martes. 23.04.2024
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Era previsible, a menudo las crisis y la incertidumbre llevan a los pueblos a refugios tan inseguros como las banderas y los alardes de pertenencia a comunidades que se autoafirman por contraposición al vecino y buscando en el baúl de los viejos paraísos perdidos que sólo existieron en la mente de trovadores y meapilas. Chocante esa relación terrenal entre el clero y las identidades nacionales estatales o periféricas, siempre al lado de los que más daño hacen, promoviendo la discordia, anatemizando lo justo y santificando aquello que más conviene a sus intereses materiales. Mientras Julio César, Napoleón, el capitalismo y la Iglesia católica hicieron del divide y vencerás un axioma, los líderes, ideólogos y defensores de los intereses de los trabajadores, de los oprimidos y explotados pedían unión más allá de las fronteras de los Estados, solidaridad y fraternidad para derrotar a los privilegiados y construir una sociedad más justa, una sociedad exenta de canonjías, regalías y prebendas en la que nadie fuese más que nadie por su origen social, su dinero, su pensamiento, su orientación sexual o su capacidad para corromper y corromperse. 

En la mente de muchos de nosotros sigue vigente ese ideal de redención de la Humanidad, ese anhelo de supremacía de los derechos humanos sobre cualquier otro derecho, esa búsqueda incesante de la utopía que a fuerza de relatos distópicos están haciendo desaparecer quienes piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, ese deseo, ese sueño, esa necesidad vital para nuestra supervivencia como especie apenas tiene público, no hay demanda del mismo porque ya la clase trabajadora -a fuerza de dividir y de propagar mentiras mediáticas- ha dejado de ser una comunidad atrayente, un nexo de unión entre los asalariados o los pequeños comerciantes que en muchos casos hoy se sienten más próximos a las doctrinas que exabruptan los grupos de derechas que preconizan la desaparición de los impuestos y del Estado democrático para dejarlo en un mero gendarme de los intereses de las clases pudientes. Y es que el relato que llega de verdad a la ciudadanía en nuestros días es el que promueven y alientan las clases más reaccionarias y su escuadra mediática, no hay más que detenerse a  considerar el apoyo que tuvo entre los más desfavorecidos -que estaban exentos de pagar ese tributo- la campaña promovida por la derecha andaluza contra el impuesto de sucesiones.

No es la primera vez que pasa, sucedió en el periodo de entreguerras y esperemos que no vuelva a ocurrir, que seamos capaces de pensar y no tropezar tres veces en la misma piedra mortal. Los promotores del movimiento independentista catalán afirmaban que lo suyo no tenía nada que ver con clases, que era un movimiento transversal en el que participaban los miembros más aguerridos de la fea burguesía junto a los artesanos, los comerciantes, los intelectuales y los obreros de las grandes fábricas. De tal modo, que apelando a las banderas, a la identidad y al futuro glorioso e imparable pareció que podían ir del brazo, comer juntos y compartir cama el conde de Güell, Demetrio Carceller y los Daurella con los trabajadores de la Zona Franca o Sant Adrià de Besòs. Los mismos intereses, los mismos anhelos, idénticos sueños, una sola bandera. Se olvidó que no es tu amigo quien te maltrata, te explota, te roba o te miente, que por mucho que quieran las banderas del patrioterismo pertenecen a quienes siempre las han venerado identificándolas como las de su estirpe, su clases social -ellos si saben a que clase pertenecen-, su caja fuerte y su modo de vida. 

El nivel de los líderes políticos encargados de dirigir las riendas del país es tan bajo y torcido como el de Isabel Díaz Ayuso, quien sin la menor vergüenza se atrevió a afirmar que las siglas COVID-19 querían decir Coronavirus Diciembre de 2019

Estuvieron quietas las banderas durante años. Hastío de cuarenta años de banderazos. Pero de pronto surgieron, como volcán apagado que explota en la noche silenciosa, cuando ya se creían sosegadas por el paso del tiempo, el supuesto avance del Conocimiento y la globalización. Empero, el tiempo no había pasado, el conocimiento continuó siendo pobre y parcial y la globalización sólo ha servido hasta la fecha para abrir heridas cada vez más profundas en quienes sólo son dueños de sus manos, su cabeza y su almohada. En la soledad, ante el abismo que abría la incertidumbre laboral, la falta de perspectivas halagüeñas para los hijos, las promesas inclumplidas y la corrupción, apareció la patria. Ya lo había hecho en el País Vasco a base del terror que provocan tiros en la nuca, secuestros y bombas dentro de una dinámica tan brutal como incomprensible, aunque ese bestialismo descabellado pareció durante un tiempo vacunar al resto de territorios. La crisis, sin embargo, abrió la vía catalana hacia la nada y ésta a su vez la vía madrileña, murciana, andaluza y castellana. Ya nadie podía vivir sin bandera, que tu llenas todas las calles de tu comunidad de ikurriñas o esteladas, yo alzaré en Madrid la más grande de las banderas que el mundo haya conocido y haré un belén rodeado de rojigualdas y llenaré las calles con bombillas amarillas y rojas para demostrar al mundo que somos capaces de convertir una ciudad avanzada del siglo XXI en un poblacho ridículo de los años sesenta con banda sonora de Manolo Escobar. 

La izquierda tiene su parte de responsabilidad. Bajo el paraguas de un internacionalismo ideológico que nunca terminó de cuajar entre los trabajadores -siempre dispuestos a alistarse en el ejército del país para combatir a sus hermanos de otro país y defender los intereses de quienes explotaban a ambos-, la izquierda no ha sabido explicar al pueblo que el verdadero patriotismo comienza por edificar una patria en la que todos sus miembros se encuentren a gusto, en la que respetar las diferencias sea tan esencial como vivir la propia identidad, en la que ninguno de sus miembros se sienta excluido, marginado, pisoteado o huérfano. De tal modo que la idea de patria que hoy sigue levantando pasiones en forma de banderas es una idea decimonónica, rancia, pequeña, insustancial e irracional que llama a la emoción ciega sin apelar a la justicia ni a la solidaridad entre habitantes de un mismo Estado, antes al contrario, a mantener el orden antiguo, la perpetuación de privilegios y el manejo de los fondos públicos en beneficio de una minoría cerrada en la que de vez en cuando ingresa algún nuevo miembro como Felipe González.

La guerra de banderas -bien manejada por sus promotores en cada ámbito- ha propiciado que la corrupción no sea a ojos del pueblo un hecho que invalide para la acción política, que apenas tenga peso en los resultados de los comicios, que se vea como algo normal porque así ha sucedido siempre. De igual manera, ha posibilitado que el nivel de los líderes políticos encargados de dirigir las riendas del país sea tan bajo y torcido como el de Isabel Díaz Ayuso, quien sin la menor vergüenza se atrevió a afirmar que las siglas COVID-19 querían decir Coronavirus Diciembre de 2019 o que el hospital pandémico de Valdebebas podría servir para un accidente aéreo, dando a entender que ni sabía ni le interesaba un güano el uso que se daría a un edificio presupuestado en cincuenta millones y que ya sobrepasa los cien millones de coste sin personal sanitario propio. Por último, el patrioterismo ha causado un daño cultural enorme, convertir a ciudades libres, creativas, dinámicas, agradables, vigorosas y espléndidas como Madrid y Barcelona en aldeas de juegos florales perdidas en la adoración permanente de su propio ombligo. Es una fiebre que ha llegado a buena parte del país y que amenaza con sumirnos a todos en una sima llena de estolidez, depende de nosotros, de nadie más que así no sea.

El patrioterismo destruye vidas y haciendas