martes. 16.04.2024
universidad

Una de las cuestiones que produce más erosión en el paisaje diario de la universidad está unida a sus discrepancias internas sobre el peso relativo que se le debe dar a la docencia y a la investigación. No es un problema de mala gestión lo que daña, habitualmente, la imagen pública que se tiene de la enseñanza universitaria. Tampoco el principal desgaste de la universidad tiene que ver, normalmente, con la reputación de quienes la gobiernan, muchas veces en medio de dificultades y grandes déficits de financiación. El malestar se debe, generalmente, a otras razones. Entre ellas, destaca el desencuentro que se ha incrementado en los últimos tiempos entre los profesores integrados en los grupos de investigación de los departamentos universitarios y los investigadores denominados del vértice de la pirámide.

La mención a este tipo de problemas no es irrelevante. Y capítulo aparte merece el análisis del malestar que esto genera en la comunidad universitaria. Pocas cosas hay más importantes para una institución que prestar atención al estado de ánimo de sus diferentes estamentos. Sindicatos, profesores, alumnos y personal de administración y servicios son antenas que continuamente transmiten información para quien sepa detectar las señales e interpretar los datos. Lo cierto es que el estado de la docencia universitaria ha encontrado una rendija por la que colarse en los medios. Y esa rendija no podía venir de otro sitio que de las quejas por parte de los estudiantes. Diferentes estudios indican, además, que la universidad tiene, en estas cuestiones, dos grandes problemas. Por un lado se ha demostrado el impacto que provocan en nuestra universidad los actuales baremos de promoción de los profesores, que privilegian de una forma muy desequilibrada la investigación sobre la docencia; y por otro, empieza a ser significativo el aumento de profesores cuya principal intención profesional es la investigación, muy por encima de dar sus clases y de atender a sus obligaciones docentes. 

Pues bien, era necesario poner nombre a lo que estaba pasando y quién mejor que los alumnos para ponérselo: "Muchos profesores consideran un fastidio salir de sus laboratorios de investigación para venir a dar sus clases". ¿Cómo es posible que esto sea así? Pocas cosas hacen más daño a la imagen vocacional de la mayor parte del personal docente e investigador que un PDI  diciendo que lo peor de ser profesor universitario es tener que dar clase.

El auténtico fondo de lo que podría pasar por ser una mera anécdota resulta, en realidad, más significativo de lo que podría parecer. En esta misma línea, uno de los efectos más curiosos del eclipse de la docencia en la universidad ha sido la decisión de premiar la investigación con la exención de horas de dar clase. Esto es, si uno tiene un buen currículum investigador, en forma de artículos en determinadas revistas y proyectos de investigación, queda liberado de su "carga" docente. Es como si a un profesor, cuya principal dedicación debería estar en la dedicación a los alumnos, se le dijese que si investiga ya no tiene que dar clase. 

En los baremos de promoción en las plazas de profesorado se premia la investigación por encima de la docencia

Ya hemos dicho que en los baremos de promoción en las plazas de profesorado se premia la investigación por encima de la docencia. Las exigencias de las agencias de evaluación del profesorado (ANECA, fundamentalmente) se basan casi exclusivamente en publicaciones en determinadas revistas científicas que, con excepciones, casi nadie lee. Los profesores han dejado de escribir libros y ensayos (que las agencias apenas valoran); y es una pena pues estos representan una gran atalaya desde la que la universidad podría analizar lo que pasa en el mundo.

Así, por ejemplo, una norma destinada a crear ilusiones en quienes empiezan su carrera académica conduce a la producción en serie de profesores que intentan escapar de la docencia. De manera que los profesores jóvenes aprenden una cuestión fundamental para conseguir sus ascensos: tienen que investigar; y naturalmente les disgusta dar sus clases.

Lo sorprendente y paradójico es que de esa deriva irracional se derivan dos consecuencias. La primera es que cada vez se ofertan más plazas de profesores por investigación y menos por las necesidades docentes. La segunda es que las plazas de profesores dependen cada vez más de quienes dominan los circuitos de investigación y se concentran, por tanto, casi siempre en las mismas áreas. Aquellos que, por lo general, escapan de dar clase son los que, como redactores de las normas, deciden en las convocatorias de plazas de profesores y, cómo resultado, reparten las plazas privilegiando a los investigadores sobre los docentes. 

Lo cierto es que España daría un paso significativo en la homologación de las condiciones laborales de los investigadores (hoy con contratos precarios en gran medida) si establece y regula unos criterios compartidos con la UE, que refuercen sus derechos laborales y avancen en la dirección de una auténtica carrera profesional para los investigadores y en la creación de centros en donde puedan desarrollarla. En España hay pocos grandes centros de estas características.

Que la universidad española necesita estar impregnada de una investigación homologada y comparable a la que se hace en Europa no es una ocurrencia de última hora. Lo reconocen así las resoluciones y reivindicaciones de la comunidad universitaria de los últimos años. No tanto los presupuestos dedicados a I+D, de los más bajos de la UE. Pero una cosa es que los sucesivos gobiernos hayan hecho más bien poco para solucionar este déficit crónico de financiación, y otra bien distinta pensar que desde las propias universidades se puede arrinconar la docencia en el quehacer de un profesor universitario.

Pintan bastos cuando la única alternativa al bajo rendimiento en I+D+i consiste en arrebatar recursos a la función principal de la universidad. En cualquier caso, tienen razón quienes dicen que las funciones de la universidad son la docencia y la investigación y que no hay docencia sin investigación, y viceversa. Eso es así, sin más, y es una afirmación fundamental en el debate teórico. Por ello, la naturaleza necesaria de la investigación implica que su obligatoriedad sea esencial. El significado de lo anterior no puede, por tanto, simplificarse mediante un esquema, un campo de juego, en el que habría un equipo de docentes frente a un equipo de investigadores. Fijarse solo en una de las dos partes no da cuenta suficientemente del nivel interrelacionado en el que se produce y reproduce la actividad diaria de un profesor universitario. Por ello, todos han de resolver su jornada extendida entre las dos funciones, y por ello la investigación y la docencia, como tales actividades estructurales, han de tener una financiación digna y adecuada.

Gaspar Llamazares y Miguel Souto Bayarri

Universidades: entre la investigación y la docencia