sábado. 20.04.2024
Xavier Domènech 'Un haz de naciones: El Estado y la plurinacionalidad en España (1830-2017)'

Coincidiendo con los momentos de la muerte del dictador, Franco, Juan J. Linz escribía, en el IV Informe Foessa, que España era “un Estado para todos los españoles, una nación-estado para gran parte de la población, y sólo un Estado y no una nación para minorías importantes”. Hoy, 47 años después, en 2022, esas “minorías importantes”, no solo no se han reducido, sino que se han incrementado. Nada más hay que fijarse en las cifras del independentismo en Cataluña, sin entrar a valorar ese sentimiento en otras comunidades autónomas, como Euskadi o Galicia.

En la afirmación de Linz está planteando con total contundencia uno de los problemas, al que tuvieron que hacer frente los políticos de nuestra transición. Yo hablaré más adelante cómo lo abordaron y sobre su éxito o fracaso. Si en 1975 había unas “minorías importantes” que solo consideraban España un Estado, tal hecho es una prueba irrefutable del fracaso del proceso nacionalizador español llevado a cabo en los siglos XIX y XX desde el Estado.

Atreverse a emitir tal opinión sobre este fracaso para determinados “españoles” es inadmisible. Mas, la realidad es la que es, no la que nos gustaría que fuera. Podremos discrepar sobre las causas de ese fracaso. Para unos se debía a la debilidad del Estado; para otros el Estado estaba ya plenamente formado en el siglo XIX. Pero yo quiero fijarme en el efecto deslegitimador que el franquismo tuvo en ese proceso de nacionalización, a la hora de forjar una identidad nacional española.

Lo explica muy bien Xavier Domènech en su libro Un haz de naciones: El Estado y la plurinacionalidad en España (1830-2017), cuyas ideas sigo en las líneas siguientes. La Cruzada franquista legitimada por la Iglesia católica arrancó con la necesidad ineludible de recuperar una patria, España, que se encontraba en manos de la anti-España, compuesta por republicanos, rojos y separatistas. Con ese objetivo, no sólo se depuró brutalmente el espacio simbólico y a los cuadros políticos, sociales, culturales y educativos de la II República, sino que además se procedió a nacionalizar al conjunto de la sociedad española hasta la extenuación. En este marco, la imperfecta nacionalización de un Estado ineficaz en el siglo XIX dio paso a una supernacionalización fascista, como nunca había ocurrido en nuestra Historia. Se niegan todos los nacionalismos. España es Estado uninacional, un ente indisoluble, una Unidad de Destino en lo Universal, como dijo José Antonio Primo de Rivera.

Así en los Principios del Movimiento: «La unidad de la Patria es uno de los pilares de la nueva España, para lo cual el ejército la garantizará frente a cualquier agresión externa o interna». El artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado número 1/1967 especifica tal garantía “Las Fuerzas Armadas de la Nación, constituidas por los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire y las Fuerzas de Orden Público, garantizan la unidad e independencia de la Patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional”. El artículo 8ª de nuestra Carta Magna es muy similar “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.

No obstante, esa supernacionalización durante la dictadura franquista, cuyas secuelas perniciosas en parte de los españoles no hay que minusvalorar tras 40 años de control de los espacios de sociabilidad, educativos, culturales y mediáticos, también propició unas secuelas inesperadas. La construcción fascista de la nación tenía tanta capacidad de inclusión, bien voluntaria o forzada, como de exclusión. En la medida que se agrupaba y creaba una base social para ese proyecto de la “Nueva España”, se expulsaba, en un proceso de nacionalización negativa a amplísimos sectores de la sociedad, en un nacionalismo que buscaba básicamente sus enemigos en el interior más que en el exterior. Esto no era novedad ni exclusividad del franquismo, ya que otras formas de nacionalismo español se practicaban desde finales del siglo XIX.

En la Dictadura de Miguel Primo de Rivera se sometió a jurisdicción militar todo ataque a la unidad de la patria, sus símbolos, y se prohibió la bandera y la lengua catalanas en la administración.  La novedad del franquismo era la intensidad de la construcción nacional española como un proceso de depuración y homogeneización sin parangón. Entre los excluidos: los trabajadores/as que protestaban, los universitarios o sectores de las clases medias que luchaban por las libertades. De hecho, las diferentes ideologías fuera del franquismo, como las republicanas, liberales, socialistas, comunistas, anarquistas o feministas eran antiespañolas. Obviamente, entre los excluidos y represaliados estaban todos los símbolos, lenguas y culturas que planteaban un proyecto nacional alternativo. Solo se permitiría el regionalismo administrativo, cultural y folklórico del que toda España debía sentirse orgullosa. Antonio Floriano Cumbreño escribió en 1944: “el regionalismo puede ser positivo siempre que no se corrompa, ni incurra en exageraciones negativas de la unidad de la Patria”.

