lunes. 29.04.2024

La expresión sociológica de pánico moral me interesa por todo aquello que no cubre su espectro semántico. Muchos comportamientos quedaban regidos en mis años mozos por el qué dirán. Al margen de lo que uno creyera había que medirse con el parecer ajeno, entendido este como un estado de opinión que se imponía por tradición y asunción pasiva de todas las partes implicadas. Daba igual el contexto pragmático. Podría referirse a la vestimenta, las opciones eróticas o los avatares políticos. Esa línea imaginaria era una frontera que no podría cruzarse sin más. Enfrentarse al parecer hegemónico desde una perspectiva más o menos minoritaria siempre ha sido un anatema con peajes muy onerosos.

Enfrentarse al parecer hegemónico desde una perspectiva más o menos minoritaria siempre ha sido un anatema con peajes muy onerosos

Después vinieron los tiempos no tan lejanos de lo políticamente correcto. Se primaban las apariencias. A nadie parecía importarle lo que se pensara o sintiera de veras, con tan de no exteriorizar lo considerado anómalo. Las disfunciones eran impresionantes. Gente con mentalidad muy turbia podía triunfar con tal de guardar las formas, mientras que personas muy sensatas podían quedar estigmatizadas al plantear dudas razonables respecto a una u otra cuestión. El simulacro era y sigue siendo lo único que cuenta, en detrimento de quienes creen que lo sustantivo sería torear los problemas y no hacer el paripé sin preocuparse por atajarlos o contribuir a resolverlos.

La intencionalidad moral y el concepto kantiano de buena voluntad en sí misma se sitúa en las antípodas del buenrrollismo políticamente correcto

Una vuelta de tuerca en esta misma senda sería el buenrrollismo ético. Se trata de poner buena cara y esbozar una sonrisa como si esto fuera lo principal. El caso es no perder la calma y reprochar a quien lo haga que ha perdido las formas, al margen de que pueda deberse a una reacción bien justificada contra ciertas tropelías. Es el paroxismo de la simulación presuntamente bienintencionada que a veces arroja sal sobre las heridas, al sumar el recochineo a un apercibimiento controvertido. Si se consigue sacar de quicio al amonestado, se logra que triunfe la ignominia, porque se difumina el Saturno en cuestión y solo se repara en la penosa reacción del agraviado.

Todo esto es éticamente reprobable y políticamente impresentable, aunque la moda canonice semejante proceder que nos deshumaniza, homologando al ser humano con unos androides anclados en la obediencia debida y programados para dar el pego. La intencionalidad moral y el concepto kantiano de buena voluntad en sí misma se sitúa en las antípodas del buenrrollismo políticamente correcto. Cada cual debe optar por la senda que le parezca más idónea para convivir en paz con los demás causando el menor daño posible. ¿A quiénes preferirían en su periplo vital como compañeros de viaje?

 

El pánico moral en la época del buenrrollismo ético