martes. 23.04.2024

“No hay que fiarse de las apariencias”, nos dice una sentencia recogida por el refranero. Es cierto que no conviene precipitarse a juzgar basándonos en lo superficial. Con todo, hay refranes que se contradicen, como el del hábito que hace al monje o la mona con vestido de seda. Afirman una tesis y su contraria, como sucede con las antinomias kantianas. 

Kant resolvió el problema de la libertad aplicando su doble perspectiva del fenómeno y el noúmeno. Empíricamente somos un eslabón más en la cadena de las causas eficientes. Pero al mismo tiempo nos podemos creer libres y darnos leyes autónomas para no comportarnos necesariamente conforme a nuestras inclinaciones. Es una cuestión de confiar o no en esa capacidad que nos caracteriza como especie humana.

Cabe sobreponerse a las determinaciones y orientar nuestras costumbres conforme a pautas que diseñe nuestra voluntad sin dejarse llevar por los arrebatos instintivos del anhelo. Según Kant no podemos conocer lo que sean de suyo las cosas en sí. Tampoco importa. Lo que cuenta es cómo la concibamos al procesar los datos empíricos. 

Para Schopenhauer vivimos en un mundo de apariencias, espejismos que nos impiden ver lo que hay al otro lado del Velo de Maya. Baroja secunda este aserto en El árbol de la ciencia y nos habla de las mentiras que debemos asumir para ir tirando. Sin embargo, hay una lectura un tanto más optimista del aparentar. El propio Kant, que idolatraba la sinceridad, da por buenas ciertas dosis de hipocresía social, considerando que tal simulacro puede contribuir a consolidar un comportamiento virtuoso. 

No se trata de rendir un culto exacerbado a la mendacidad, sino de reconocer que nos gusta mentirnos a nosotros mismos. Por eso recreamos nuestra propia imagen reflejada en el espejo combinándola con la que aportan los recuerdos. Una extrema sinceridad generalizada causaría serios estragos en las relaciones con los más allegados e incluso con uno mismo.

Es preferible mostrarse generoso con los demás e implacable con uno mismo antes que lo contrario

Los problemas pueden verse realzados o minimizados por nuestra forma de afrontarlos. Algo nos puede parecer una contrariedad irremontable y sorprende ver cómo se rebaja su entidad cuando somos capaces de quitarle importancia. El relato que nos hagamos resulta crucial. Hay que aprender a burlar las apariencias y domesticarlas para que nos causen el menor daño posible. Nuestro equilibrio emocional depende por entero de la maestría que alcancemos en cultivar esa faceta narrativa. Habituarnos a tener ese tipo de mirada nos ahorra muchos disgustos. Está en juego nuestra salud mental

En pequeñas dosis nuestra forma de contarnos las cosas nos puede acarrear brotes paranoides o psicóticos. Lo peor de la paranoia es que te persiguen, gustaba de repetir Javier Muguerza. Es irrelevante que se trate de nuestros amigos o enemigos, nuestra pareja o perfectos desconocidos. Al margen de lo que hagan o digan, cuenta mucho lo que pensemos al respecto, porque nuestro sentir quedará mayormente modulado por esto último.

De ahí que valga decir también “las apariencias no engañan”. Sin llegar a retorcer los datos ni deformar la realidad, la óptica que apliquemos puede hacernos ver con mayor nitidez o muy borroso desde un punto de vista emocional. Cuántas veces nos recreamos con ofensas que no lo son tanto y dedicamos tiempo a lo que puedan pensar sobre nosotros quienes probablemente no están prestándonos la menor atención. 

Es preferible mostrarse generoso con los demás e implacable con uno mismo antes que lo contrario. Trae más cuenta, como dijo Kant, buscar la perfección propia y la felicidad ajena en lugar de lo contrario. Aunque los demás no hagan otro tanto, nosotros estaremos más contentos al no mostrarnos tan exigentes y reducir con ello la frustración de unas expectativas desorbitadas.

Más nos vale mostrarnos mucho más implacables de puertas adentro y derrochar indulgencia extramuros de nuestro fuero interno. Eso mejorará el ambiente de nuestra ciudadela interior y lo hará mucho más respirable al poner bridas a las contaminaciones aportadas por unos relatos que nos hacen daño, sobre todo porque vienen a contaminar tóxicamente nuestra relación con los demás en general y los más próximos en particular. Ya resulta muy complejo enjuiciar nuestras propias intenciones, de las que tenemos una información privilegiada, como para impartir un dictamen cabal sobre las ajenas.

Los réditos de una mirada más indulgente y menos implacable