Por ello, no es sorprendente que del conjunto de desafectos surgiera una reacción a esa exaltación desmesurada del nacionalismo español, a la vez que se prestigiaban y legitimaban los proyectos nacionales alternativos, los “nacionalismos periféricos o subestatales”. Todavía más, interrumpida una tradición nacionalista española liberal-republicana, e incluso la socialista y comunista, y monopolizado el españolismo por el franquismo y los aparatos del Estado, el antifranquismo en su desarrollo se impregnó de las culturas nacionales alternativas y planteó en su gran mayoría el proceso de democratización, sobre todo como un proceso de replanteamiento del Estado en su modelo territorial y de reconocimiento de su pluralidad nacional y su derecho de autodeterminación. Se prestigiaron y cobraron fuerza las reivindicaciones de las naciones alternativas, que incluso iban más allá del pacto entre una parte de esos nacionalismos, como el catalán, y el republicanismo y las izquierdas españolas en la II República. Democracia era sinónimo de reconocimiento de las distintas realidades nacionales. Se abría de nuevo la cuestión del Estado y se consideraba que su rearticulación a partir de las distintas demandas nacionales era un factor democratizador, y, a la vez, de desarticular del aparato franquista. Por otra parte, si el régimen franquista erosionó profundamente proyectos políticos y sociales de construcción nacional, como en Galicia, fracasó e incluso potenció, obviamente a pesar suyo, procesos de consolidación de realidades identitarias como la catalana y, especialmente, la vasca. Todo ello convirtió el reconocimiento y las libertades nacionales en un punto fundamental en el advenimiento de la democracia. En la misma dirección que Domènech se expresa Andrés de Blas Guerrero: “una parte estimable de la izquierda antifranquista trabajó como agente objetivo de desnacionalización y deslegitimación del Estado español en tanto que realidad histórica”. Y esta es la realidad con la que se encontraron los políticos de la transición.

Como indica Tomás Pérez Viejo, el fracaso del Estado-nación español, suponiendo que finalmente se convierta en un proyecto abortado, no tiene que ver con la organización del Estado (centralista, federal, confederal, de las autonomías, monarquía, república, etcétera), sino con la incapacidad para conseguir que sus ciudadanos se sientan parte de una misma comunidad nacional. Las naciones no son realidades objetivas, sino mitos de pertenencia que se construyen y renuevan en el tiempo. Pérez Viejo lo explica perfectamente en su libro España imaginada. Historia de la invención de una nación. Así de contundente lo expresa: “La nación, entendida como una comunidad natural formada por los que tienen el mismo origen, lengua y costumbres, es básicamente un mito de origen, la fe compartida en un relato que, a pesar de lo que quiere el pensamiento nacionalista, no es una emanación espontánea del espíritu de los pueblos, sino una construcción erudita difundida por grupos especializados en el imaginario de una comunidad”. Sin embargo —consecuencia de las dificultades objetivas o de la indigencia intelectual respecto al hecho nacional de las élites que hicieron la Transición, poco importa—, el régimen político nacido de la Constitución de 1978 abandonó casi por completo cualquier proyecto de construcción nacional e hizo suyo el relato de una nación española a la defensiva, laminada entre proyectos de tipo centrífugo y un horizonte europeo que se ofrecía como solución, pero no como proyecto nacional propio. El resultado: un acelerado proceso de desnacionalización de España y de nacionalización de sujetos políticos alternativos.

Los políticos más implicados en el diseño de la transición en relación con el problema de los nacionalismos fue dar por hecho la existencia de una identidad nacional española de tipo esencialista como algo que se imponía por sí mismo. Error en el que por cierto no cayeron los nacionalismos periféricos que, a pesar de su esencialismo, tuvieron muy claro desde el principio que la nación había que construiría. Véanse si no las continuas llamadas de Jordi Pujol a «hacer Cataluña»; o la afirmación de Xabier Arzalluz en el Aberri Eguna de 1995: «primero hacer pueblo, luego la independencia».

Como respuesta a esos nacionalismos subestatales ha surgido en los últimos quince años un nacionalismo español reactivo y claramente excluyente. Entendiendo como nacionalismo español un conjunto de actitudes y movimientos políticos que maneja ideas, símbolos, prácticas y rituales propios, cuyo objeto es la defensa de la nación española, fuente única de soberanía en el actual territorio estatal, dibujada con una mezcla de elementos culturales y cívicos. Un fenómeno que se ha reactivado y reforzado gracias al flamante desafío del catalanismo, convertido a la causa independentista y enemigo por tanto de la intangible unidad de España establecida en la Constitución de 1978. Como señala en su artículo Esa reacción españolista Javier Moreno Luzón, se repite así una vieja pauta, según la cual el enfrentamiento entre estos dos nacionalismos –uno subestatal y otro de Estado—realimenta a ambos. Algo que ya ocurrió en otros periodos de la historia contemporánea, como a comienzos del siglo XX, cuando la irrupción del movimiento catalanista dio pábulo a un españolismo regeneracionista y a la postre militarizado; o en las discusiones sobre un posible estatuto de autonomía para Cataluña, en 1918 o en 1932, acompañadas de reacciones españolistas de masas. El lenguaje se tiñó entonces de anticatalanismo, una característica que se ha recuperado en los últimos tiempos.

