la máquina de música no salió de la casa y los milicianos tuvieron que conformarse con bailar en el comedor de la casa, unos con otros.

Mi abuela estaba muy asustada. No sabía leer ni escribir, pero tenía inteligencia natural. Aunque en el pueblo no había combates, se mascaba en el ambiente la inminencia de algo trágico que podía pasar en cualquier momento. Los caciques que habían esclavizado a la población -violaban, cortaban la luz por capricho, rompían las urnas, mandaban a Marruecos a los hijos de los no sumisos, repartían hambre y represión- se habían marchado y apenas hubo lugar a las represalias. Acabó la guerra, regresó mi abuelo y continuó con sus negocios marederos, también sin saber leer ni escribir. La gente salió a las calles dando la bienvenida a lo que algunos llamaban paz. Mi abuela, siempre escéptica, no creía demasiado en lo que anunciaban aunque al principio se alegró de que todo aquello hubiese acabado. Sin embargo, al poco de acabar la guerra, vio a unas amigas y a sus hijas pasear por el pueblo escoltadas por militares y falangistas, con el pelo rapado y un quiqui en la frente. Le causó tanto estupor que se escondió en su casa durante semanas, sin salir más que para lo imprescindible. Una tarde -su casa lindaba por la parte de atrás con el Ayuntamiento y los calabozos- estaba organizando la casa y la tienda junto a su prima Antonia. De pronto comenzó a oír gritos desgarradores, unos gritos que no cesaban y que le estremecían las tripas. Durante meses, los gritos se fueron repitiendo: Salían de las gargantas y las entrañas de los detenidos y torturados. Tanto las mujeres rapadas como los torturados, eran amigos y conocidos de mi abuela. Ella sabía que nunca habían hecho otra cosa que trabajar. Fue entonces cuando le dijo a mi madre: La guerra de verdad, ha empezado ahora. Nunca tuvo el valor de enfrentarse a los militares franquistas ni a los falangistas como había hecho con los milicianos a causa del gramófono.

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Grupo de presas en la prisión de mujeres de Palma (septiembre, 1941). Matilde Landa en la fila superior. David Ginard Féron

Ya trasladada a mi pueblo, a Caravaca, llevó una vida monótona y sencilla, a las órdenes del marido y al servicio de toda su familia, sin regatear en horas, sin descanso, pendiente de todos y cada uno de los que pasaban por aquella casa que era lo más parecido a una posada o a un lugar de acogimiento. Nunca se llegó a integrar en la vida de su nuevo pueblo, mucho más grande y complicado, pero en su casa residió de vez en cuando, por mayo, la Virgen de Fátima, que al despedirse sacábamos todos cantando aquello de “Entre todas las mujeres, entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre Jesús...”. Todos, entonces, en aquel momento, éramos todas.

Viene todo esto a colación de la serie El Cuento de la Criada, que acabé de ver hace unos días con enorme ira y desazón. Lo que cuenta esa serie, las relaciones sociales y de género que se dan en esa distopía bestial son lo más parecido al franquismo que he visto en mi vida en lo que respecta a la mujer, considerada sólo como madre, esposa y criada. La tipa que ejerce de educadora de mujeres destinadas a parir, a ser violadas, a ser infinitamente humilladas, maltratadas y torturadas, tía Lydia, es un fiel reflejo de las mujeres que organizaron y dirigieron la Sección Femenina franquista, especie de centuriones, de cabos de varas dedicadas a decir a la integrantes del sexo femenino que debían sumisión absoluta a sus maridos, a los hijos cuando estos crecieran, y a cualquier hombre con mando en plaza. No sé si la escritora, Margaret Atwood, o los guionistas, sabrían algo de la barbarie franquista, pero lo supieran o no, han descrito como pocas veces lo que aquel régimen despreciable hizo con las mujeres de nuestro país, con la inmensa mayoría de ellas, aunque muchas ni siquiera fuesen conscientes de ello.

Durante los años en que fui a la escuela que dirigió mi otro abuelo, depurado, hasta su jubilación. No tuve contacto alguno con las niñas que estudiaban en el pabellón que había frente al mío. Nos estaba completamente prohibido, y sólo podía acceder a él el día trece de mayo, con flores a María que madre nuestra es, eso sí, en filas separadas y sin contacto alguno ni de palabra, ni de obra ni por omisión. No llevábamos uniformes, pero era obligatorio el pantalón corto para los niños aunque hiciesen siete grados bajo cero. A ellas las educaban siguiendo el manual de la buena esposa. Raramente, muy raramente, se les tocaba, intentado dulcificar su carácter y adecuarlo a lo que el régimen pedía de ellas. A nosotros nos volaban las hostias, de mano, de palmeta, de rama de olivo, por todos lados, sin parar, entre himnos y rezos incesantes. Tenían que hacernos fuertes, duros, inclementes. Como en El cuento de la criada, todo estaba estudiado y conducía al mismo fin, la sumisión total de las mujeres a los hombres, la división absoluta del trabajo entre el no remunerado de la casa para ellas, y el remunerado, poco, pero remunerado para nosotros.

Mi abuela, buena, muy buena, maravillosamente buena sigue viviendo en mi memoria como uno de mis seres más queridos y añorados. El día que murió Franco, ya enferma, frente al televisor de mi casa, con mi madre, no pudo evitar unas lágrimas, mi padre tampoco, y exclamó: ¡Qué va a ser de nosotros ahora! Murió unos meses después sin saber que lo peor ya había pasado.

El franquismo y la mujer: la desaparición de un género