viernes. 29.03.2024
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Foto: Flickr ©PromoMadrid, por Max Alexander

Acudo a clase más de lo que quiero y menos de lo que debería. Para ser honesto, ni siquiera me agrada la facultad, solo la padezco como un trámite, un pasatiempo caro. Pensarán ustedes que se trata de una cruzada personal, pero no les miento si digo que la universidad es el fracaso hecho institución y la tumba del saber. En definitiva, el engaño más rentable de la historia. 

Aunque mi crítica se oriente hacia las carreras de comunicación, basta un vistazo para ver que algo falla a nivel general: guías docentes rígidas, profesores irritados por la costumbre, estudiantes sin interés y temarios obsoletos. Joder, ¿cuántas gotas hacen falta para saber que llueve? En primera instancia, todo puede remontarse al modelo de aprendizaje.  

Hace años que comenzaron a priorizarse los recursos frente al contenido. Todo centro se hizo con pantallas digitales, ordenadores y aulas virtuales automatizadas. Sin embargo, las materias no se tocaron, como si el avance hubiera sido algo meramente estético. Aún arrastramos la metodología de trabajos en grupo, que permite a los alumnos repartirse tareas a voluntad propia. Dado que las carencias de uno las puede suplir otro, es posible avanzar en la carrera siendo deficiente en un campo. Así pues, no hay nada más formador que trabajar solo: prefiero ser un ególatra polivalente que un compañero inútil. 

Otro despropósito es el formato de conferencia, absurdo teniendo en cuenta la existencia del vídeo. Las clases deben ser grabaciones distribuidas para que cada cual las consuma cuando quiera, rebobinando si es necesario o deteniéndose a buscar conceptos. Vídeos reutilizables todos los años que dejan el aula para prácticas y resolución de dudas. ¿Se imaginan la de funcionarios que nos ahorraríamos repartiendo las mismas grabaciones para toda España? ¿Acaso el éxito de los EduTubers no ha sugerido nada a nadie?

Tampoco se queda corto el odio a la fotocopiadora. Muchos docentes recitan documentos que no ceden al alumno para que este deba asistir a copiar apuntes. “Si os doy impreso el temario no aparecéis por clase”, escuché una vez. Claro que no, señor, porque el papel cumple la misma función que usted sin cobrar mil doscientos euros y sin hacerme perder el tiempo. Acudir a clase para transcribir un texto que ya está escrito es lo más ridículo que se ha visto en la historia de la educación.

Más allá del método, la calidad escasea. Muchos profesores son gente con tesis doctorales mediocres que se aproxima a la tercera edad. Repiten el mismo temario anualmente, maquillando con tecnicismos conceptos fáciles para sofisticarlos, hacerlos dignos de una clase. Las asignaturas están tan mal planteadas que el temario de unas se solapa con otras, siendo frecuente caer en redundancias y explicar obviedades que se daban por hecho. Es absurdo, tío. Han sustituido la innovación por doxografía y el espíritu crítico por diapositivas que dictan hasta las conclusiones que deberíamos sacar. 

Hay quien culpa al “sistema educativo” en tercera persona, como si no fuéramos literalmente nosotros. El engranaje lo componemos tú, yo, la profesora que no aguantas, su jefe y el señor de sesenta años al que le ha tocado ser Ministro. Estamos donde estamos por pereza estructural, por pasividad de unos y otros. A fin de cuentas, ¿para qué cambiar? Cada año las facultades reciben más estudiantes a pesar de estar mandándoles al paro. Tenemos fe ciega en ellas; son la iglesia de los mediocres. Se le tiene más respeto a un título que a Dios, y así nos va.

En cuanto al periodismo, los métodos de calificación deben olvidar el baremo ‘todo o nada’: aprobado o suspenso, apto o no apto, útil o inútil. No tiene sentido para hablar de escritores, cantantes, bailarines o artistas en general. Cuando tu éxito no depende de ti sino de una audiencia, puedes ser académicamente pésimo y laboralmente brillante. Por eso hay genios en la ruina e idiotas en televisión. Por eso las carreras de comunicación son un fracaso: porque no inciden en crear marca personal, aprovechar oportunidades, hacer contactos o consolidar proyectos propios. Se quedan en la superficie teórica, suponiendo que es mejor aquel que maneja más tecnicismos o especialidades tediosas.

En esencia, España tiene un problema de idealismo. Llevamos décadas creando gilipollas que no son compatibles con la realidad laboral, sino con expectativas erróneas del mercado. No hay que exagerar el problema, pero tampoco dormirse ante él fingiendo que no va con nosotros. Vale más tarde que jamás, amigos; salgamos del bucle.


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