Ese nacionalismo español si algo le caracteriza es su carácter excluyente. Lo define y explica muy bien Pablo Batalla Cueto en su libro reciente Los nuevos odres del nacionalismo español. Este renovado nacionalismo español se manifiesta en un éxito fastuoso para Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea, un libro con treinta y tantas ediciones-todo un ejemplo de revisionismo histórico, ya que incluso justifica la bonanza de la Inquisición- , en los cuadros de Augusto Ferrer-Dalmau, en algunos artículos de Arturo Pérez Reverte, en la veneración al marino del XVIII, Blas de Lezo, la exaltación del Regimiento Alcántara y de los Tercios, o en  el boom de la novela histórica, como la periodista de Isabel San Sebastián y, también en los gritos y consignas fanfarronas provenientes del deporte: “soy español, ¿a qué quieres que te gane?”. Todos esos productos vehiculan el mismo mensaje, la excepción de lo hispano, a distintos niveles de complejidad y todos son exitosos. Sin olvidar el orgullo de ser español, como consecuencia de los triunfos de la selección española, especialmente con el Iniestazo.

Todo un referente y símbolo de este nuevo y viejo a la vez nacionalismo español, es María Elvira Roca Barea, autora del libro Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, al que criticó José Luis Villacañas en su artículo Conciencia histórica y comunidad política dedicándole los siguientes juicios. “Así surgió doña Elvira Roca, como un dios salvador gnóstico, irrumpió de repente, sin antecedentes, sin historia, sin relación alguna con el mundo académico, político o público, desde la honesta plaza de su Instituto de Enseñanza Secundaria. Se había mantenido oculta, como los dioses gnósticos, para conservar su pureza inmaculada, para vivir protegida de las potencias del mal. De repente, tras una visita a Boston –no a la Universidad de Harvard– con una exposición de la Marca España se reveló como la nueva emisaria de la buena nueva de España. Fue como aquel irrumpir de Cristo en la sinagoga de Cafarnaúm, ella sola de repente en medio de los doctores, dominando mejor que todos ellos los intríngulis de la Sagrada Escritura de la grandiosa historia española y de su imperio moderno, cosmopolita, meritocrático, defensor de las clases medias y plenamente avanzado. Luego, los grandes convertidos, los apóstoles de la nueva fe, brotaron por doquier. Ministros, expresidentes del Gobierno de España, premios Nobel y periodistas. Le llovieron los honores, reconocimientos, en un clima suprapartidista en el que todos rindieron pleitesía bajo el aplauso unánime de la prensa: desde VOX al PSOE de Guerra y de Borrell; desde el C’s de Rivera (al que sirvió de telonero en un mitin en Málaga) al viejo PP, el de Aznar, el de María San Gil, el de Mayor Oreja. Era la señal de transversalidad perfecta, la misma que presidía las manifestaciones en Barcelona promovidas por la Sociedad Civil Catalana. Los oradores de aquella manifestación prodigiosa coincidieron en sus alabanzas del libro de Roca Barea. La Junta presidida por Susana Díaz le otorgó en 2018 la medalla de Andalucía. El diario El País le brindó páginas centrales dominicales para que ella abordara el futuro de la izquierda, mientras Alfonso Guerra participaba con ella en un curso de geoestrategia española en la Universidad de Málaga, y Felipe González y Esteban González, junto con otros, la proponían para el premio Princesa de Asturias, mediante el fomento de una campaña de recogida de firmas desde su pueblo El Borge.

Así que Roca Barea devolvió el orgullo de ser español a millones de lectores y de oyentes. Pero hizo algo más. Extendió su propuesta fundamental: ser español es ante todo estar en contra de la Leyenda Negra. Y esto significa mantener abierta la guerra religiosa que la produjo y el odio existencial a los enemigos que nos combatieron. Por supuesto, aquí, como siempre, se trataba de imponer este enunciado sin matices, de manera absoluta, ampliada, fanatizada. Cualquiera que enunciara una posición crítica sobre la historia de España y su imperio era un antiespañol y negrolegendario”.

Esta es la situación actual. Sobre nuestra querida España, se enfrentan dos nacionalismos excluyentes, entre los cuales no hay posibilidad de acuerdo alguno. Para un nacionalista español, la única nación verdadera es España; para un nacionalista catalán, la verdadera es Cataluña, España si acaso un Estado. La nación se ha convertido en el sujeto político por excelencia de la modernidad y el “a cada nación, su Estado; y a cada Estado, su nación” en uno de los axiomas más indiscutidos del imaginario político contemporáneo. La única agenda política para salir de este bucle, sería basarla en los derechos e intereses de los ciudadanos, no en los de las naciones, que como hemos analizado son excluyentes.

Si tras las próximas elecciones, llegan al gobierno de España, dos fuerzas políticas que comulgan con ese nacionalismo español excluyente, debemos estar profundamente preocupados los españoles. Muy preocupados.

La ausencia de las élites españolas en el diseño de nación es casi pavorosa