lunes. 29.04.2024

Hace unos días me llamó mi sobrino para hablar del intelectualismo moral socrático, algo que yo tenía en el más absoluto de los olvidos y que él acababa de dar en su clase de Filosofía de segundo de Bachiller. Intenté recordar algo, pero como no fue posible, recurrí al ordenador, que enseguida me dijo que Sócrates pensaba que el conocimiento de lo justo bastaba para obrar con ecuanimidad y que por tanto deberían ser quienes más supieran de moral y política los encargados de llevar los asuntos de la polis. Sócrates expuso un pensamiento ambiguo que bien podría estar en la base de los gobiernos oligárquicos y tecnocráticos y muy lejos de las esencias de la democracia. Yo, perdón por la comparación, siempre he pensado que el mal parte de dos raíces, la ignorancia de los más, y la soberbia de los menos que creen tener más derechos que el resto de los seres humanos. Sin embargo, en este punto, sobre todo en el primero mi sobrino me comunicó una reflexión que me parece en extremo acertada: “Hoy en día la ignorancia está fomentada por los medios, por los partidos, por la escuela. El ignorante no sabe que lo es porque no tiene con quien medirse, porque ignora que es el conocimiento, porque no le hace falta para nada. No se nos enseña a apreciar al que sabe, sino a movernos entre ignorantes y asumir sus postulados, entrando en un círculo vicioso del que es muy difícil salir. La ignorancia sí está en el origen de la maldad, pero el ignorante no tiene por qué ser malo porque desconoce la diferencia entre el bien, el mal y el regular”.

Siempre he pensado que el mal parte de dos raíces, la ignorancia de los más, y la soberbia de los menos que creen tener más derechos que el resto de los seres humanos

Decía Averroes que “la ignorancia lleva el miedo, el miedo al odio y el odio a la violencia”. Hace casi mil años que el sabio andalusí escribió este aserto. De poco sirvió que uno de los grandes recuperadores del saber greco-latino nos pusiese sobre aviso de los orígenes del mal. Los filósofos piensan y elaboran teorías basándose en lo que ocurrió antes de su existencia y en la elucubración intelectual. A menudo sus pensamientos perduran y se transmiten de generación en generación, pero siempre, sobre ellos, continúa imponiéndose la primitiva ley de la selva, esa que justifica y ampara el dominio de los que más tienen, de los privilegiados, de los más favorecidos por la naturaleza y por las leyes de los hombres. Llegará, estoy convencido de ello, el día en que no sean la competencia ni la competitividad las leyes que rijan el comportamiento de los hombres, pero estamos, como demuestra el genocidio perpetrado por Israel en Gazala concentración cada vez más insultante de la riqueza en menos manos, en una fase todavía temprana de la evolución humana y mientras tanto seguiremos asistiendo a comportamientos fuera de nuestra condición y próximos a los de los personajes más repugnantes creados por nuestra imaginación.

Hace una semana el ultraderechista Milei ganó las elecciones en Argentina con un programa muy parecido al que Estados Unidos impuso en el Chile del dictador Pinochet, un programa que pretende la privatización de todo, incluso de las tripas de los hombres, y dejar al estado el papel de gendarme, de policía represiva encargada de controlar cualquier disensión. Hace unos días, el pueblo holándes, uno de los más cultos y ricos del mundo, decidió dar más voto al fascista Wilders que al resto de las opciones políticas. Holanda ya estaba gobernada por un señor muy de derechas, Mark Rutte, un señor que ha manifestado en varias ocasiones su rechazo a los países del sur de la Unión Europea y a los inmigrantes, pero no era suficiente, los holandeses pedían mano dura con la emigración, querían a un hombre providencial que tratase sin contemplaciones a los musulmanes que cuidan de sus niños y viejos, les limpian el culo, barren sus calles, recogen las hortalizas y trocean en los mataderos a los animales que gustosamente comen después en sus mesas. No pueden prescindir de ellos porque los nativos de estirpe no volverán a realizar esos trabajos, como tampoco volverán a tener cuatro o cinco hijos por pareja, pero no quieren verlos, no quieren que vivan en sus mismos edificios, que vayan a las mismas escuelas o coman en los mismos comedores. Se trata simplemente de hacerlos invisibles.

El individualismo feroz del nuevo tiempo, el descreimiento en la política y la ausencia de proyectos colectivos ilusionantes, han abierto las puertas de par en par al nuevo fascismo

No es el mismo caso el argentino, un país secularmente mal gobernado por unas élites más preocupadas por el interés particular que por el general. Argentina llegó a su máximo esplendor cuando se convirtió durante el primer tercio del siglo XX en el primer país exportador de carne del mundo. Después el peronismo y el antiperonismo generaron un clima de corrupción sistémica que dura hasta nuestros días. Un país rico, muy rico, que vive sacudido constantemente por crisis económicas que se llevan por delante los ahorros y las vidas de miles de personas sin que nadie hasta la fecha haya podido o querido evitarlo. Sin embargo, no es una situación muy diferente a la que viven la mayoría de países latinoamericanos, sometidos como están todos a los intereses de Estados Unidos, sus multinacionales y sus servicios secretos. Al fin y al cabo son su patio trasero, un patio en el que de vez en cuando se alza un rayo de sol pero que al poco es aplastado por las leyes del mercado y la oligocracia.

Empero hay algo en común a esos dos países tan diferentes, tan diametralmente distintos: El miedo. En el europeo, miedo a la pérdida de su identidad, de su forma de ser, de vivir. En el americano, miedo al caos, al estado de quiebra permanente, a la corrupción, a la desesperanza. En Europa, los gobiernos ultraderechistas, que terminarán por dominar todo el continente, son la respuesta a la emigración necesaria, en América, a la pobreza y la corrupción. Por una u otra causa, el fascismo avanza en todo el mundo de manera inexorable, los ignorantes de que hablábamos al principio adoran a los líderes con los que se identifican, que les representan porque son igual que ellos o parecen serlo. Son políticos que dicen odiar la política, son católicos divorciados, militaristas que no han hecho el servicio militar, patriotas a los que la Patria les importa un bledo, pero hablan como ellos, presumen como ellos de cuanto ignoran y no tienen el menor recato en cumplir con su programa electoral a rajatabla, maltratar a los emigrantes, negarles auxilio, negar la violencia machista, eliminar los derechos a los transexuales, conceder becas a quienes ganan más de cien mil euros, subvencionar el salario a las empleadas de hogar de los más ricos, expulsar a los más desfavorecidos de sus casas para venderlas a fondos buitre y convertirlas en alojamientos turísticos y rebajar impuestos a quienes más ganan.

La ignorancia se está apoderando del mundo gracias, entre otras muchas cosas, a las redes sociales y al declive de los valores fraternales y solidarios que hicieron posible el triunfo de las democracias en muchos países del mundo. El individualismo feroz del nuevo tiempo, el descreimiento en la política como instrumento para solventar los problemas, el atroz desconocimiento del pasado, el miedo a lo por venir y la ausencia de proyectos colectivos ilusionantes, han abierto las puertas de par en par al nuevo fascismo, volviéndose a repetir cosas tan patéticas como que a través de elecciones democráticas lleguen al poder los enemigos de la democracia. Volvemos a tropezar en la misma piedra.

De nuevo, en la misma piedra